Hacía mucho que no veía al Colás.
Temía que, como sucede a veces con los viejos amigos, se hubiera ido sin ruido.
Esta mañana, como otras, fui a
desayunar temprano a la churrería más alejada de mi casa. La caminata tiene un
doble aliciente: el paseo en sí y un café con churros entre ida y vuelta.
Ha querido el azar que en la
cafetería topara con Isabel, la hija mayor de mi amigo. Tras los saludos vino
el inevitable:
-¿Qué es de tu
padre?
-Pues está
bien, pero en una casa tutelada del pueblo.
-¡Qué suerte
tiene! Al menos está en su pueblo.
-No creas que no
nos costó convencerle, pero llegó un momento que no podía seguir solo en su
piso.
Tras despedirme de Isabel, volví
a casa con la intención de visitarle. Y, como casi todo lo que se pospone
termina por no hacerse, cogí el coche y me subí al pueblo. Está cerca, fueron
apenas diez minutos.
Al cabo de un rato de deambular
por la villa, y tras preguntar a un par de viandantes, localicé la casa
tutelada. Es un bonito chalet, muy aseado, junto a un moderno polideportivo.
-¿Está el Colás por aquí?
-¡Huy ése!, en cuanto desayuna
desaparece, lo tendrá usted por el pueblo –me contestó una señora que limpiaba.
-O sea, que sigue tan zascandil.
-Usted lo ha dicho.
Dejo la parte nueva y, llegando a
la ermita de San Roque, bajo por la calle del mismo nombre hacia la Plaza
Mayor. Me imagino que andará cerca del Poli o en el otro bar, La Esquina. No me
equivoco. Nada más llegar a la plaza le localizo. Está sentado al sol apacible
del invierno, en un banco, bajo los soportales, a unos metros a la izquierda
del Poli.
Le encuentro algo más gordo, algo
más ausente y ensimismado. A cuatro o cinco metros le digo:
-¡Colás, que
la veo, que la veo!
Gira de inmediato la cabeza, me
escudriña con los ojillos turbios, se sonríe y, enseguida, viene el saludo
espontáneo de siempre:
-¡Papo, Sarvi!
-¡Anda galán
que no es difícil ni na dar contigo!
-Pues, ¿quién
te ha dicho que estaba aquí?
Le hablo de mi encuentro con su
hija y del tiempo que llevaba sin saber de él.
-Ya pensabas
que las había diñao, ¿eh?
-Tanto como
eso no, pero no sabía nada de ti desde hace mucho.
-¿Qué tal tu
mujer?
-Va
tirandillo.
-Pues,
cuídala, que, cuando se nos va la mujer, nos quedamos sin na. Mira yo, desde que me se fue la andaluza. Sí –y los ojos se le
enturbian un poco más al decirlo.
-Bueno,
hombre, pero aquí estás bien.
-Sí, pero de
los 950 Ebros que cobro se quedan con
el setenta y cinco por ciento. Y, antes de venirme, no te creas, que aun tuve problidad de juntarme con una. Pero no me decidí. Hay
que saber mu bien lo que uno mete en
casa. Sí.
-Estás mejor
así, Colás.
-Sí, puede.
Pero, ahora, jódete. Soñando con los angelitos.
Antes de que profundice en su
vida sexual, le cambio de tema:
-Aún voy de
caza, Colás.
Él me mira y dice:
-Vamos a echar
un pajandini -y me ofrece un
cigarrillo negro emboquillado de papel oscuro que simula ser un purito.
Enseguida me dice:
-Y, ¿qué, aún
les pegas o te se ha olvidao? Porque,
lo que es aprender, te costó un güevo.
Aunque, claro, a lo último, ya les cascabas
bien.
-Pues igual
que antes, solo que ahora tiro con el 20.
-¡Huy con el
20! Estás hecho un señorito, Sarvi. ¡Qué finura! ¿Y cómo andas de perro?
-Este año he
enseñado a uno y parece que ha salido con buenas trazas.
-¡Cagüen diole! ¡Cuánto me arrepiento de haber
vendido la escopeta! Pero es que salía con un socio que no le daba ni a la
nación. Cada vez que guipaba una
encamada le dejaba que la tirara a él, que era mucho más joven que yo, pero ni
por ésas. ¡Qué cosita más inútil, virgen
santisma! Y es que de lejos ya no veía más que bultos pero, de cerca, cómo
me las columbraba. Y como me falla un
poco esta rodilla, me dije: A ver si me tropiezo y me pego un tiro. Y por eso
lo dejé, no fuera a ser que tuviera un
incidente y me se pusieran las cosas aún más climatélicas de lo que las tengo. Sí
En esto estamos cuando aparece un
paisano, se apoya en una columna del soportal, y dice:
-A ése: dos
estacazos, que es un bicho.
-No, hombre,
es un buen amigo. No seré yo quien se los dé –contesto a la broma.
-Es más amigo mío
y yo se los daría. ¿No te acuerdas de cuando íbamos a las ovejas? –insiste el
recién llegado.
-Papo, no ha llovío na, dejé yo las ovejas a los
dieciséis pa irme a lo de Pinilla, no
te jode con lo que sale éste ahora. ¡Ayer fue la víspera!
-Y buena vida
que te pegaste en lo de Pinilla.
-Sí, de cojones.
Labrando las laderas con bueyes, que uno de ellos, a fuerza de hacerle herejías, te se arrancaba a por ti en
cuanto te veía. Miá, al matadero hubo
que llevarlo porque se lanzaba a por to
lo vivo.
-¡Ahí os dejo!
–dice el paisano por despedida.
El Colás vuelve a la caza:
-¿Has subido
alguna vez por lo de Esteras?
-Sí, una. Pero
ya no es lo que era. El AVE pasa por un lado del término y la autovía por el
otro. Lo han vallado todo y, además, han puesto un montón de molinos de viento
con caminos de acceso y, entre unas cosas y otras, la caza casi ha desparecido.
-Joder en diole, con lo bueno que era. Menudas sarracinas tengo yo hechas por allí. ¿Te
acuerdas?
-Claro que me
acuerdo.
-¿Y de las
liebres? ¿Sigues sin verlas acamás?
-Me sigue
costando. Alguna he llegado a ver, pero pocas.
-Entonces es
que no veías una. ¡Qué cosita tan ciega! Con los ojos que te echaban y tú que na, con ellas en los pies y
distinguiendo menos que una picha
escayolá. ¡Madre mía, qué topito! ¡Sarvi, Sarvi, cuánto me has hecho de sufrir, pa Dios y pa mí lo que he pasao
contigo! –y El Colás se retuerce de risa recordando mi torpeza de novato.
-¡Qué pocas se
te iban! –digo haciendo honor a la verdad.
-Algunas veces
me levantaba antes de que amaneciera, cuando aún no se habían encamado. Y,
cuando subían de las laderas al encame en el llano, casi sin luz aún, me las trompicaba a la espera en el borde de la
sierra. Y, yo creo, que aún podría hacerlo. Total, a la espera. ¿No te parece?
Paso un rato con él sin movernos
del banco. Recordamos algunos otros episodios. Su afición por el cante.
-¡Ay, si a mí
me hubieran educao la voz! Es que por
Farina lo bordaba, ¿te acuerdas, Sarvi?
Y yo le digo que sí, que me
acuerdo. Al cabo de un rato me vuelve a preguntar cosas que ya me ha
preguntado. Yo le contesto haciéndome de nuevas. Le pregunto por la edad. Me
dice que 87. Pero no me quedo muy seguro de que diga la verdad pues, según mis
cuentas, pasa de los 90. Luego nos despedimos.
-Ahora que sé
dónde estás, subiré a verte algún rato, Colás.
-Pues ya sabes
dónde me tienes, Sarvi.
Mientras regreso a la ciudad no
se me va de la cabeza la imagen del vejete que he dejado sentado en la solana
de la plaza, imaginando que espera a las liebres al alba, que canta por Farina
y al que, en lugar de soñar con angelitos, aún se le ocurren otras problidades.
2 comentarios:
Eso es tener suerte, Soros, poder hablar con el Colás.
Pues sí, amigo Isidro. Y tú y yo, si tenemos suerte de vivir tanto, algún día seguramente nos veremos como él. Y confundiremos los deseos con los recuerdos. El Colás es un referente en mi vida de caza y, aunque no quiera, siempre le recuerdo. En el campo sigue siendo para mí una leyenda.
Saludos.
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