06 diciembre 2014

XXXVIII.- El Renuncia: El santuario

De la carretera secundaria salía un camino a la izquierda. Era un camino viejo de firme irregular y pedregoso, a trozos, arcilloso, a trozos, comido por las erosiones del agua o invadido por los desprendimientos. No tenía apariencia de que se transitase por él regularmente y, por supuesto, en nada se parecía a esas pistas de tierra prensada que, de años a esta parte, recorren los domingueros ansiosos de buscar en ellas la libertad, prometida por la publicidad de su todo terreno.
MP y el Renuncia caminaban incómodos sobre la grava suelta y sus pies, mortificados por ella, pisaban inseguros, haciendo que su paso fuese vacilante y doliente. Tenía trazas el camino de haber sido importante alguna vez, pero ahora estaba descuidado y lleno de piedras y cascajo suelto. Iba entre dos laderas. Enseguida, al aproximarse éstas, el camino subía por la de la izquierda hasta que llegaba a un paso angosto con un barranco estrecho y profundo a la derecha. Arriba, en el punto más estrecho del congosto, donde la cuesta culminaba, había restos de una pequeña fortificación, en su día suficiente, para controlar o impedir el acceso.
Serafín encontró un trozo de herradura rojizo de óxido y pulido por el desgaste. En él se apreciaban los orificios destinados a los clavos que alguna vez la sujetaron al casco. Y, mientras miraba su intrascendente hallazgo, recordó las que tenía encastradas el Modacimas en la pared de la taina. Y se acordó de la burra que éste le vendió al gitano Maquila, y de cómo la miró alejarse con la desolación en el rostro, y también de su estampa desvaída con el mísero dinero que recibió por ella, los dos billetes, que le quedaron colgados de la mano como dos hojas lacias y ajadas de su propio otoño.
MP se paró bruscamente, sobresaltado por un aleteo repentino. A Serafín, a sus espaldas, le asustó también la inesperada vibración. Y los dos observaron el batir de alas, algo torpe al principio, y después el planear majestuoso de un búho real buscando con urgencia, laderas abajo, el refugio sereno de la umbría arbolada.
- El búho es el príncipe de la noche y, en ella, no hay ave que compita con él –dijo MP- sin embargo, durante el día, todas las otras aves carroñeras y rapaces le hostigan y le atacan sin piedad apenas le descubren. Hay quien usa como señuelo un búho disecado para atraer a éstas. Y da muy buen resultado. Al búho nadie le quiere de vecino.
El Renuncia escuchó extrañado la observación del viejo y se dijo que, entre los humanos, tampoco suelen ser aceptados de buen grado los que, de un modo u otro, son amigos de la luna. Pero calló.
El camino, tras las ruinas, se hizo descendente. El barranco se desplegaba de modo creciente en abanico. Se divisaba abajo una pradera acogedora y, a su derecha, el edificio antiguo del santuario como un cadáver incorrupto al sol.
Se les alegró el ánimo y el paso al descender por la solana. A medida que lo hacían vieron que el edificio era más grande de lo que de lejos parecía y que, además, se apoyaba contra una pared natural de piedra en la que destacaban, salpicadas, bocas de cuevas a distintas alturas. Tuvieron la sencilla y contradictoria sensación de regresar a un lugar en el que nunca habían estado.
Caldeados sus cuerpos por el sol tibio y sus ánimos por aquella peregrina idea, siguieron descendiendo. Apenas llegados a la planicie de la pradera, se sentaron sobre la hierba templada y mullida. Se desprendieron de los macutos y, tendidos, con un codo apoyado en el suelo, disfrutaron de la vista que el conjunto ofrecía.
Contemplaron la magnifica obra del santuario. Una edificación artística, pero maciza, que había soportado bien el paso de los siglos. Fumaron un cigarro y se recrearon viendo como las volutas caprichosas del humo se desdibujaban instantáneamente en el aire frente a aquellas formas pétreas, pesadas y recias que parecían querer representar la permanencia.
- Fíjate, Serafín, qué culto tenían los de antes por lo firme, por lo inmutable. Su esperanza de vida era mucho menor que la nuestra y, sin embargo, hacían construcciones con vocación perenne.
- Tampoco todas serían así. Esto es un santuario. De las viviendas humildes no creo yo que queden muchos restos.
- Llevas razón pero, hoy en día, ni siquiera se construyen obras excepcionales, como éstas, que den una idea de lo que pensamos.
- Creo que se equivoca. Las grandes obras, que hoy se construyen, son funcionales, interactivas, originales, buscan la racionalidad, el aprovechamiento del calor y del frío, son obras inteligentes, cambiantes, y más acordes con la forma de pensar de la gente de hoy. Con el diseño.
- Quizás lleves razón porque la gente de hoy, de creer en algo, cree en lo cambiante, lo que viene a ser parecido a no tener creencias ni seguridad en nada, porque vivimos en un mundo dominado por los medios de comunicación y quienes los rigen, y éstos, mientras nos atontan con la publicidad y nos entretienen con los espectáculos, nos muestran también una realidad cambiante, la que conviene, a capricho de los que controlan todo y que todo lo consideran diseñable y moldeable a su antojo y conveniencia. Y así somos, cada día más, la arcilla que el alcarrero pone en su torno y luego moldea a voluntad. Como si el primer alfarero que, según la Biblia, nos hizo del polvo de la tierra a su imagen y semejanza para que dominásemos sobre lo creado, nos hubiera convertido también en sus imitadores. Y así, parecemos empeñados cada cual en hacerlo todo a medida de nuestros deseos y, si es necesario, manipulando y torciendo las cosas para que a ellos se plieguen. Y somos capaces de hacer lo que convenga, sin hacer asco al manejo de nuestros semejantes, para que las cosas sean como deseamos.
Y Serafín calló porque no se le ocurrieron razones que pudieran descomponer las dichas por el viejo, y pensó que podía ser una forma de encontrar la libertad eso que el viejo y él hacían de ir por su cuenta, como dos gusanos perdidos pero fuera de toda influencia. Viviendo así podían ser considerados como dos excluidos sociales que era, por otro lado, lo que querían ser. Al menos de momento.
La Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha había puesto un rótulo polícromo y acristalado sustentado por una estructura de madera cruda, como las de antaño, pero que ahora llamaban ecológicas. En el panel informativo, situado junto a la puerta principal del santuario, podía leerse:
“Santuario del Beato Montago (s. XV-XVI)
El Barón de Montago, señor de los Airheads de Northumberland, según dice la leyenda y sostienen algunos historiadores, sin pruebas contrastadas hasta ahora, se estableció en este acogedor paraje en la segunda mitad del siglo XV, acompañado por sus más fieles adláteres que viajaron con él desde su Inglaterra natal. Vinieron, en un destierro voluntario, en pos del sosiego para sus mentes atormentadas por las guerras y en busca de alivio para unas conciencias escrupulosas.
Después de recorrer media Europa, el Barón se sintió subyugado por este enclave de la Serrezuela del Muedo y en él decidió establecer su definitiva y postrera morada.
Por la vida ejemplar que llevó, dedicada al estudio, el retiro y la oración, y por los portentos que se narran de las sus muchas e inexplicables curaciones de enfermos, fue este lugar centro de peregrinación durante años y vértice espiritual de la comarca. Por todo lo anterior, además de por el legado que hizo de sus posesiones, tierras y riquezas al obispado de Nogüenza, decidió la Iglesia, por edicto papal, concederle la beatitud y abrirle así el camino hacia la santidad en el año de 1671 por intercesión del obispo nogüentino Don Delicado Caifás Deogracias Forfree, a la sazón obispo titular.”
Continuaba el cartel informativo con explicaciones artísticas y unos planos de la planta gótica, con influencias evidentes del gótico de Lancaster, casi inéditas en la península, y con alguna nota más en la que mencionaba las distintas órdenes religiosas que habían habitado y mantenido el santuario hasta la Desamortización de Mendizábal. La tutela actual del sagrado lugar quedaba actualmente coparticipada entre las parroquias de Bloqueona y Tarudo, bajo la tutela natural del obispado de Nogüenza, titular de la herencia del Barón y albacea de todas las otras disposiciones que éste dejó en su testamento.
No tardaron en comprobar que el edificio estaba cerrado. En un cartel plastificado, pegado a la puerta, se anunciaba que el edificio se había vaciado de enseres, imágenes, cuadros y cualquier otro elemento de valor y que podía visitarse dirigiéndose al santero de Tarudo. Daba un teléfono fijo y otro móvil y dejaba constancia de que el donativo por la visita era de 2€ por persona.
Descubrieron que, adosada a un lateral del santuario y apoyada en la misma roca que éste, había una casa pequeña, de una planta, con una chimenea para la única habitación que contenía. Las cuatro paredes de la casa, excepto el espacio para la entrada y el hogar, estaban recorridas por un banco de obra de cuatro palmos de ancho sobre el que se podía dormir o descansar. La sólida puerta de metal no tenía cerradura, pero sí un cerrojo que permitía candarla por dentro. Sobre el hogar había cenizas y algún tarugo a medio consumir y, a su derecha, sobre la bancada, la madera apilada que a los últimos visitantes les había sobrado. Tenía sólo una ventana pequeña y con barrotes y la sólida puerta de metal. La ventana estaba a la derecha de la puerta y sólo se podía tener vista por ella subiéndose al banco. En el lado izquierdo del hogar una gran grieta, por la que cabía una persona, había sido dejada, sin duda ex profeso, para que quien lo deseara pudiera visitar la cueva a la que daba paso. Sin embargo, su ojo negro no invitaba mucho a exploraciones.
Con un escobón de mimbres que había en una esquina limpiaron el hogar y después la habitación. Reunieron algo más de leña en los alrededores. Localizaron, ayudados por la abundante junquera, un manantial que nacía en mitad de la pradera y que surtía, en un rebaje junto al camino, a una fuente con dos caños medianos. Vaciaron los macutos e hicieron recuento de viandas. Agua tenían y vino no faltaba. Con un recuerdo a Fortunato y María Luisa, inauguraron las hogazas y comieron con gusto. Luego salieron a fumar un cigarro sentados en el poyo de piedra que la casa tenía en su fachada. Vieron que la tarde estaba ya avanzada. Se deleitaron con aquella quietud y se dijeron que para qué se necesitaba de tanto ajetreo pudiendo disfrutar de aquello. Pero la respuesta iba con ellos por la inusual vida que llevaban, del mismo modo que la llevan puesta los que viven en el ajetreo urbano, solo que éstos no suelen planteársela.
Fue entonces cuando oyeron un ruido lejano. Parecía un motor. Enseguida vieron bajar una moto por el altozano donde ellos espantaron al búho y habían comenzado su descenso unas horas antes.

2 comentarios:

Isidro dijo...

La foto es excelente, Soros, y el relato en tu línea. Como siempre tomando nota.

Soros dijo...

Gracias, Isidro.
Tú tienes un estilo ameno y, en tus historias, siempre solitarias, se respiran observaciones muy certeras sobre el campo. Y leyéndolas también yo tomo nota porque hacemos bien aprendiendo de todos.