22 diciembre 2010

El gordo de Navidad

Llegó el veintidós de diciembre, patito, patito.
En una época de desdichas casi diarias, quien más quien menos espera algo bueno del día del gordo. Que estas esperanzas no las cercena Moody’s, ni la OCDE, ni el Banco Europeo, ni todavía están intervenidas. Que es un respiro, oiga.
Es una mañana en la que suena de fondo el canto monocorde de los niños de San Ildefonso, como un gregoriano de escuela en que se entonan cifras. La jaculatoria machacona de los mil de la pedrea nos mece la mañana con mano regular. Hay alguna salida de tono inesperada, muy de cuando en cuando, con el sobresalto de los premios mayores. Y el día, convertido en un paréntesis en el tiempo cruel, se vuelve antiguo, casi ancestral. Y florecen las frases de siempre, como en un velatorio en el que el muerto pudiera levantarse y todos esperasen el prodigio. Y se desempolvan las sentencias viejas para decirlas igual que las oímos hace ya muchos años. Vuelven a pronunciarse sin recato, esperando el prodigio que siempre llega para otros.
Morir es ley de vida
El gordo es una tradición.
Al que le toca le toca
La vida es una lotería.
Si me toca no me veis el pelo en un mes.
Ha terminado de sufrir.
Yo pagaría la hipoteca y cambiaría de casa.
Y yo, hasta de mujer.
Hasta que no te pasa no te das cuenta.
Yo es que no me lo podría creer.
Quién nos lo iba a decir.
Se dice pronto 3 millones.
Cómo se han quedado los hijos.
A mí con que me toque un pellizquito.
La vida se pasa en un suspiro.
Yo creo que acabará en uno.
Ha muerto muy acompañado.
Lo bonito es que esté muy repartido.
A esto venimos al mundo.
El que no se conforma es porque no quiere.
Quién le iba a decir lo poco que le quedaba.
A ver si este año cae en mi pueblo.
La vida se acaba cuando menos se espera.
El gordo no esta siendo madrugador.
Al menos ha dejado situada a la familia.
Soy feliz porque he repartido la suerte.
A qué hora le damos sepultura.
Yo, con tapar agujeros, me conformo.
Hay que joderse lo que somos al cabo.
La salud es lo único importante.
Dijo adiós discretamente, como vivió.
A mi jefe le dejo plantado y a los del banco que les den.
Si no se hubiera muerto…
Si me tocara…
Yo me conformo con lo que tengo.
Oiga, que yo no me cambio por nadie.
La verdad es que teniendo salud.
Y familia, que la familia es la mejor lotería.
Yo ya me di cuenta de que le quedaba poco.
Y yo ya dije que este año acababa en cero.
Claro, a toro pasado.
Y, usted, si le hubiera tocado, ¿qué habría hecho?
Pues seguir así, sobre poco más o menos. Pero con más dinero.
¿Le ha tocado algo?
Perder.
El dinero no lo es todo en la vida.
Y que lo diga usted.

14 diciembre 2010

Duelo tardío por un amigo

En los últimos años dos trozos de papel eran nuestro contacto. Una vez al año, por Navidad. Una felicitación, con las cuatro letras imprescindibles, y un décimo de lotería.
Hablar, cada vez menos. Tal vez, porque el diálogo dolía. En diciembre del 2007 fue la última vez. ¿Qué te cuentas, serrano?, dije como solía.
Pero me contestó una voz doliente y débil que no reconocí. Ni pregunté, ni me dio explicaciones. No hacía falta. Las conversaciones se acortan si son una tortura. Aquélla, tan breve, sabía a despedida.
A finales del 2008 le llamé de nuevo. Tanto el del piso de Madrid, como el teléfono del pueblo, estaban anulados. Lo dijo el eco grabado de una telefonista. Imaginé, sin certeza, lo peor.
Quise suponer que era su hermana la que había muerto y que él se habría recogido en una residencia. Y pensé, si así era, lo que me gustaría hacerle una visita. Pero mis averiguaciones fueron vanas.
Puede que, por las fechas, le recordara esta mañana.
Se han amontonado las visiones: Anguita, Guadalajara, Esteras de Medinaceli, Soria, Yunquera y Saelices. Las he parado. No quería que les imitaran los olores, los sabores, los sonidos y, menos, los afectos y las risas.
En 1993 le acompañé en la despedida a la querida María Luisa, su mujer.
Y, ya entonces, lloramos juntos por ella, por nosotros y por los momentos que nunca volverían. Fueron muchos años de roce, de familiaridad y, siempre, de cariño mutuo. Su generosidad siempre sobrepasó la mía.
Se marchó a Madrid, con su hermana María.
Esta mañana, entre el cascajo de noticias desparramadas por Internet, lo he encontrado. Antes de leerlo, lo sabía. Una reseña del ABC de Madrid, del 16 de marzo del 2008. Entre los fallecidos: Fortunato Valentín Cabra Sanz (84). Sólo uno más en una lista.
Así que ya no habrá visita y sólo este pequeño duelo mío, tan sentido, y con tanto retraso. Gracias por todo, Valentín.

11 diciembre 2010

Señora tradicional busca nuevo amante platónico

Soy una mujer tradicional. Una mujer tradicional no tiene amantes, es más, no quiere amantes. Bueno, o a lo mejor sí. Pero esto no es el caso, que la cuestión es muy otra, que no voy yo por ahí que si yo esto, que si yo aquello, que si yo hubiera querido… no señor, yo no soy de ésas.
Pero, bueno, pongamos que a una le sale, por decirlo así, un admirador, un no sé, algo así como un ser servicial, un hombre que te mira como con una devoción en los ojos. Porque, hija, es que eso pasa. Todo platónico, ¿eh?, quede claro. Que, por mi parte, más allá de alguna sonrisa no ha habido, ni habrá, y ya ha sido mucho. O sea, quiero decir algo como idealista, como una cosa de cabeza, vamos, algo que una alimenta por, no sé, por distracción, por entretenimiento, casi por no molestarse en rechazarlo, o sea.
Y platónico siempre, porque esto es fundamental y hay que dejarlo establecido. Por mi parte, claro, que es que los hombres, hija mía, todos iguales. Que una, en todo caso, pues por sentirse deseada, por la cosa romántica, por esa emoción, por el calorcillo ese interno que se siente, por ese prurito, vaya, que no sé si me explico.
Que por lo demás no, ¿eh?, que por esas ansias, de eso nada, que una es muy señora, y una, sobre todo, sabe estar. Que una es una dama y de eso se percata cualquiera que me aborde con otras intenciones. ¡Buena soy yo! ¡Ordinarieces, ni una!
Pero, si una espera algo, es un poco de romanticismo, algo así como una ensoñación, una admiración en la otra mirada, un cierto arrobamiento en tu presencia, ¡ay, no sé!, ese algo especial que hace que un hombre te mire con carita de carnerín en el degolladero, que te diga con los ojos lo que le está vedado decirte con los labios, que se arrobe, que se aturrulle, que tu presencia le ponga nervioso, ¡ay, no sé, no sé si me explico!
Y a una, por qué no decirlo, le gusta un detalle. Para mí el detalle simboliza la finura. Porque una es una mujer y los detalles, de veras lo digo, van con una, como si dijéramos, con su idiosincrasia. Un detalle rinde a una mujer, siempre lo he dicho. Lo que no consigue la perseverancia, ni los halagos, ni las palabras con doble sentido dejadas al azar, ni las miradas encendidas, ni las cartas desbordadas de sentimiento, ni las insinuaciones más provocadoras… , no sé, lo consigue un detalle, una cosita, algo sencillo.
El detalle es el punto de mi i, tengo que reconocerlo. Porque otra cosa no tendré, pero darme cuenta de que un hombre te tiene en su mente, hasta el punto de mirar aquí y allá buscando lo que imagina que te gusta, hablando, no sé, por poner un ejemplo, con una buena media docena de perfumistas, o con cuatro ó cinco trajeados joyeros, o con algún pretencioso encargado de esas tiendas de alta costura, es que sólo imaginarlo me encandila. Adivinarles buscando, entre la creme de la creme, nada, un detallito, una cosa que, al final, no va a ninguna parte. Pues parece que no tiene importancia, pero eso me desarma. No sé, es que yo soy así, una sentimental. ¿Qué quieres? Una tiene su puntito, el de la i, sí.
Así que llega el otro día y se hace el encontradizo. El encontradizo, ¿eh?, que buena es una para quedar por ahí con nadie, ni por pienso. Y, claro, le vi que traía algo en la mano. Y, bueno, yo con el corazón a cien. Y va y se acerca y me dice:
- Toma, Clarita, espero que te guste.
Y, sin esperar mi respuesta, siguió la calle adelante contoneándose, con un aire torero, con una solvencia, con un meneito de codos, con una dejadez de manos al compás de sus muñecas, como dejando a sus espaldas un ahí queda eso… que, de verdad, es que lo cogí mecánicamente, como en un acto reflejo, y es que fue la sorpresa, la sorpresa tuvo que ser, que me dejó sin palabras.
Lo saco de la bolsa. Era una caja. ¡Ay, qué emoción! La desenvuelvo. Una caja de madera pulida y barnizada a muñeca. ¡Ay, con su cierre doradito! ¿La abro? ¡Ay, Dios mío, qué diría mi marido si se entera! Y, de veras lo digo, que estuve a puntito de no abrirla siquiera. Pero, hija, el detallito me perdió y sufrí como un vuelco.
Dentro me encuentro con una nota: “Como ando muy atareado, he preferido dejarte a ti la elección, Clarita. Con devoción. Arturo.”
Una tarjeta del Corte Inglés por un valor de 300 €.
Le devuelvo la tarjeta, mira si se la devuelvo. Esto no se le hace a una mujer. Vamos, que no se le hace ni a la propia. Y no sólo por ser tan tacaño y tan zafio, que un brillantito hubiera sido lo suyo, sino, sobre todo, por ser tan doméstico y tan cutre. ¡Una tarjeta del Corte Inglés, a quién se le ocurre! ¡Capullo! ¡Ni que estuviera tratando con una fregona! ¡Un chorizo como éste, que no tiene tiempo ni imaginación para hacerle un regalo de amor a una mujer, no merece compasión! ¡Ay, si por mi fuera!, con cuánta razón dijo aquel comendador de cuando Lope de Vega: ¡Nada, nada, no hay perdón, corto picha y al montón! ¡Hortera!

04 diciembre 2010

El inadaptado

Tras el cristal de la ventana la lluvia suave caía vertical. El Nano la observaba con el desvalimiento de verse otra vez solo, entre el olor a lapiceros y goma de borrar. Otro día castigado, en la clase vacía. El rumor de la lluvia en sus oídos era como el de la instrucción en su cabeza: ambos persistentes, pero el segundo inútil. Seguiría luego la monotonía de otra bronca en casa. Una cosa tras de otra. El rito acostumbrado.
Quitó con la mano el vaho de su nariz en el cristal de la ventana. Y vio aquel perfil majestuoso: la mole parda del cerro San Cristóbal y todo el corte de montes que bordeaban las alcarrias. El Nano imaginó qué habría más allá, cómo sonaría aquella lluvia sobre los pedregales, qué olor desprenderían las encinas, qué dibujos harían sobre el suelo los trazos caprichosos del agua de la lluvia, dónde se habrían amparado las perdices, en qué cobijo andaría asobinada la raposa…
- A ver, Nano, ¿te has estudiado ya los números primos? –irrumpió la presencia sonora del maestro.
- No me entra, don Gonzalo.
- Pues te vas a quedar hasta que te lo sepas.
Y el Nano, otra vez solo, se preguntaba por qué importaba tanto lo que había a este lado del cristal, por qué no reparaba nadie en aquella inmensidad que había fuera. ¿Es que no se daban cuenta? ¿Es que no lo veían?
Y el chico, precoz autodidacta, empezó a sentir la vocación secreta de mirar siempre donde otros no miraban. Y claro, empecinado en ello, con el tiempo sus ensoñaciones tuvieron sentencia:
- No hay manera con él. Este chico es un inadaptado.

03 diciembre 2010

Inventos diabólicos

Leyendo algo de historia de las matemáticas, cualquiera puede darse cuenta de la importancia que tuvo la aparición del número cero y su uso actual. El cero sólo tiene valor posicional, pero facilita muchísimo el cálculo.
Cuando fue introducido en Europa en el siglo XII, según los eruditos, por el matemático Fibonacci a partir del álgebra de los árabes, todos quedaron sorprendidos por la facilidad del nuevo sistema. Pero éstas son cosas al alcance de cualquiera que tenga curiosidad por las matemáticas y el origen de éstas.
Lo que me ha llamado la atención ha sido leer la violenta reacción que tuvieron entonces las autoridades de la Iglesia. Al parecer, tildaron al nuevo sistema, literalmente, de mágico y demoníaco y se opusieron a él, simplemente por la gran facilidad que aportaba al cálculo. Y todo porque la Iglesia y los calculadores profesionales, que casi todos eran clérigos expertos en el uso del ábaco, veían amenazado su monopolio de contadores. Para mi sorpresa en algunos lugares lograron vetarlo hasta el siglo XV.
Hasta con una cosa tan inocente como es el número cero tuvo la Iglesia que meterse en su día. Si calificaron al cero de demoníaco, ya no me puede extrañar nada. Sólo quiero dejar aquí esta consideración para que, quien lea, haga sus propias conjeturas.

02 diciembre 2010

Carta a una madre muerta

Querida madre:
He comprendido, con el paso de los años, que fuiste una persona normal. “Dios te libre de la hora de las alabanzas”, decía un viejo amigo y dice también el saber popular. Así que, en lugar de alabarte, como parece que procede con todos los desaparecidos, te diré lo que pienso de nuestra vida juntos.
¿Con qué derecho lo hago? Pues con el que me concede el tener tanta antigüedad en el cargo de hijo como la que tú tuviste en el de madre. Y con estas premisas, las de haber sido ambos personas, vengo, por mi parte, a reconocer lo siguiente:
Que, aunque fueses absorbente, estuviste pendiente de mí cuando te necesité.
Que, aunque fueses egoísta, conmigo no lo fuiste hasta que comprendiste que podías serlo.
Que, aunque de pequeño me pegabas frecuentemente, he de reconocer que no sabías corregirme de otro modo o que, por comodidad o por prisas, te parecía lo más práctico.
Que, aunque siempre me pidieras cosas, no las pedías solamente para ti.
Que, aunque fueras comodona, nunca faltaste cuando te llamé.
Que sé que sólo te despreocupaste de mí cuando me consideraste fuerte.
Que, aunque intrigabas para salirte con la tuya, luego solías arrepentirte.
Que, lejos de querer a tus hijos por igual como proclamabas, tenías tus favoritos.
Que, antes que trabajar tú, preferiste que lo hicieran algunos de tus vástagos en provecho de todos.
Que, algunas veces, me creaste mala fama para conseguir que la tuya resaltase por tener que lidiar con un hijo tan indómito.
Que no me contabas siempre la verdad, sino la parte que te convenía.
Que intentabas manejarme, tal vez porque te educaste en que eso era lo que las mujeres debían de hacer para poder sobrenadar en este mundo gobernado por varones.
Que habría algunas otras cosas y matices que tendríamos que discutir o, al menos, comentar con calma. Pero esto ya no tiene objeto, porque no vamos a tener la oportunidad.
Que, dándome cuenta de todo lo anterior, no quise nunca hacértelo evidente por no romperte tus esquemas, ni disgustarte más de lo que la edad, las enfermedades y la vida ya lo hacían, como lo hacen o lo harán con cada uno de nosotros.
Así que, pasados unos meses de tu muerte, no quiero hacerte un panegírico. Por el contrario, y contra la ley no escrita de amar a la madre con razón o sin ella, te confiero el rango de persona normal, a la vez que te equiparo con el tipo de esos seres bienintencionados que cada cual pretendemos ser y que, intentando lidiar con la vida, nos desenvolvemos como mejor nos parece.
Por eso te declaro bienintencionada, de acuerdo con los baremos de tu tiempo. Te declaro práctica y efectiva, de acuerdo con tus intereses y los que considerabas que eran los de la familia. Te declaro cariñosamente irregular. Te declaro amorosamente partidista. Te declaro parcial. Te declaro injusta. Te declaro administradora del cariño, y de todo lo demás, bajo tus parámetros personales. Te declaro, al fin y al cabo, una persona corriente, como lo somos todos, y que hizo lo que supo, pudo y se le ocurrió.
Con amor, pero sin esas admiraciones ciegas que al cargo de madre se le presuponen, te envío un saludo cariñoso, allá donde estés, y te deseo lo mejor. Tal y como tú lo procuraste, en tu criterio, para todos nosotros cuando en esta vida estabas.
Sin embargo, pese a todo, me tengo que declarar dolorosamente huérfano de ti, porque mis dolores ya no encontrarán jamás tu amparo ciego.
Con cariño,
Tu hijo.