15 febrero 2011

Perros y hombres

- ¿Y cómo te hiciste con la Juani?
- Pues porque tuve que quitar al Zaro.
- ¿No cazaba?
- ¿El Zaro? ¿Qué dices tú? ¡Papo, to lo contrario! Menudo era el Zaro, galán. Anda que, hasta que lo sujeté a las perdices, no llevó leña. ¡Hasta con la canana llena le zurré algunas veces! Era un salvaje. ¡Huy pa dominarlo! ¡Tú qué sabes! ¡Era un cafre, igual que un cafre!
- ¿Entonces?
- Pues porque era un animal mu tesonero y mu cabezón y cogió una afición por los mondongos y la carroña que fue su perdición. Sí, galán, sí, eso fue. Muchas veces, se marchaba solo al campo y, en particular, al barranco donde echaban las caballerías matalonas y era capaz de venirse a casa con el espinazo o la cabeza de un ovejo muerto o con media mula descompuesta a rastras. ¡Qué espectáculo cuando se presentaba en casa! Y, la mujer pues, la que pasa, le cogió una inquinina y un aborrecimiento que no lo podía ni ver. ¡No veas qué discursiones y qué berrinchines!, que no hemos discutido en la vida como por aquel animal.
- Claro, por repugnancia.
- A ver, el Zaro no hacía más que traer a casa to la carroña agusaná que encontraba. ¡Oye, qué instintivo, el animalito! Que no es que yo no le echara. Pero, qué tendría la carne podrida pa aquel perro. ¡Qué vicio agarró! Y la mujer: ¡Quítalo, Nicolás, quítalo! ¡Quítalo, Nicolás, por Dios te lo pido!, que ese perro nos va a traer alguna desgracia a la casa. ¡Nicolás, por tus hijas, quítalo, quítalo!
- Es de comprender.
- Claro. No ves que eran entonces pequeñitas y, las criaturitas jugaban a gatas por el suelo y el Zaro venga a traer podredumbre y despojos del campo. Y que, por más que le unté, no había manera de quitarle la costumbre al cabrón.
- ¿Y qué hiciste?
- Pues, qué había de hacer. Las cosas se pusieron en mi casa mu climatélicas. Asín que, por evitar la catatombe, y por no oír más a mi mujer, un día me bajé a lo del puente y, con to el sentimiento y el dolor de mi corazón, le eché al río con una piedra al cuello.
- ¿De veras?
- Mia si lo hice. Y lo peor no fue eso.
- ¿Qué pasó?
- Mia, pues entre que el río llevaba poco caudal y que la cuerda que le até resultó larga por mi precipitación, el animalito no hacía más que salir, hundirse, salir y vuelta a hundirse, que había que oír los aullidos, el desasosiego y la agonía del bicho. Si es que no se puede ir a matar a un animal con la dimutación que yo llevaba.
- Y, ¿qué hiciste?
- Cómo iba a dejarle morir asín. Me tuve que meter al río con una piedra grande y venga y venga hasta que pude acertarle de una buena vez en la cabeza. Y no creas que no me hizo duelo. En la vida me se olvidará. Que no veas, calao hasta el pecho, con el disgusto que me subí al pueblo.
- ¿Y enseguida te hiciste con la Juani?
- Sí, me la dio un vecino que era pastor y que la había dejado, de la camada que parió la madre, para que le sacara la leche, porque el resto fueron en un saco al caz. Asín que me dijo que si la quería, que ya se iba sola. Y yo, claro, le dije que sí.
- ¿Y ésta hizo pie con tu mujer?
- Huy, acostumbrada al guarrón y al cenacho del Zaro, que nos ponía el zaguán como una cochiquera, la perrita le pareció de dulce, tal que una señorita. Y, aunque cuando la traje venía con mis dudas, puso buena cara cuando me presenté con ella, sí. Hasta le bajó al corral un jarapón viejo. Se conoce que fue su modo de agradecerme que quitara al Zaro.
- Y tú, qué pensabas.
- Pues que, por buena que saliera aquella perrucha peluda y canija, nunca le llegaría al Zaro. Pero, ¡ay amigo!, a la temporada siguiente, a los cuatro días de sacarla y verla meterse en lo más espeso, de no acobardarse en los zarzones, de no salirse sin echar o matar… casi no me lo podía de creer.
- ¿Le guardas mejor recuerdo que al Zaro?
- Hombre, qué quieres que te diga, el Zaro era mucho bueno, pero la Juani… La Juani era mu sanguina, pero que mu sanguina, en mi vida he visto un animalito más asesino ¡Ay qué animalito tan asesino!
- Ya lo creo.
- Bueno que tú al Zaro no lo conociste pero a la Juani sí. Y no me dejarás mentir.
- Sí, la Juani al conejo era segura. Si no se embocaba: o salía del zarzón o la perra lo mataba dentro. Le valían el tamaño y el pelo que tenía.
- ¿El tamaño y el pelo? Lo que le valía es que era una alimaña. Tenía ese instintivo. Hay animales que lo tienen y otros no. Asín es. Sí.
- Al final, ¿murió de vieja?
- Quiá. Pa según era, aún vivió años, pero, al cabo, to el pueblo terminó por enterarse de lo que sabía hacer aquel animalito. Y, como la hez de la caza es la puta envidia, algún cabrón me la envenenó. Aquel animal era un portento. Y como vino se fue. Sí.

4 comentarios:

isidro dijo...

Soros... con éste ya te has pasaó.
Fantástico...

Y tan real, como la vida misma.

Un saludo

Soros dijo...

Tú lo has dicho, Isidro, como la vida misma. Aunque estoy seguro que a mucha gente no se lo parecería. Sin embargo, la vida, contra nuestro pronóstico, suele sacarnos muchas vueltas de ventaja.
Saludos.

d:D´ dijo...

Bos días Soros:
En tós lados cuecen habas y la realidad supera a la ficción.
Excelente relato que conmueve y redescubre lo que de pequeños conocimos cuando las ciudades despertaban como tales y aún conservaban pegadas esas parcelas inmensas de sabor rural que las actuales, salvo las provincianas pequeñas, ya no pueden saborear.
Expresiones hermosas en desuso por estos lares que recuperan el gusto añejo en tus eruditos escritos.
Deica logo amicus.

Soros dijo...

Beato Darzalegos, veo que te estás leyendo casi todo lo que he escrito en este blog. También que aprecias cosas que otras personas no aprecian.
De todos modos hay expresiones que no son correctas gramaticalmente porque quienes las dicen no son gente culta.
Gracias de nuevo.
Deica logo amicus.