13 marzo 2017

17.- El Aprendiz: La tortura


Pasó otra noche de insomnio, torturado por sus pensamientos, con la conciencia horadada por los gusanos de los remordimientos. La muerte de Hilario era un lastre del que no podía desprenderse. Mansoz le había hecho ese regalo, tan letal, envolviéndolo varias veces entre sus engañosas y aduladoras felicitaciones.

Sobre Hilario, todo parecía indicar el suicidio. El muchacho se obcecaba en creerlo. Y, en esa idea, Lázaro buscaba a ultranza algún consuelo. Entre un sinfín de dudas, quiso convencerse de que el profesor, abrumado por la amenaza que pendía sobre su situación y, sobre todo, por la delación que de él había obtenido la policía, había decidido suicidarse avergonzado de sus actos.
Eso, tal vez, era lo que pretendía el comisario que dedujera Lázaro.
Pero, y si la propia policía hubiera acabado con él, por accidente o intencionadamente, por razones que a Lázaro se le escapaban.
Y si las tontas vaguedades que escribió en sus informes no hubieran tenido nada que ver con la muerte de Hilario, como quiso hacerle creer el comisario.
El suicidio desde el viaducto podía haber sido un montaje capaz de enmascarar, con la ayuda de un forense afín, lesiones anteriores. Además Mansoz no parecía una persona escrupulosa ni de fiar, sus palabras no garantizaban certezas sino dudas. Recordó Lázaro, atormentándose, cómo le recalcó que la puesta al descubierto de Hilario había sido cosa suya, haciéndole ver que también él tenía su parte de responsabilidad en aquella muerte y que tampoco a él le interesaba que las causas de dicho asunto trascendieran.

Experimentó que odiar a alguien perdía sentido cuando ese alguien pasaba, inopinadamente, a ser un muerto. Y, tras aquella desaparición, qué poco sentido encontraba ahora a las invenciones pueriles que al tuntún había escrito sobre él, sólo para malmeterle con la policía. Aquellos infundios, que él tuvo por inocentes, rebotaban ahora con violencia contra él y le mortificaban.
Sin embargo, nada quedaba claro en su mente. No sabía qué creer. Ni apoyándose en la certeza del suicidio conseguía espantar sus dudas. Cada vez se afianzaba más en la idea de que Mansoz era un sembrador de incertidumbres, un experto en buscar la fibra más sensible de cada persona, un artista manejando las medias verdades, un maestro en el oficio de la tentación.
Lázaro recapacitó sobre las veces que, sin pensar, lanzó palabras sin conocer su alcance, ni la trascendencia que pudieran tener. Aquel jugueteo con Hilario había tenido un desenlace tan trágico como inesperado. Y el remordimiento no le daba momento de sosiego al muchacho.

Inevitablemente terminó pensado en Valeria. Ni la muerte de Hilario la había alejado de su cabeza. Al contrario, la hacía más presente. Las palabras del comisario le habían confirmado la relación de Hilario con ella mucho antes de su llegada a Alfambra. De eso no dudó.
Por más que intentara planteárselo de maneras distintas, por más que quisiera ignorarlo, le dolía la doblez de Valeria. No podía entenderlo. Si ella hubiese elegido entre ambos, él, aceptado o rechazado por ella, jamás habría hecho insinuaciones sobre Hilario.
Pero, al momento, se dijo, que si hubiese sido rechazado por ella, puede que hubiera insinuado cosas sobre él aún más graves y comprometedoras. Y se arrepintió de haber querido culpar de todo a la muchacha, aunque hubiese sido por quitarse parte de la culpa que él sentía.
Reconoció, en el fondo, que había soportado aquella situación porque no quería romper con ella. Se decía a sí mismo que era el sexo lo que le mantenía unido a Valeria y que con ella iba a seguir gozándolo hasta que quisiera. Se había propuesto considerarla únicamente un juguete y, también se había dicho, que, con el tiempo, se desharía de ella.
Sin embargo, también se reprochaba el no haber sido sincero con la muchacha ni consigo mismo porque, sencillamente, le asustaba la idea de perderla. ¿No sería que, antes que romper con ella llevado por aquella ira, que podía justificarlo todo, prefería tenerla, incluso compartida? Tal vez había querido disfrazar ese deseo de desdén, casi de abuso meditado, para engañarse a sí mismo. Así su estima no quedaba herida y, además, ésa era una salida aceptable para sus escrúpulos, para esa mentalidad heredada de su entorno que, aunque no lo quisiera, pesaba sobre él como una losa.
Si a Valeria le gustaba el sexo, a él también. Si ella no había sido sincera, el tampoco lo estaba siendo desde hacía tiempo. Tenía que reconocer ambas cosas. ¿Qué derecho tenía a utilizarla, qué derecho a sentirse defraudado por ella?
A Lázaro le resultaba muy desagradable responderse a estas preguntas. La educación que había recibido se lo hacía difícil y le arrojaba a la cara su conducta. A pesar de todo, su ser se encontraba visceralmente unido al de aquella muchacha. No podía remediarlo pese a unos propósitos calculados, que se esforzaba en considerar racionales y de adulto. Así que llegado a un punto, su mente se negaba a pensar, se bloqueaba y se evadía voluntariamente hacia el vacío.

En el vagar que tuvo su conciencia por aquellos hechos, recordó su llegada a la ciudad. Le pareció que había pasado mucho tiempo desde aquello. Sin embargo, sólo habían sido unos meses. Se recordó a sí mismo. Llegó a Alfambra revestido de un idealismo que ya no reconocía. Aquel traje blanco en que venía enfundada su conciencia lo sentía ahora ajado, orlado por el brillo de la suciedad, condecorado con lámparas de mugre, maloliente en sus pliegues sobados. Por vanidad se vio de soplón, por dinero buscó excusas que le permitieran disfrutar de aquella vida, por la pasión del sexo no le importó compartir a una mujer con otro, por seguir el juego a su fatuo orgullo influyó en el fatal destino de un hombre.
Afortunadamente, pensó, agarrándose a la tabla de salvación de su egoísmo, que ninguna de estas cosas era conocida por nadie. Sólo el intrigante Mansoz, ese tahúr experto en repartir las cartas del temor, del interés y de los sentimientos a su antojo, sabía la verdad. Pero al muchacho, en su interior, nada le consolaba y le repugnaba descubrirse subyugado por aquel manojo de pasiones. Y tan rastrero se encontraba que era incapaz de mirarse a sí mismo sin repulsa.
A menudo se concentraba Lázaro en estos circunloquios. A veces, sobre todo, el que tenía sobre Valeria se le hacía, por torturante, insoportable. Intentaba pensar en otras cosas. La huída era la única salida que se le ocurría. Ojalá pudiera borrar todo. Menos, claro, a Valeria.

También comprobó cómo la policía no vacilaba en utilizar la intimidad de cualquiera para esclavizarle. A Hilario, por echarse en los brazos de una menor que, por cierto, lo sería según la ley[1], pues, por todo lo demás, le sobraba mayoría de edad por cada poro.
Y, si la policía iba de estricta y de moral y le achacaba a Hilario semejante desmán, ¿no era acaso a él, otro menor, al que estaba pagando como soplón esa misma policía? Como para fiarse, las reglas funcionaban dependiendo de quién las manejara.

Se resistía a pensar en la propuesta de Mansoz, en su última tentación. Pero lo hacía con temor, porque el asunto había tomado unas dimensiones que le superaban. De ninguna manera podía seguir con aquello. Pensó que lo más prudente sería rechazar aquella proposición educada y caballerosamente. Él desconocía el mundo de la política y más aún el de los partidos clandestinos. Por otro lado, ya había visto a donde le llevó a Hilario la relación con ese mundo.

Afortunadamente aún faltaban unas semanas para elaborar el informe en el que tendría que escribir su última palabra. Recordó cómo Mansoz le dijo, de modo implícito, que, en caso de negarse, se olvidara del sobre que le entregaban mensualmente en el burdel y, consiguientemente, de la relajada vida que había llevado hasta entonces. Aquel policía conocía muy bien la naturaleza de las personas. Por eso le pidió que se tomara el tiempo necesario, para que la impresión por la muerte de Hilario pasara y le dejara percatarse de la opción que más le convenía.
En el peor de los casos pensó, con egoísta previsión, que le quedaba la postrera visita al burdel y, por tanto, también la última paga. Y al momento le abrumó un sentimiento de vergüenza.




[1] Hasta 1978 la mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años.

CAPÍTULO ANTERIOR                           CAPÍTULO SIGUIENTE

8 comentarios:

Sara dijo...

¡Me abruma y me embelesa tu profundidad! Porque es profundo todo lo que plasmas en esta novela.

Es tan fácil reconocerse en el remordimiento de Lázaro, en sus dudas, en su egoísmo... Y sobre todo, es fácil reconocerse en su amor por Valeria, ese amor que lo redime y lo exonera de tanto error a medias. Porque yo creo que Lázaro ha cometido faltas, sin duda, ¿pero no son las circunstancias condiciones atenuantes?

Cada vez me gusta más la novela.

Besos.

Conxita Casamitjana dijo...

Al menos a Lázaro aún le remuerde la conciencia y parece que hay esperanza de retomar el camino, no para esa inocencia perdida pero si para recuperar una dirección que lo lleve a otros puertos más sanos, aunque está metido en un buen lio, intrigada estoy de por dónde lo vas a conducir .
Se da cuenta de algo importante que el odio y la venganza no llevan a ninguna parte y acaban dañando también al que las siente.
Un abrazo

Soros dijo...

Gracias, Sara.
Profundas son las heridas sentimentales, pero lo son especialmente cuando es la primera vez que se reciben. La gran vitalidad de los jóvenes hace que esas heridas se superen, aunque al recibirlas les parezca inasumible su tragedia.
En la relación con Valeria, Lázaro está hecho un lío, no distingue entre amor y pasión y no sabe si ambas cosas van juntas o acaso no lo vayan y sea sólo la pasión la que prepondere.
Me alegra que te siga gustando.
Besos.

Soros dijo...

Conxita, la educación que se recibía en aquellos años era bastante represiva y culpabilizadora y cuando la sociedad no te torturaba por fuera, con la crítica, era la conciencia la que te torturaba por dentro con el remordimiento. En el ánimo de todos habían colado a un censor. Una especie de chip espiritual que ponía en jaque a la conciencia.
Creo que la juventud de hoy, en ese aspecto, ha tenido más suerte.
Un abrazo.

Ángeles dijo...

Impresionantes, otra vez, las reflexiones de Lázaro. Y dentro de su remordimiento, su sentimiento de culpa, su repugnancia y el lío tremendo que tiene en la cabeza, me parece que ve las cosas con bastante lucidez o serenidad.

Es verdad, la muerte lo minimiza todo, le quita trascendencia a todo lo que previamente nos parecía lo más importante.
Y es verdad también que lo único que quizá puede más que la muerte es el amor, o la pasión. Será porque la pasión, según dicen, es lo más opuesto que existe a la muerte.

Anónimo dijo...

Pobre Lázaro, qué situación más difícil. Y qué malos son los remordimientos y el no tener la conciencia tranquila.
Pero, no sé, me parece que aunque se da bastante cuenta de las cosas, va a volver a caer en la tentación.
O igual nos sorprendes otra vez.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles.
Lázaro siempre se queda un paso detrás de los hechos. Estos le superan siempre. Sin embargo, sus sentimientos le confunden y le hacen perderse en un laberinto interior.

Soros dijo...

Gracias, Palomamzs.
El muchacho se siente en una ratonera. Sus pensamientos, sensaciones, afectos, tentaciones y temores se le mezclan. Quiere buscar una salida, pero, seguramente, si la encuentra, será a costa de perder muchas cosas.