01 marzo 2017

12.-El Aprendiz: Amor y desprecio


Para Lázaro iban pasando las semanas placenteramente, gozando de los  nuevos regalos que la vida le proporcionaba. Y tantos alicientes encontraba, que sus cambiantes caprichos se adueñaron de su voluntad y gobernaban su tiempo libre. Dedicaba su ocio a leer de modo anárquico las cosas más diversas, a acudir a las tertulias de sus admirados amigos, a participar en las actividades más variadas y, sobre todo, a salir con Valeria.
Por otro lado, cumplía irreprochablemente con sus obligaciones en la residencia. Sin embargo, iba paulatinamente, si no abandonando, posponiendo los estudios reglados a los que se hallaba ligado y a los que terminó por dedicar más desgana que tiempo.

Su vida encajaba más con las ensoñaciones que con la realidad. Llenó su mundo de ilusiones intelectuales, de etéreas discusiones, de conversaciones sin fin, de tertulias culturales y de los atractivos desvaríos que seguían a las sobremesas y a las copas. Lázaro gozaba en aquel ambiente.
Según avanzaba en sus lecturas, más se atrevía a intervenir en aquellos debates y le producía una satisfacción creciente el sentirse escuchado por quienes admiraba.
Con Valeria cada vez pasaba más tiempo, compartiendo con ella una vida excitante de escapadas, hecha de espacios robados a las obligaciones que ambos debían al estudio.

No obstante, era puntual en su compromiso con el comisario.  Daba, premeditadamente, a aquellos informes quincenales una forma florida y abundante que ocultaba un fondo vacío. Y, en su redacción, se divertía. Era una especie de entretenimiento cruel en el que se deleitaba contando las cosas más nimias habladas en las tertulias. Procuraba abundar en ellas, a sabiendas de que maldito lo que le importarían al cuadriculado policía todas aquellas filigranas intelectuales.
Disfrutaba pensando que hacía perder el tiempo al hombre que lo tiranizaba. Hacerle leer sus aburridos informes, llenos de comentarios pretenciosos y voluntariamente extensos sobre literatura, filosofía, cine, arte, etc., era su forma  de venganza. También, el modo de demostrar, o eso creía Lázaro, lo muy por encima del funcionario que, culturalmente, se encontraban aquellas personas a las que Mansoz se obstinaba en espiar.

Pero Lázaro, sin notarlo, se había acostumbrado dócilmente a aquellas servidumbres, de las que culpaba exclusivamente a Mansoz, olvidando el dulce contrapeso del dinero. Dinero cuya posesión le estaba creando hábitos nuevos, antes desconocidos e impensables, que ahora le encantaba satisfacer y que, paulatinamente, se convirtieron primero en frecuentes y luego en habituales. Y  así, no era Mansoz quien le tiranizaba, el dinero lo hacía en su lugar. Pero de esto Lázaro, pletórico de juventud, vanidad e ignorancia, no se daba cuenta. Porque un joven es ciego a sus defectos. Y, sin verse a sí mismo, veía todo lo demás distorsionado.

Como todos sus conocidos, profesores y estudiantes en su mayoría, tenían obligaciones, y no solían verse hasta por las noches, excepto los fines de semana, a Lázaro le sobraba tiempo para, a la menor oportunidad, intentar verse con Valeria. Veía en ella una cómplice decidida, con una especie de arrojo que en Alfambra no era frecuente entre las muchachas de su edad. Ella estudiaba también pero, cada vez con mayor frecuencia, accedía a las intempestivas peticiones de Lázaro y sus ratos en común fueron paulatinamente en aumento.

A Lázaro le gustaba cada vez más la muchacha y le excitaba el erotismo que crecía entre ambos y, además, ella parecía gozar de esos momentos tanto como él.
Lázaro pensó que todo aquello ocurría por alguna extraña predestinación, por ese destino que, a los jóvenes, se les antoja único y excepcional. Sin embargo, tal vez fuera sólo que Valeria compartía con él edad, gustos, deseos y, últimamente, bastante tiempo. Quizá también, aunque eso a Lázaro no se le ocurría, fuera por ser el suyo el corazón amante y parejo en edad que, pendiente de ella, Valeria tenía más cercano.

No tardaron en llegar al sexo pleno por primera vez. A Lázaro le pareció algo sublime. Y quedó admirado por la reacción sencilla y natural de la muchacha ante el hecho. Acostumbrado a la temerosa renuencia de otras chicas, a Lázaro le pareció que Valeria lo estaba deseando. Le admiró que él apenas tuviera que insistir ni poner empeño por su parte, que todo viniera rodado como si fuesen dos seres compenetrados, como si los dos se hubiesen estado esperando mutuamente.
A partir de aquel momento Lázaro decidió, sin duda alguna, que sin ella se sentiría abandonado y solo. Y así le dio a aquella experiencia un valor mucho más profundo y trascendente del que pudiera haber tenido para otro. Le pareció que ambos habían entrado en otra esfera íntima y única, y que el mundo de sus sentimientos había desembocado, por la vía del sexo, en una comunión y en una especie de unidad inquebrantable. Cosas que, en la muchacha, Lázaro daba idénticamente por sentidas.
Y lo creyó sin que mediara prueba alguna de ello, ni siquiera un intercambio de palabras. Y precisamente, pensó él,  sin necesidad de palabras había de ser aquello, y así lo tenía por cierto y seguro, como cosa de cajón. No se le ocurrió consultar tal sentimiento con ella, por parecerle cosa indudable que era el sexo la prueba más firme de la segura exclusividad de los afectos. Y así, quedó Lázaro atrapado en un sincero sentimiento que trascendía lo sexual, pero que con ello se retroalimentaba.
Lázaro se había enamorado. Fue su primera vez. Y, al menos a él, le pareció que era ciertamente la definitiva, porque aquella aparente coincidencia no podía ser algo casual ni caprichoso, sino el germen de un amor imperecedero para el que, sin duda, ambos estaban predestinados. No había lugar a titubeos: el sexo era la desembocadura del amor. Aquello era la plenitud total. Estaba convencido.

El grupo, con el que ambos se relacionaban, enseguida se percató de aquella relación amorosa. A nadie le extrañó, era lo natural.
Todo parecía ir bien si no hubiera sido por las reticencias, repentinas e inesperadas hacia el sentimiento de Lázaro, con que uno de los profesores, hasta aquel momento indiferente, empezó a ejercitarse.
Primero lo hizo con disimulo y como en broma, después, con inequívoco, creciente y ostensible desparpajo.
¿Qué tenía aquel tipo contra él?
A Lázaro se le hicieron evidentes las burlas que en un principio fingía ignorar y, después, insufribles las cínicas e hirientes palabras, cada vez más directas de aquel tipo.
Además de las reticencias burlonas, las cosas se fueron enconando pues, el tal profesor, que lo era de filosofía, era un hombre de unos treinta años y no perdía la ocasión, cada vez que Lázaro abría la boca, de dejarle en ridículo mofándose de sus pobres conocimientos de aprendiz, deslumbrado por todo. Se hablara de lo que se hablara en las tertulias, no dudaba en desmontar públicamente cualquier argumento que al muchacho le pareciera consistente y reducirlo al ridículo más simple. No titubeaba en mostrar un frío desprecio ante cualquiera de sus intervenciones y opiniones, o de ningunearle tanto como le fuera posible a la menor ocasión. Y había que reconocer que, un hombre del cuajo y formación del profesor, tenía posibilidades de hacerlo en todo momento y que, si no lo hacía más veces, era seguramente por pereza.

Era la primera vez que el novel Lázaro empezó a sentirse incómodo en las tertulias de sus apreciados intelectuales.
De todos los desprecios, que el muchacho acusaba en su amor propio, era lo más hiriente la auto asumida superioridad del profesor. Sin duda, esa enorme solvencia que el filósofo esgrimía y ante la que él nada podía hacer, le descorazonaba. Siempre se quedaba carente de argumentos en las discusiones, falto de rapidez en las respuestas, corto de reflejos y yermo de imaginación, al intentar devolver los vapuleos verbales que las descaradas ocurrencias y el brillante ingenio de su interlocutor le propinaban.
Así le fue tomando a Hilario una inquina cada vez más fuerte y enconada. Por su parte, el filósofo, no le tenía consideración alguna y le desdeñaba tan pronto como le veía aparecer, sólo con mirarle compasivamente y mostrarle su sonrisa tranquila de superioridad solvente y aplastante.

Llegó un momento en que la mera presencia de Hilario, el profesor, era una molestia insufrible para Lázaro. A tal punto de incompatibilidad llegaron.
Interiormente, al joven educador, le desesperaba aquella altanería de corte tan fino y sutil aunque, a veces, también fuera hosca y descarada. Sin embargo, fingía que no le incomodaba la actitud de Hilario. Procuraba no perder los papeles e impedir que, un arranque de temperamento, le impeliera a suplir con violencia, aunque sólo fuera verbal, lo que le faltaba de madurez, temple, formación, ironía y conocimientos.
La tirantez entre los dos se hizo evidente en las reuniones. Entre los habituales las sonrisitas se hicieron frecuentes ante las intervenciones de Hilario para, siempre que podía, dejar en evidencia, cuando no en el ridículo más crudo, a aquel voluntarioso debutante en cuestiones dialécticas.

Para colmo de desdichas Valeria, en el instituto, era alumna de Hilario y a ella, según decía, el profesor le caía bien y, al parecer, no sentía como propios los acerbos ataques de éste hacia el muchacho. Es más, Lázaro, alguna de las veces, observó de reojo como la chica miraba al profesor con esos ojos de admirada entrega que, como fue aprendiendo a lo largo de la vida, se les ponen de vez en cuando, o tal vez sólo cuando quieren, a las mujeres.

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8 comentarios:

Sara dijo...

Vaya, vaya, pues no sé si este amor y este desprecio van a estar, a la larga, relacionados. Eso me lo dirás tú... En próximas entregas, por supuesto.

Me he reído de lo lindo con las florituras de Lázaro en los informes que envía a Mansoz.

Es un síntoma de que Valeria no está enamorada de Lázaro (me parece a mí) el que no sienta los ataques de Hilario como algo propio. ¡Nein, nein, nein, se ha pasado al enemigo!

Besitos.

Soros dijo...

Sara, nunca se sabe dónde está el enemigo. Por eso Lázaro se topa con varios sin haberlos buscado.
Muchas veces las cosas son más evidentes para los que las observan que para quienes las protagonizan. Y los que, como Lázaro, empiezan a desenvolverse en la vida suelen ser bastante incautos.
Gracias por tu comentario.
Besos.

Ángeles dijo...


A pesar de su ingenuidad, Lázaro es un chico listo. Por un lado, la sucia tarea que le ha impuesto el comisario la cumple pero intentando ensuciarse lo menos posible, o esa es su pretensión; y por otro, a pesar de que sufre con el trato que le da el profesor (profesorcillo, diría yo), es consciente que no está a su altura intelectual y se guarda de caer en la trampa de la provocación.
Dentro de las limitaciones de su inexperiencia y su ilusa visión del mundo, propia de la poca edad, a mí me parece que se va desenvolviendo bastante bien.

Están muy bien reflejados los sentimientos, las ilusiones, la confusión... todo ese batiburrillo de emociones que nos ataca en la edad turbulenta.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles.
Aunque algunos creen que la edad turbulenta no está muy definida y que las turbulencias se pueden presentar a muchas edades. Pero aquí está claro a qué te refieres. La edad de Lázaro es la edad en que más se titubea y en la que muchos creen tenerlo todo claro cuando en realidad no saben casi nada. Es una edad en que se mezcla la timidez y la duda con la temeridad y la audacia. Una edad en la que se aprende, tal vez, más que en otras. Eso sí, a fuerza de equivocaciones mucho más evidentes y hasta ridículas. El tacto no se consigue en un momento. El roce con la vida nos lo va dando. Es como una lija abrasiva que nos pule con el tiempo.

Anónimo dijo...

Me da a mí que el tal Hilario se quiere ligar a la novia de Lázaro y por eso le deja tanto en ridículo. Ya me ha caído mal.
Lázaro es un romántico, eso me gusta.

Soros dijo...

Palomamzs, no te digo ni que sí ni que no. Pero ya veremos lo que da de sí la historia. Porque lo importante son siempre los detalles.
Cuando todo es nuevo, como en el caso de Lázaro, todo lo tienes a favor para ser romántico.

Conxita C. dijo...

Uy pobre Lázaro los celos y esos sentimientos incómodos de sentirse inferior o que se lo hagan sentir son un buen caldo de cultivo para otros sentimientos aún menos nobles, me da a mi que el pobre Lázaro y sus turbulencias se está metiendo en algo que se puede descontrolar. Está perdiendo el norte que lo aferraba a lo qué quería y se olvida de cómo consigue esa mejora en su estado.
Un saludo

Soros dijo...

Conxita, gracias por el comenario.
Lázaro va en una nave a la deriva que él cree gobernar pero ya veremos dónde le van llevando los acontecimientos.
Saludos.