En aquella idílica bonanza llegó
el año de paz de 1942. El matrimonio Zarrúa, feliz y respetado, veía crecer a
sus dos hijas con lozanía y salud. Araceli, la mayor, iba para los quince años
y doña Currita se esmeraba en hacer de ella una señorita de finura acorde con
su rango. Regina, la pequeña, con sus ocho primaveras era la pasión de su
padre, la alegría de sus ojos y el único ser que llenaba de amorosa blandura el
corazón del ilustre prócer.
Aquella mañana de agosto miraba
el ingeniero la correspondencia que el cartero del pueblo les había dejado. Entre
la veintena larga de misivas fue descartando el ingeniero, rutinariamente, las
de algunas amigas de su esposa, las procedentes de los bancos, las
correspondientes a los frecuentes avisos de las empresas, las que habitualmente
recibía solicitando recomendaciones, que enseguida intuía por el nombre de los
remitentes… Hasta que, inesperadamente, reparó en una carta escrita a mano,
aunque con membrete militar, dirigida a él y cuyo remite le arrastró al pasado
pese a su obtusa e inútil resistencia:
Sr. Capitán Abdel Jabbâr
Comandancia Militar de Ceuta.
Como si hubiese sentido el súbito
temblor de un seísmo, el ingeniero, primero sorprendido y enseguida sobresaltado,
abrió el sobre con manos que los nervios volvieron torpes. Tuvo que leer la
carta una y otra vez y sobar el papel por todos lados para conseguir que su
mente aceptara, como realidad, aquello que se empeñaba en considerar ficticio:
Sr. Zarrúa:
Quizás le extrañe recibir noticias mías tras
tantos años. Al igual que usted vino a la guerra de mi país, yo he visitado el
suyo por el mismo motivo. Mi jefe natural, además de superior militar, es ahora
el general Mohamed ben Mizzian, actualmente Comandante General de Ceuta
nombrado por su Caudillo. Sigo el sino de mi nombre: sirvo al poderoso.
Ahora soy un militar español. Como ve, la
guerra en un lugar o en otro, pese a mi indiferencia por la política, sigue
siendo mi negocio.
En nuestro último trato usted quedó en deuda
conmigo.
Para medrar en el ejército, en la sociedad y,
consiguientemente, en los negocios, quiero casarme con una mujer española cuyo
padre sea influyente. Usted reúne ambas condiciones.
Sé que tiene dos hijas. Pues bien, le pido a
su hija mayor: Araceli. A pesar del comportamiento que usted tuvo con Malika,
yo deseo honrarle casándome con su hija. Usted saldará su deuda conmigo y su
hija tendrá una vida cómoda a mi lado.
Sé que vive usted en la serranía, cerca de
una importante localidad pero, más cerca aún, de un lugar sagrado cuya
verdadera naturaleza, seguramente, usted ignora. En realidad esas tierras, en
las que ahora habita, son muy parecidas al Rif. Vive usted sobre lo que un día
fue un khaloa. Hoy sólo queda de él un eremitorio deshabitado dedicado a un
santo de su religión, si es que usted tiene alguna aparte del dinero. Sin
embargo, le recuerdo que esos lugares son anteriores al Islam y a cualquier
otra fe y que, en ellos, moran los espíritus, los Djinns, aquellos de los que
un día le hablé. Son los mismos que me inspiraron la entrega de Malika como
aval. Usted no respetó las condiciones y hoy las circunstancias me llevan a
pedirle que me compense con algo tan querido para usted, como lo fue Malika
para mí.
Sin embargo, en lugar de llevar a su hija a
la desgracia, al deshonor y a la muerte, yo la desposaré y le daré buen trato.
Usted, como siempre, ganará pese a todo, señor ingeniero.
Por la naturaleza de su respuesta sabré a
qué atenerme.
Abdel Jabbâr.
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