27 septiembre 2006

La viuda

Dios, con esa costumbre tan suya que tiene de hacer las cosas sin consultar, se llevó a Eugenio de una leucemia fulminante.
- Ten paciencia hija, yo creo que lo ha hecho para evitarle sufrimientos- dijo Don Agustín, el buen párroco de pelo blanco, figura oronda y semblante paternal. Usó un tono profesional, depurado en convicción a lo largo de miles de misas de funeral. Su semblante, de hombre cultivado del Renacimiento, reflejaba la proporción justa de sabiduría, resignación y cinismo que los veteranos en el servicio a la Iglesia aprenden a mostrar, con el tiempo, ante lo injustificable. Los representantes del Altísimo tienen que hacer malabares para respaldar los actos de su patrón. Así que, una vez más Don Agustín insistió:
- Hija mía, Dios escribe derecho con renglones torcidos.
- Pues si a él le ha evitado sufrimientos, me los ha pasado a mí- dijo Norberta, la viuda. Y no veo que por hacerle a él un bien me haya hecho a mí un mal tan infinito- insistió la pálida mujer de ojeras moradas.
- Consuélate...
- No me quiero consolar, porque quiero que me duela, porque no le quiero olvidar, porque para mí no ha muerto, porque mi sufrimiento le hace presente, porque no puede una olvidar a algo que es una misma, porque eso que me pide es imposible.
- Otras han tenido peor suerte que tú...
- Me dan igual las otras y los otros y usted y Dios. Sólo me importa él y mi dolor porque yo vivo mi dolor y no sé del dolor de los demás.
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2 comentarios:

asraii dijo...

Aqui tampoco vale aquello de "mal de muchos, consuelo de tontos". Siempre pensé que en caso de dolor los intentos de consolar salen sobrando.

Soros dijo...

Y, en la mayoría de los casos, llevas mucha razón.
Saludos.