Titubeaba
Lázaro.
Había abandonado la gozosa nube de la ignorancia. Paradójicamente, la
verdad, en la que ahora vivía, le llenaba de inseguridad y zozobra. Las
evidencias le habían demostrado que su seguridad sólo fue una ilusión
procedente de la confianza y el desconocimiento.
No
sabía qué actitud debía tomar al encontrase con Valeria e Hilario.
En
un principio, llevado por la intensidad de sus sentimientos, la vehemencia juvenil
y la tortura interior que le abrasaba, se imaginó despreciando a Valeria. Se
cargaba de razones y se imaginaba reprochándole sus actos. Y, enajenado por la
rabia, llamándole golfa, y zorra, y mil veces puta, y todas esas expresiones
contundentes y al uso que parecían de manual en casos como el suyo. Pero, como la gráfica de su ira comenzó con el
tiempo a tener picos y valles, se alejó paulatinamente de esa idea brutal y
primitiva.
En
cuanto a Hilario, le podría sorprender cogiéndole por la solapa en un lugar solitario
y decirle: “Ahora sé, maldito cabrón, por qué te dedicas a joderme”. Pero
enseguida comenzó a cuestionarse también tan viril y violenta reacción.
Fue
en aquellos momentos, de visceralidad furiosa, cuando recordó su entrevista con
Mansoz. Vinieron a su mente las palabras del policía cuando él, entregado y sin
mediar pregunta, le iba a contar lo ocurrido en su primera visita al prostíbulo.
Aquello
le hizo reflexionar y reprimió sus primeras intenciones. En lugar de dejarse
llevar por la pasión, decidió utilizar en su beneficio lo que ahora conocía. Sabía
que contenerse le iba a costar un gran esfuerzo, pero se sintió orgulloso de abandonar
las reacciones temperamentales que, sobre desagradables para quienes las
presenciaran o sufrieran, serían inútiles para él más allá del desahogo momentáneo.
Le
congració consigo mismo el propósito de comportarse de modo inteligente. El cálculo
se abrió hueco por primera vez entre sus sentimientos. Su premeditada decisión le
pareció mucho más taimada y fría y, por consiguiente, mucho más propia de un adulto.
Tal era la idea que, de los adultos, Lázaro, con dolor, se iba formando.
Imaginó
que, aparte de otras explicaciones que pudiera encontrar, Valeria se comportaba
así por algo elemental. Pensó Lázaro que no necesitaba devanarse la sesera para
adivinarlo. A veces, se dijo, obviamos lo más sencillo, lo evidente. Sencillamente:
a Valeria le gustaba el sexo.
Le
gustaba estar con él por ser una persona de su misma edad y también alguien
libre y sin ataduras, con quien podía dejarse ver en cualquier sitio y momento
sin causar a las gentes de Alfambra extrañeza alguna. La conducta de ambos era
la que se esperaba de dos jóvenes.
Por
otra parte, imaginó que la relación de Valeria con Hilario bien podía ser una
relación llena de morbo para ella. Primero por ser él su profesor, segundo por
ser algo clandestino, tercero porque Hilario podía ejercer sobre ella, por su
experiencia, una atracción diferente y, seguramente, mucho más interesante que la
que él, un iluso inexperto, pudiera suscitarle.
Y
Lázaro se sentía impotente por no saber lo que sólo el tiempo podía enseñarle.
Pensó
también, sin certeza ninguna, en la probable vanidad de Valeria. Bien podía
sentirse halagada, a sus dieciocho años, por el hecho de que un hombre de la
categoría social e intelectual de Hilario se hubiese fijado en ella hasta el
punto de arriesgar su matrimonio y exponerse, además, a un escándalo.
Así,
Lázaro, que nunca había imaginado el peso que podía tener la vanidad en la
conducta de las personas, se hizo, por vez primera, tal consideración hacia
Valeria.
Con
respecto a Hilario, Lázaro no sopesó demasiado las razones de su relación con
la chica. Le parecían evidentes. Bastaba con mirar a Valeria caminar por la
calle para imaginar las razones que cualquier hombre tendría para estar con
ella. Tal vez fue ella una tentación, tan a la mano para Hilario, que éste no
fue capaz de rechazar.
Podía
que todo lo anterior hubiese contribuido y también que nada hubiese sido
decisivo. Mas, por encima de todo, Lázaro decidió que, cualquiera que fueren
las circunstancias de ambos, a él le importaban un bledo y que, sin declararse conocedor
de su relación, utilizaría lo descubierto en provecho propio.
Sin
embargo, enseguida aparecieron los escrúpulos:
¿Iba
a ser capaz de seguir acostándose con una mujer que lo hacía con otro a sus
espaldas?
Al
principio esta consideración le repugnaba y se dijo que no, que, finalmente, no
sería capaz, que no lo haría. Mas, tras darle vueltas, entendió que Valeria no
había tenido escrúpulo alguno en ello. Por qué habría de tenerlo él. Quizá el
proceso mental de un ganador consistía en convertir a las personas en objetos,
en desposeerlas de esa confianza que las hace únicas. Si Valeria podía ser un
objeto de placer para él, ¿qué razón, a la vista de los acontecimientos, le
impedía utilizarla? Podía hacerlo con total frialdad y, en el caso de que ella
buscase algún compromiso, ya sabía a qué atenerse. Se zafaría de ella. Valeria
no era de fiar.
Se
dijo también que, a Hilario, no le iba a permitir más esa suficiencia. Ahora le
conocía una debilidad. Sus desprecios se habían terminado. Lázaro, se propuso
vengarse sin amenaza ni escándalo. Satisfacer su voluntad sería el desquite
perfecto.
Pasó
una semana. Lázaro dejó transcurrir ese tiempo sin frecuentar los círculos
habituales. Deseaba que sus ánimos se enfriasen por entero y así, con los
pulsos tranquilos, ser capaz de actuar como tenía en mente.
Al
cabo de ese tiempo, Valeria le llamó por teléfono a la residencia. Le preguntó
si le ocurría algo, diciéndole que estaba preocupada por no haberle visto en
los últimos días. Al oír a la muchacha hablarle tan tranquila, cariñosamente y con
total desenvoltura, sin una pizca de titubeo en la voz, a punto estuvo el
impulsivo Lázaro de no poder contenerse y dar con sus propósitos al traste. Sin
embargo, reprimiéndose, contestó por primera vez con falsedad y, en un tono
cansado e intrascendente, le dijo que había tenido más trabajo del habitual y
que se había volcado en los estudios más de lo que solía. Valeria repuso que le
había buscado en los sitios de siempre pero que, al no saber nadie de él, supuso
que estaría enfermo.
Por
primera vez en su vida Lázaro se sorprendió al oírse mintiendo con tal
naturalidad. Le pareció que hablaba, desde su interior, un ser distinto que había
comenzado a habitar dentro de él.
Al
día siguiente quedaron, como solían, para dar uno de aquellos paseos en los que
habitualmente se solazaban en alguna pradera de la ribera.
Tan
bien actuó Lázaro en aquella cita que, Valeria, intuitiva como era, sólo acertó
a notar en él un poco más de seriedad y, también, el abandono de una actitud
protectora que Lázaro solía prodigarle sin que ella la necesitase, pidiera o le
gustase. Pero, curiosamente, esos pequeños cambios, agradaron a la chica y le
hicieron creer en un Lázaro más maduro, con más aplomo, cuyo comportamiento se
parecía, por momentos, más al de un hombre que al del muchacho que hasta
entonces había conocido.
Lázaro
se sentía seguro de sí mismo. Aprendió lo útil que era callar cuando convenía. Notó
también cómo Valeria, sin recelar de él, parecía más a gusto a su lado. A ella,
ignorante de donde procedía, le gustaba aquella especie de pose. Lázaro sabía
que todo era impostura, que había hecho de la necesidad virtud, que el origen
de aquello había sido su amargura y que, en el fondo, se comportaba como un
actor cuidando los detalles. Incluso, pensó con sorna, que deberían ficharle
los de la asociación Pantomima para su próximo drama de celos.
El
primer encuentro con Hilario lo tuvo en compañía de Valeria y de otros
habituales de aquellas tertulias socio-culturales.
Hilario
entró en la cafetería y puso la inevitable cara de fastidio al ver a Lázaro. Enseguida
pasó del disgusto al mohín de desdén y saludó obligadamente, al grupo en
general y, luego, a Lázaro en particular:
-Hombre,
¿ya te has repuesto? ¿Alguna novedad en tu fascinante vida en la residencia? –dijo,
dando por sentado que había estado enfermo y mofándose, seguidamente, del
modesto y rutinario trabajo del muchacho.
-Sí,
ya estoy bien. Ya sabes, mi vida es tan lineal como mi pensamiento. Otra cosa
eres tú, que pareces llevar una vida más compleja y excitante, ¿cómo te va? ¿Te
las arreglas bien? –repuso Lázaro con el gesto serio y una seguridad a la que
Hilario no estaba acostumbrado.
-¿Cómo?
¿Qué quieres decir? ¿Qué es esa tontería? –no le quedó otro remedio que
contestar a Hilario, pues todos se sorprendieron por la salida de Lázaro y por
el hecho de que el muchacho, aquel día, no estuviese inseguro y a la defensiva.
-Pues,
lo dicho, que mi vida es simple y cualquier cosa se me antoja fácil. Sin
embargo, Hilario, me intriga más tu fascinante vida: la laboral, la cultural, la
familiar, la afectiva, con todas esas esferas que cultivas y que la hacen tan
atractiva y tan compleja –dijo Lázaro con meditado cinismo.
Hilario,
antes de contestar, y mientras Lázaro terminaba su irónico comentario, echó una
mirada a Valeria tan breve como intensa. Sin respuesta en los ojos de la
muchacha, contestó intentado ser intrascendente:
-No
creas, mi vida es tan común como la tuya.
-¿Ah
sí? No me digas. Entonces, ¿es posible que tengamos los dos algo en común? Me
cuesta creerlo, sería la primera vez que lo admitieras.
Hilario,
desconcertado por la evidente indirecta, miró a la barra y dijo:
-Perdonadme
un momento, voy a saludar al amigo Laborda que hace un siglo que no le veo.
Y
se alejó, un algo amoscado, hacia la barra en un acto de retirada que ninguno
acertó a comprender, pero que a pocos pasó desapercibido.
Lázaro
comprendió al instante que manejar hábilmente sus cartas le empezaba a dar
bazas ganadoras en envites de los que siempre solía salir descalabrado. Y la
vanidad se adueñó del ego del muchacho haciéndole creer que, además de
comportarse definitivamente como un adulto, podía elevarse por encima de los
otros.
8 comentarios:
Ay, "la gozosa nube de la ignorancia", qué frase tan redonda, tan acertada y tan bonita.
Me parece que abandonar la visceralidad en las reacciones es un síntoma de madurez. Y es evidente que lázaro ha madurado, pero no, como él cree, porque se haya vuelto calculador, sino porque está superando batallas interiores muy intensas, como demuestras en cada entrega.
Hablas de vanidad, la vanidad de Valeria (la seductora) y la vanidad de Lázaro (el triunfador). En cualquier caso, no deja de ser vanidad, que todo lo mueve y todo lo gobierna.
Como siempre, brillante.
Gracias, Sara.
La madurez de Lázaro no está exenta de otras cosas nocivas.
La vanidad es una mala compañía porque sus efectos los notan más los demás que los que van con ella de la mano. El orgullo y la soberbia son sus hermanas y, ni siquiera los más viejos y sabios, se libran de ese trío. Pero bueno, veremos cómo acaba esto.
Me parece muy interesante la capacidad analítica de Lázaro, y su "recorrido" psicológico, cómo va añadiendo nuevas capas a su mundo anímico.
Está muy bien reflejado cómo va dando bandazos emocionales, sin saber muy bien -aunque él crea que sí- cómo gestionar todos esos aprendizajes y esos pasos que va dando por el camino hacia la vida adulta.
Ángeles, el aprendiz va conociendo sentimientos con los que antes no se había enfrentado. Se apaña como puede para lidiar con ellos.
Le gusta superar lo que le parece más animal en él pero nunca está seguro de poder hacerlo.
Gracias por el comentario.
Lázaro espabila y se va adaptando al mundo. Aprende pero también pierde su ingenuidad. Por un lado es lógico, se tiene que defender pero da cierta pena. Se va a volver como todos los demás. O no. Eso ya nos lo irás contando.
Sí, Palomamzs, parece que ese es su sino.
Muy bien contadas esas emociones de Lázaro, su desconcierto, ese no saber cómo actuar y al final ese no decir y disimular que le lleva a intentar poner el conocimiento de su parte, dura la decepción y terrible la ira y la rabia.
Interesante evolución.
Saludos
Conxita, todos lo impulsos de Lázaro, como sus decepciones, son nuevos. Y poco a poco tendrá que modelarlos.
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