Había pasado un mes desde aquella
desaparición que todos calificaban de secuestro. Aunque el matrimonio no quiso
recibir visitas, pues doña Currita había caído en una gran depresión nerviosa y
el ingeniero no estaba para aguantar florituras ni cumplidos, no pudo Zarrúa
negarse a recibir al alcalde y al gobernador. Sobre todo el segundo era demasiado
poderoso para haberle hecho aquel feo. Por otro lado, ambos habían sido asiduos
asistentes a sus felices veladas durante los años anteriores y garantes de su
participación en algunos negocios.
Tras los saludos y un buen rato de
parabienes, y tras asegurar al ingeniero que su hija aparecería, y hacerlo con
tan virtual firmeza como real falta de fundamento, fue el gobernador el que, con
un suspiro, quiso hacer al alcalde y al ingeniero partícipes de los graves problemas
y desvelos que conllevaba su cargo. Ante sus infructuosas gestiones para
recuperar a la niña y para que ambos interlocutores sintieran conmiseración por
su persona, permanentemente volcada en su ardua y constante labor por la
justicia, la ley y el orden, les hizo las siguientes confidencias:
-Fíjense
ustedes, dilectos amigos, cómo en una zona tan calmada como la que habitan se
producen, cuando menos se espera, asuntos extraños. Primero fue la misteriosa muerte,
hace casi dos meses, de un tal Abdel Jabbâr, que cayó del puente, y, tres semanas
después, este asunto tan delicado de su hija, señor Zarrúa. Aunque el primer
atestado lo damos ya por zanjado pues, el tal Abdel, resultó ser un loco, un
fanático al que su propio jefe hubo de expulsar del ejército. Por suerte las
huellas que remitimos del cadáver coinciden con las de ese hombre, al parecer
estaba acusado por sus propios superiores de numerosos actos de contrabando en
nuestra guerra. Sus actividades debían ser bastante oscuras pues estaba
perseguido por los servicios de información del ejército. ¿Se suicidó? ¿Lo
asesinaron? Tanto da, ahora tenemos la seguridad de la muerte de ese loco. Y,
desde arriba, se nos ha ordenado tajantemente zanjar la investigación y cerrar
el expediente con la calificación de suicidio.
El ingeniero siguió la
conversación sin dejar traslucir su preocupación y fingiendo sentir admiración
por el trabajo de las autoridades y dar crédito a las mismas con respecto a la
promesa de devolverle pronto a su hija. Sin embargo, tras las palabras del
gobernador, tuvo la certeza de que los servicios secretos, por razones que no
conocía pero imaginaba, habían hecho desaparecer a Abdel.
Cuando, con todos los cumplidos,
agradeció al alcalde y al gobernador su atenta visita y el coche de aquéllos se
perdió tras el polvo del camino, el ingeniero se sumió en la preocupación más
descorazonadora. Si los maquis no habían secuestrado a su hija y Abdel había
muerto, qué había sido de su indefensa niña, de aquella pobre e inocente
criatura. Y, por primera vez, llegó el dolor sincero al corazón taimado de
aquel hombre. Él mismo se sorprendió del milagro de que las lágrimas asomaran a
sus ojos. Y lloró solo, con desconsuelo, con total desvalimiento, porque, por
primera vez, todo se desmoronaba a su alrededor sin que el pudiera, no ya
evitarlo, sino siquiera entenderlo. De algún modo la caída de Abdel, aquella
criatura que un día levantó del barro, había precipitado todos los
acontecimientos pero, siendo consciente de ello, no comprendía lo que estaba
pasando.
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