20 marzo 2016

Elogio de la política

Nadie está a salvo de lo imprevisto. A ninguno nos garantizaron al nacer que la vida nos iba a tratar de una manera o de otra. Jamás se le dijo a nadie que el mundo debía ser justo y que todos, en él, tuviésemos derecho a las mismas prerrogativas y posibilidades. El deseo, pues no deja de ser una aspiración, de encontrar justicia y equidad es sólo una idea que nos inculcaron artificialmente y que, el contraste con las vivencias diarias, demuestra que sólo es un afán, una apariencia, una quimera. Resumiendo: una falacia.
Es cierto que algunas sociedades, unas más que otras, se esfuerzan en promulgar leyes que, cándidamente, buscan garantizar lo imposible: justicia, igualdad, solidaridad, libertad, fraternidad, bien común, etc. Muchos creen en estas normas y se desviven en velar por su cumplimiento. Y, en su utópico delirio, hasta piensan que el planeta que habitamos no tiene dueño e, incluso, llegan a argumentar que es una propiedad común de todos los que lo habitamos por el mero hecho de haber nacido. Y, con estas ideas peregrinas, pasan la vida sin darse cuenta de lo profundo de su engaño. Y sostienen que forman una especie de comunión con el género humano que, aunque muchos creen intuir, a nadie consta su existencia. Pero ellos gozan soñando despiertos. No acierto a comprender cómo confunden lo que imaginan con la realidad.
Como a todos, a mí también intentaron educarme en conceptos más o menos parecidos a éstos, mas, apenas iniciado mi aprendizaje, comprobé que carecían de cualquier indicio de racionalidad.
Sí, admito que estas ideas en su conjunto son una manera de querer ordenar el funcionamiento de la sociedad pero, sin duda, no es el modo correcto de hacerlo. Y, además, me parece un acto de despotismo el pretender que todos aceptemos estos preceptos. Vamos, un atentado clarísimo a nuestra libertad. Y por eso nunca he acatado esas normas que te dan desde que naces y en las que se empeñan en educarte sin permitir tu libre pensamiento y tu propia evolución.
Debo reconocer, sin embargo, que el hecho de que una gran mayoría de personas acepte estos principios sin cuestionárselos y, además, intente seguirlos mansamente, ha supuesto una ventaja para mí. Pues siempre he sabido, salvo excepciones, con qué cartas jugaban mis semejantes, mientras que ellos, presumiendo que mi criterio coincidía con el suyo, jamás supieron mis deseos, mis pensamientos y, mucho menos, mis intenciones.
Pero, no es bueno ir contra corriente y, por eso, desde muy joven, aprendí a fingir. De no haberlo hecho me habría convertido en un rebelde. Y, a mi juicio, un verdadero rebelde ha de ser un desconocido, un personaje anónimo contra el que nunca se pueda ir abiertamente, pues jamás se manifiesta. Y, cuando un rebelde anónimo, pasa a ser conocido por algunos de sus actos, inmediatamente se le tilda de delincuente e intenta aplicársele esa tiránica ley que pretenden imponernos. Cuando un rebelde deja de ser anónimo ha fracasado.
El conjunto de la sociedad cree, les han hecho creer, que las mayorías, con su criterio adocenado, llevan siempre razón. Ya ven ustedes qué poco lógico es este supuesto y, sin embargo, muchos lo mantienen y creen ciegamente en él. No seré yo quien les desengañe si ellos, prescindiendo de la cordura, se empeñan en mantenerlo.
Lo cierto es que errores como éste facilitan la existencia a las personas que, como yo, tenemos criterios más racionales y recelamos, por sistema, de las opiniones que, por extendidas, se suelen dar por ciertas. De los errores comunes pueden vivir muy bien los seres singulares.
Algunos dirían que soy un ser sin conciencia. Estoy de acuerdo, pues la conciencia no es algo que venga con nosotros al nacer, sino que, por el contrario, son todo este conjunto de preceptos que nos inculcan, sin razón ni respeto a nuestro albedrío ni al vuelo libre de nuestra inteligencia, los que la constituyen. Con este atentado educativo, cruel pero incruento, nos construyen, desde niños, una especie de dique interior que nos incapacita para la libertad y el uso de la razón. Es, si me lo permiten, inhumano y atroz que las personas se constituyan en censoras de sí mismas. Pero a eso nos quieren llevar. Y sólo unos pocos hemos tenido la suficiente lucidez para fingir creerlo pero, a la vez, mantener un recio fuero interior que nunca lo aceptó ni fió en ello. Es difícil, lo sé, se necesita una gran reciedumbre moral para lograrlo. Empero, es posible conseguirlo.
Con leyes, religiones, costumbres e instituciones, en general, es mucho más práctico guardar las apariencias que empeñarse en batallar con ellas, pues no están hechas para respetar al individuo, sino para doblegarlo. He aquí una razón más para lo que yo llamo el anonimato socio-cultural.
Es cierto que son los hechos los que dan a conocer a las personas, pero quién conoce los hechos cuando pueden disfrazarse con mil palabras, quién puede juzgarlos cuando pueden esgrimirse inteligentes y creativos argumentos para respaldarlos y cuando, si preciso es, pueden aducirse las mejores intenciones para justificar los más deleznables de ellos.
Un ser libre, sin ataduras, sin ideas preconcebidas, un individuo que haya sabido preservar su individualidad, podrá lidiar fácilmente con cualquier aparente contradicción, pues su inteligencia le dotará siempre de instrumentos para salir airoso.
Que no nos construyan la realidad, que seamos nosotros los que la construyamos a nuestro antojo: esa es la grandeza del ser humano.
Y no, por más que muchos quieran pretenderlo, no soy un delincuente, no soy un criminal, ni siquiera soy un desalmado. Estoy mucho más allá de la delincuencia y del crimen, allende las anímicas creencias infundadas: soy un político. Me consta, pero, en caso necesario, puedo desmentirlo contundentemente.

2 comentarios:

Isidro dijo...

Fantástico artículo, Soros.

Soros dijo...

La realidad y la fantasía, a veces, van de la mano.
Gracias, Isidro.