05 marzo 2014

XV.- El Renuncia: La mujer ideal

Serafín, tan pronto como don Macario se sentó a su lado, le puso en antecedentes sobre el doctor Machado. Cuando el Renuncia terminó, MP caviló un minuto antes de abrir la boca.
- Ese hombre no puede ser médico –sentenció MP.
- ¿Por qué no?
- Porque no se hubiera avenido a la condición que tiene ahora. Un médico, sea cualquiera su padecimiento, tiene recursos y está siempre respaldado para alojarse en una buena residencia y ser atendido sin pasar penurias.
- Le recuerdo que yo soy empresario, nada menos, y me hallo en esta situación por propia voluntad y decidido convencimiento.
- A usted le tengo por un caso raro. De esos que, siendo yo niño, decía el maestro de mi escuela que eran las excepciones que confirmaban la regla. Cosa, por cierto, que yo no entendía y que me parecía un modo de salir por encima. Porque, digo yo que a fuerza de excepciones, las reglas, en lugar de confirmarse, se desvanecerán. Pero así lo decía el maestro y así lo digo yo.
- ¿Es que usted no se ha visto nunca en situaciones en las que jamás había pensado en encontrarse?
- Pues sí, pero solamente cuando murió mi esposa. Durante el resto de mi vida han sido todos mis pasos calculados.
Sólo en ese momento se posó una sombra en los ojos de MP.
- ¿Hace mucho de eso?
- Poco más de dos años.
- ¿De qué murió?
- Murió a lo tonto. Un loco, o un borracho, o un drogado, o vaya usted a saber un qué, la atropelló en un paso de peatones.
- ¿Es que no se detuvo?
- ¿Es usted tonto? Ni se detuvo, ni lo detuvieron, ni se ha sabido de él o de ella hasta la fecha.
Serafín dejó de preguntar pues el ceño de don Macario estaba fruncido y su expresión era taciturna y también algo amenazadora.
- Las mujeres son la sal de la vida –dijo Serafín por ver si don Macario relajaba aquel gesto tan hostil de su faz.
- La mía era la sal, el vinagre, el aceite, el azúcar y todas las demás especias reunidas.
- Pues a mí, sépalo usted don Macario, lo que me gustaría es encontrar una mujer romántica. También yo, sin tener su experiencia, me he dejado seducir por el irresistible hechizo femenino. Verá usted: He soñado tantas veces con una mujer que fuera capaz de hacer mil y una locuras por amor, que hoy vienen parejas a mi mente las palabras mujer, ilusión y entrega generosa. Imagino una mujer a la que le interesen los hombres sencillos, que no busque más que a la persona, que no vea nada más en mí que el reflejo de su rostro en mis embelesados ojos. Sueño con una mujer que solamente busque que la quieran y que le den amor. Una mujer con personalidad y chispa, pero desinteresada. Alguien que no tema a los hombres sino que, al contrario, les inspire hondo respeto y cuyo atesoramiento de virtudes sea tal que, en lugar de deseo, inspire a los hombres fortaleza. No hace falta que sea guapa, aunque mi mente la imagine rubia, de ojos verdes, labios rosas y mucho corazoncito, usted ya me entiende don Macario. Sólo deseo que sea una de esas mujeres mucho más bellas por dentro que por fuera, de fuerte magnetismo pero de limpia atracción. Una mujer discreta que, a los hombres, más que inspirarles salaces frases al pasar, les haga pensar en el ser excepcional que el azar pone ante sus ojos y les provoque mudas, profundas e intensas reflexiones. Una mujer amante de la familia, que sepa cultivar su físico y su intelecto a la par y que carezca de inclinación alguna por lo banal, lo mundano y lo efímero. Una pensadora preocupada por la trascendencia y que medite para descubrir su interior y encontrarse consigo misma y, de este modo, se enriquezca espiritualmente de continuo. Alguien que sea capaz de pensar en otra vida, es más, en otras vidas paralelas y posibles. Una mujer capaz, fíjese bien lo que le digo, de escribir un libro sin palabras, un libro de miradas que fuera totalmente comprensible. Una amante sencilla de los niños, las flores y la poesía. Un prototipo de ternura a seguir desde la infancia, un ser sin maldad ni doblez, un alma cándida en la que mirarme como en un espejo. Una mujer que busque mi compañía porque encuentre en mí lo que yo en ella: la felicidad complementaria. Una mujer venusina en su ideal pero que a mí no me identifique con Marte, porque ni de marciano ni de marcial tengo nada. O sea, que no espere de mí nada extraordinario. Que me vea sólo como lo que soy, un simple mortal dispuesto a darlo todo por y para ella. Aunque mi todo, en estos momentos, sea nada.
Con un rictus de introspección y mirando humildemente al suelo hizo un paréntesis Serafín para, después de respirar profundamente, continuar diciendo:
- Será siempre la rectitud de mi comportamiento y la generosidad de mi total entrega lo que la bella de mí percibirá. Ella, por otro lado, será siempre capaz de inspirar fidelidad, rectitud y verdad a la misma Santísima Madonna.
MP se sorprendió, al comienzo, del inesperado discurso de Serafín pero luego, observando perplejo la vehemencia de éste, olvidó su triste recuerdo y se vio captado por el apasionado alegato de la mujer soñada que aquel vagabundo, compañero accidental de banco, acababa de largarle.
- Muy alto apuntas, Serafín, compañero. Creo que buscas al unicornio. Me parece que has fraguado en tu mente una quimera.
- Todo lo contrario, don Macario, la mujer que yo imagino existe.
- ¿Cómo puede existir un ser humano que en sí reúna ese sinnúmero de perfecciones?
- Porque la naturaleza es más sabia de lo que creemos y, para toda necesitad, pone un remedio sencillo y, para colmar los anhelos de todo ser, produce, de modo natural, su complemento. Lo tengo comprobado.
- Y, si existe, ¿tendrías la bondad de decirme quién es el objeto de tu inspiración?
- Si promete usted discreción y respeto, le confiaré este secreto que guardo tan celosamente o más, si cabe, que el origen de mis votos de renunciador.
- Prometo –dijo MP con gesto solemne.
- Maleni Gracia.
- Pero, ¿cómo? ¡Maleni Gracia! Pero si es una…, una… bailarina, una chica del Play-Boy, una famosilla… -y ahí, don Macario se cortó a tiempo de decir una petarda, como en algunos círculos de acreditados tertulianos televisivos se calificaba a la aludida.
- Ya veo –dijo Serafín, ciego y sordo a todos los matices- que también usted, don Macario, conoce sus dotes de actriz, de show woman, de cantante, de presentadora, de intérprete, que recuerda sus actuaciones en el cine, en la televisión, su labor como reputada conductora de programas y hasta el lado sexy de esta luchadora innata e infatigable por la vida. Cómo me gusta, don Macario, que entienda usted lo discreto pero, a la vez, profundo de mis inclinaciones, que ahora comparte y, haciendo honor a su palabra, espero que jamás revele.
Y MP, persuadido por la calmada experiencia que en las lides del amor dan los años, renunció a razonar con aquel enamorado y rumió entre dientes lo escuchado y, exclusivamente y para sus adentros, dijo su frase favorita en estos casos: “¡Huy copón!” No obstante, añadió ya en voz alta y sin mucha esperanza:
- No dejará, amigo Serafín, de aprender usted de las mujeres pues, pese a unos criterios de tanto fundamento como los que usted manifiesta, no deja de ser el trato directo una fuente de conocimientos más útil, cercana, continua y aleccionadora.
- Ya daría yo una de mis manos por tenerlo con la mencionada. Ese trato, digo, don Macario.
- Guarde usted sus dos manos por si, dado el caso, pudieran hacerle falta y reflexione sobre lo que le digo.

Pero no hubo forma. Se hizo el silencio. Dejaron el banco, dirigieron un gesto de despedida al doctor Machado y, luego y en silencio, caminaron un rato. Serafín el Renuncia iba absorto en la ensoñada contemplación de su admirada dama, buscándole, si cabe, aún más perfecciones de cuantas, a su parecer, ya reunía la señora. Pero MP cavilaba sobre la distorsión que los sentimientos hacen sobre las cosas y como, de entre ellos, el amor es el más infeccioso y tóxico pues, además de provocar periódica o constante calentura, no es infrecuente que produzca delirios que, quien observa, sabe engañosos, pero que son tremendamente veraces y creíbles para el que los padece. Pero, ya  se guardaría él muy mucho de influir con palabra alguna de menosprecio en los hondos sentimientos que su compañero de paseo, aquel orate renunciador e incomprendido, le había confiado. Que no era él ningún amigo, por ponderadas razones que tuviera, de ejercer de cagaflanes.

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