Apenas pudo Lázaro disimular su evidente y
repentina alteración ante su amigo.
Miguel Alvira cerró el libro que tenía entre las
manos y observó a Lázaro inquieto, nervioso, como súbitamente mareado. No adivinaba
lo que a su amigo le había trastocado. Lo atribuyó a esa especie de
desorientación, que él mismo había experimentado, tras usar los prismáticos tan
largo rato y, sobre todo, a la concentración mantenida en ese tiempo por Lázaro.
A veces una concentración tal daba síntomas de mareo, lo sabía por experiencia.
Así se lo dijo. Lázaro no lo negó pero, lejos de desengañarle, no le contó que
no fueron los prismáticos, sino lo observado fortuitamente con ellos, lo que le
había roto algo por dentro.
El educador sintió urgencia por marcharse. Miguel,
amablemente, le invitó a volver para disfrutar de aquellas vistas en otra
ocasión o revisar tranquilamente la bliblioteca de su padre. Lázaro, dando las
gracias con una cortesía exagerada y abrumado por una seriedad que su amigo no
esperaba, supo con toda seguridad que nunca volvería. El sitio quedó asociado
en su mente al primer desgarro serio que sufrió en un lugar donde, hasta ese
momento, sólo la felicidad le había acariciado. Aquellas vistas jamás le harían
disfrutar, como pensaba su amigo. Y, de la biblioteca del padre de Miguel, Lázaro
se había olvidado totalmente.
Tras balbucear unas excusas tan poco convincentes
como precipitadas, le dijo a Miguel que volvía a la residencia porque sus
deberes allí le requerían. El anfitrión no terminaba de entender su sombría seriedad
y aquella repentina prisa. Se quedó en suspenso cuando, tras acompañarle a la
puerta, lo vio alejarse cabizbajo.
Lázaro caminaba precipitadamente, sin mover la
cabeza, con los ojos fijos en el suelo. Con su cerebro en ebullición llegó,
como un autómata, a la residencia. Vigiló, totalmente desinteresado y ausente,
el estudio de la tarde. Durante la cena estuvo callado y apenas probó bocado. Tan
pronto como en los dormitorios se apagaron las luces, se acallaron los murmullos
y se hizo el silencio, abandonó la residencia.
Salió caminando sin rumbo pero enérgicamente, sin
otra intención que mover el cuerpo y quemar la energía que se le acumulaba
dentro. Su mente era una hoguera de sentimientos desordenados y su pensamiento
bullía entre desconcertantes conjeturas.
Se sentía acorchado interiormente por una angustia
que le subía garganta arriba sin poder brotar por parte alguna y, su mente, sorprendida
por la rotundidad de lo imprevisto, se ahogaba entre el aturdimiento y el desorden
de sus pensamientos. Caminaba a
zancadas, vigorosamente, queriendo aliviar la tensión interior con el ritmo
profundo de su respiración.
Atravesó el viaducto apresuradamente, sintiendo la
oscuridad y el vacío que había bajo éste, cosas ambas, que ahora también él sentía
en su interior. Y le dio angustia el viaducto por eso de que las cosas afines
pudieran atraerse. Y fue ese un pensamiento que le asustó por nuevo, por no haberlo
sentido antes ni en otro lugar.
Era tarde y quedaban pocos sitios abiertos y, por
las ventanas de los bares que aún tenían luz, vio a los camareros recogiendo y
afanándose para cerrar cuanto antes y marcharse a casa. Así que Lázaro, para no
incordiar a aquella gente cansada, no entró en ninguno de los bares del centro.
Caminó hacia los arrabales sin conciencia de ello, mecánicamente, sólo por no
dejar de andar.
Sin pensarlo se encontró empujando la puerta del
bar del burdel. Su presencia fue acogida con la distante expectación de
siempre, aunque con algo de extrañeza, en los camareros, por no ser fin de mes.
Pidió una copa, cosa inusual cuando iba allí, y el encargado, sin duda avisado,
bajó enseguida. Al ver que el camarero le iba a servir un cubalibre detuvo a
éste con un gesto e invitó a Lázaro a subir al salón de arriba. Allí, le dijo,
se encontraría más cómodo y en un ambiente más discreto. Lázaro se lo agradeció
y le siguió escaleras arriba.
Una vez que Lázaro se sentó en uno de los sofás, el
encargado le sirvió. Le puso ginebra inglesa y dejó la botella en una mesita frente
a él. Lázaro, acosado por el flujo incesante de sus desordenados pensamientos,
no dijo palabra y quedó estático mirando al vaso con la combinación. El
encargado, tras unos segundos de titubeo, le dejó solo.
Distraidamente Lázaro observó el salón, miró la
salamandra, los angelotes y los cortinones en tonos pastel e imaginó que se
encontraba en la antesala artificial y muda de un averno disfrazado de Olimpo.
Fue un pensamiento triste y fugaz que le permitió alejarse por unos instantes
de sí mismo.
Como si por dentro tuviera el ronco zumbido de una
colmena en plena agitación, bullía su mente en sentimientos alborotados e ideas
fugaces. Por el momento, unos y otras continuaban sin sedimentarse, moviéndose
sin orden. Era como si su cabeza estuviera repleta de pájaros asustados que
torpemente chocaran entre sí buscando un escape. Era una bandada chillona
imposible de apaciguar, de hacer callar. Anhelaba un mínimo de orden que le
permitiera pensar y colocar una cosa tras de otra. Luchaba por conseguir una tregua
momentánea con su mente, por apaciguar la hoguera interna que le consumía.
Ahora todo comenzaba a tomar cuerpo y sentido.
La admiración de su querida Valeria por el profesor
era algo más, y también algo distinto. Pero, en tal caso, por qué inició un idilio
con él. Acaso no se veía con Hilario antes de que comenzaran a frecuentarse y a
iniciar lo que Lázaro pensó, hasta ese día, que había sido un compromiso.
Y luego venía la actitud de Hilario, a la que ahora
encontraba explicación. Su incomodidad porque él se hubiera metido por medio
denotaba, sin duda, que, antes de que él entrara en escena, Hilario y Valeria
ya se veían. Comenzaba a verlo claro, las cosas iban casando, tenían sus
razones y sus antecedentes. Pero, si era así, por qué Valeria se entregaba a él,
de un modo que siempre le pareció sincero, y cómo podía hacer lo mismo con
Hilario al día siguiente o, quizá, solamente unas horas después.
El que Hilario no hubiera puesto las cartas boca
arriba tenía una razón clara: estaba casado.
Y a todos estos hechos les daba Lázaro incesantes
vueltas, incapaz de verlos desapasionadamente, buscándoles las explicaciones
más complicadas y, a veces, más peregrinas. El destrozo interior que padecía el
muchacho se le hacía insufrible. Y no se daba cuenta de que, la mayoría de lo
que aprendemos, por la vía de los sentidos nos entra, con dolor o sin él.
Aunque Lázaro, deshecho y confundido, no estaba para asumir tales conclusiones,
ni ganas tenía.
Fue entonces cuando reparó en que una mujer, que
aparentaba entre veinticinco y treinta años, le estaba sirviendo una segunda
copa. Con la noción del tiempo perdida, hacía un momento que había acabado la
primera. La mujer le sirvió sin comentarios y con una cara que no era alegre,
ni seria, ni triste. Seguramente, advertida de su supuesta identidad y notando
su aspecto ausente, prefirió no hacerse notar. Era guapa, de mediana estatura,
morena y con el pelo sumamente liso y lustroso, cortado a media melena y con un
flequillo sobre la frente que terminaba recto un dedo por encima de las cejas.
El escote del vestido dejaba ver el inicio de los senos, sin exageraciones de
mal gusto, y una raja lateral de la falda, más discreta que ostentosa,
mostraba, según se moviera, hasta medio muslo de apariencia suave y un color
muy blanco que contrastaba con el negro raso del vestido.
Si aquella mujer era una prostituta, y por el lugar
no había duda, no le daba la impresión a Lázaro de que la agraciada morena
diera el tipo o, al menos, la apariencia descarada y vulgar que solían ofrecer
las de su oficio. En todo caso, un maquillaje algo excesivo en los ojos y unos
labios, a juego con las uñas, de un tono rojo intenso, como recién pintados, le
daban un toque que se salía de lo habitual y una apariencia de carnalidad
atrayente.
Ante aquella mujer tranquila y hecha, Lázaro se azoró un poco y ella, que lo
notó al instante, le facilitó las cosas:
-Parece que estás algo preocupado.
-¿Cómo lo sabes? –respondió Lázaro con una
seguridad fingida.
-Llevo sentada aquí, casi al lado, casi media hora
y he notado que ni me habías visto.
-¿De veras? Tal vez hacía como que no te veía.
-No. Yo sé que no me has visto.
-Llevas razón, no me había dado cuenta de que
estabas.
-¿Qué te preocupa? ¿Alguna mujer, algún negocio?
–tras la pregunta guardó silencio unos instantes pero, enseguida, añadió- Aunque,
a tu edad, seguro que se trata de una mujer.
La prostituta dijo esto último sin titubear, pero
también sin darse ningún aire.
-Sí, y no sé a qué carta quedarme con ella. Estoy
confundido.
Ella sonrió levemente, tal vez contenta por haber
acertado.
-Es lo bueno que tenemos las putas. Con nosotras
está siempre todo muy claro. Me llamo Camelia, ¿y tú?
-Lázaro.
Tal vez por el efecto del alcohol y la tranquila e
inesperada compañía, el muchacho se había serenado. La aparición de Camelia le
había sacado inesperadamente de la tortura de sus pensamientos, le había
devuelto a la simple realidad de aquel local, había tenido un efecto sedante
para él. Conversaron un buen rato sin que él se sincerara del todo con ella, ni
ella le molestara indagando más allá de lo que él quiso contarle.
Ante las palabras de la prostituta y a lo largo de
la tranquila conversación, se preguntó Lázaro, entre el dolor atemperado y el
rencor tibio que seguía sintiendo, cuál de aquellas dos mujeres resultaría más
de fiar si Valeria o aquella tal Camelia, la morena aplomada y tranquila que,
sin resultar molesta, se había sentado a su lado en el sofá y se había
declarado del gremio sin alterarse ni salirse de tono.
Cuando Lázaro despertó, se encontró con un brazo
sobre la espalda desnuda de Camelia. Se sobresaltó y se incorporó rápidamente
en la cama y, enseguida, saltó de ella. Tomó el reloj que había dejado en la
mesilla. Eran las seis de la mañana. Había de volver lo antes posible a la
residencia, los estudiantes se levantaban a las siete.
-¿Qué te ocurre? –dijo ella incorporándose somnolienta
y encendiendo la luz pulsando una perilla que colgaba sobre la cabecera de la
cama.
-Me tengo que ir. Dime qué te debo.
-No seas tan brusco. No estropees las cosas. Por
estrenarte, con una del oficio, invito yo. No quiero que tengas mal recuerdo
–dijo Camelia con tranquilidad, y, tras un par de segundos, añadió – Aunque, si
vuelves, ya será otra cosa.
-Mi recuerdo será bueno, pero tengo que pagarte
–dijo Lázaro, queriendo aparentar aplomo.
-Mi cuerpo es mío –dijo tranquilamente Camelia,
sentada en la cama al tiempo que se encendía un cigarrillo- Es de las pocas
cosas que tengo claras. Así que, por hoy, olvídate. No voy a cobrarte.
Lázaro la miró fijamente. La mujer recién salida
del sueño, sentada en la cama indolentemente, con el pelo desordenado y los
pechos desnudos, le pareció una vista tan serena y bella como la de un paisaje.
Camelia, dando una calada al cigarrillo, le devolvió la mirada. Así se
despidieron.
¿Cómo una mujer tan entera y hermosa tendría aquel
oficio?, pensó Lázaro. Sin embargo, la calidez de la mujer y el tono
confidencial que con él tuvo, no le hicieron plantearse la denigración que, en
otro momento, le habría producido el haberse acostado con una mercenaria.
Luego se dio la vuelta y, una vez totalmente
vestido, dejó la habitación. Sin más palabras.
Sin duda le faltaban por aprender muchas de esas
cosas que se aprenden porque sí, sin intención siquiera.
Salió de aquel garito por una puerta lateral y el
fresco de la madrugada helada de Alfambra le cortó la cara. Todavía no había
amanecido.
Sonó un disparo. La Calle Adarve estaba, para su
sorpresa, llena de policías uniformados
y dos coches hacían girar sus luces destelleantes.
-¿Lo habéis cogido? –dijo
alguien de paisano.
-Sí, pero he tenido que disparar
para que viera que iba en serio.
-A ver, ¿quién va por ahí?-
voceó alguien en la oscuridad y dos fusiles, tras el crujido de sus cerrojos,
apuntaron inmediatamente a Lázaro.
-No se mueva.
Lázaro se quedó inmóvil y con las manos separadas
del cuerpo. Uno de los policías de paisano se acercó. Una linterna le deslumbró
cuando le iluminó la cara a tres palmos de distancia. Tras unos segundos,
cegado por la luz, oyó decir al policía:
-Dejadle pasar, puede seguir.
6 comentarios:
Tu texto es un regalo en esta mañana de domingo. Como siempre, me quedo con esa profundidad psicológica que derrochas en todas tus narraciones.
Es interesante ese contraste que ofreces entre las dos mujeres. Camelia se me ha hecho simpática nada más aparecer. Leí una vez en una novela que "para ser puta no te tiene que gustar, basta con que no puedas ser otra cosa". Quizá ésta sea la respuesta a la pregunta de Lázaro.
Me gusta internarme en tus reflexiones, y que esboces la posibilidad de que una "mercenaria" sea más leal que otra que no lo es.
Arrebatadora novela que sigo con entusiasmo.
Besos, Soros.
Hola, Sara. Un regalo que se da con mucho gusto, tanto al escribirlo como al publicarlo.
Lázaro, con respecto a Camelia, se sorprende de que tenga ese oficio porque, al parecer, él tenía otra idea de las prostitutas. Puede que todos nosotros tengamos ideas formadas de otros colectivos, sin ninguna prueba como le pasa a Lázaro. Pero, no sé por qué, las personas tendemos a juzgar a otros grupos distintos a nosotros con estereotipos heredados de no se sabe cuándo. Ya conoces, por ejemplo, la Leyenda Negra sobre los españoles que comenzó en el Renacimiento y cuya sombra aún nos persigue y puede que nos persiga siempre.
Me alegra mucho que sigas con gusto esta novelilla y, como siempre, que hagas algún comentario. Eso me anima.
Besos y muchas gracias.
A Lázaro le pasa de todo y a gran velocidad.
Va a aprender mucho y en poco tiempo.
Sí, Palomamzs. Eso parece.
Pobre Lázaro, qué mala es la decepción y sentirse traicionado hace que uno tenga que recomponer todos los esquemas.
Me ha gustado el personaje de la prostituta y su manera sencilla de ver la vida, otra lección que Lázaro deberá aprender, como todos, que los estereotipos no siempre funcionan.
Saludos
Sobre todo, Conxita, cuando todos esos sentimientos se experimentan por primera vez.
Además era la primera vez que Lázaro se relacionaba con mujeres.
Entre tanto sentimiento nuevo, el joven naufragaba.
Saludos.
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