28 junio 2011

La insoslayable consejera

Si andas dudoso, desorientado,
si estás insulso o desanimado,
si desconoces cómo acertar,
piensa un poquito,
la tienes cerca,
ella se llama publicidad.

Si estás nerviosa,
triste y ansiosa,
insatisfecha y algo quejosa,
piensa un poquito,
no llores más.
La solución se llama publicidad.

Si vives siempre con tanta prisa
que ya no sabes cómo parar,
no te detengas, que es tontería,
sigue adelante sin vacilar.
Tu consejera está para eso.
Es la versátil publicidad.

Si te has perdido,
si andas errante,
si ya no sabes qué es lo que quieres,
si te planteas volver atrás,
ella te ayuda, no desesperes,
es la bendita publicidad.

Si tu psiquiatra no te convence,
si tu pareja se aleja más,
si tu trabajo no te fascina,
si tus vecinos te miran mal,
mira su oferta, es cosa fina,
es la brillante publicidad.

Si desconfías de tu criterio         
abre tu alma a la televisión,
o a una radio con sus comentaristas,
o a una cadena del corazón,
o a esos políticos mentirosillos
que te sacan del cuerpo la desazón.

¿Cuál es del mundo la obra maestra?
¿Quién es del orbe la compañía?
¿Quién nos ayuda y nos aconseja?
¿Quién nos aleja de zozobrar?
Es nuestra guía de las certezas,
nuestra adorada publicidad.

Publicidad, ¿qué he de ver?
Publicidad, ¿qué he de comprar?
Publicidad, ¿qué he de creer?
Publicidad, ¿qué he de pensar?
Publicidad, que todo lo resuelves,
eres la luz de la Humanidad.

27 junio 2011

Cambiando el agua al hurón

Sí. Asín fue. Yo, bien alto lo puedo decir, no tuve la más mínima intencionalidá ni lo hice, de ninguna manera, apostamente.
Pero es que no era sólo a mí. Es que doña Cova le hacía tilín a medio pueblo y conste que hablo aproximativamente, porque en mi pueblo, como en casi todos, la mitad, sobre  poco más o menos, éramos hombres.
Para mí, que tuvieron que ser la miradas. Y las miradas es lo que tienen, que te traicionan. Porque tú te crees que no te se nota, asín que, en cuanto te se cruzaba pues mirabas pa ella, pero asín, sin intencionalidá, como sin idea, pensando que la lascividia no te se notaba, que la saludabas por pura educación y sin rijosidad ninguna, de esa mala. Pero, por más que lo quisieras indisimular, te se debía notar en algo cuando estabas a su vera. Qué sé yo en qué, en lo perseverativa de la mirada, en la fijación, qué sé yo.
Y, ¡mucho cuidao!, que yo por doña Cova, ¡ojo, eh!: una buena intención. Saludar y ser cortés que, aunque uno sea de pueblo, y a mucha honra, a uno le dieron siquiera una miaja educación y la urbanidá y las cuatro reglas.
Pero claro, si es que era voz pómpulis, me cago en diole, si en hasta en la taberna del Fabián, cuando hacíamos recuento de las mozas, doña Cova se llevaba la palma. Bien es verdad que doña Cova estaba casada pero, como no era del pueblo, pues la metíamos en el lote de las mozas, pero asín, como haciéndola una concesión por sus méritos, porque en mi pueblo a las casadas es que, de ordinario, ni mentalas. Más que nada por la cosa del respeto y para evitar redecillas entre vecinos y otras inquininas. ¿Comprendes a lo que me quiero referir?
Y luego, claro, es que cómo iba doña Cova, con qué empaque, con qué elegancia, con qué garbo, con qué rumbo, con qué meneo. Si a su paso, me cago en diole, parecía que se inclinaba hasta el mismísimo campanario de la iglesia. ¡Huy coponario, cuando pasaba doña Cova!
Que no es que yo lo diga, pero los domingos hasta los tres o cuatro ateos descreídos del pueblo se acercaban a la iglesia por verla llegar toa empitoná a misa de doce. Eso, por no hablar de los que siempre hemos sido conformes con el Credo. Y hasta alguno llegó a ir a misa por su causa, que don Honorato, el cura, hasta hizo mención al Espíritu y Santo por el regocijo de aquellas inesperás conversiones. Que más gozo hay en el cielo por el regreso de un perdido que por la preseverancia de mil justos. Que estamos hartos de saberlo.
Y el caso es que todo fue una casualidad. Porque si llego yo a percatame de que estaba mirando por la ventana de su clase, de qué hago yo aquello. Pero quién me lo iba a decir a mí. ¿Cómo iba yo a columbrarme que doña Cova iba a estar mirando por la ventana de su aula? ¡De qué parte!
Y es que es la que todos nos decíamos, que don Luis, buena persona, sí, hombre intachable, también, maestro ejemplar, to lo que quieras, pero asín, en conjunto, y sin quitarle a don Luis ningún misterio, pa mí y pa algunos otros, que era poco pollo pa tanto arroz.
Bueno, que nosotros no teníamos motivo alguno pa pensalo, pero que nos decíamos que algún misterio tenía que tener que aquella hembrota, casada ya de años, no tuviera hijos. Aquello no podía ser cosa normal. Que, ¡cuidao!, que no es que nos metiéramos con don Luis, que era hombre fino donde los hubiera. Pero, qué sé yo, a las mujeres muchas veces, por distinguidas y señoras puestas que parezcan, no sé como decirte, sí, que vamos, que les tira un poco, aunque ellas no lo digan, les tira un poquito, una miajilla, la brutalidad del macho. Y, la verdad, es que, perdonada sea la falta de modestia, de esa brutalidad algo cerril y verrionda, andábamos mu sobraos en mi pueblo. Y, yo creo que, quien más y quien menos, andábamos dispuestos a echarle una mano a don Luis. Pero, cómo no íbamos a andar, si es que ni que la tuviéramos de palo. Y asín que cuando veíamos pasar aquel buque insignea ante tanto pirata,  bueno, yo no sé a los demás, pero a mí me se ponía asín como una nube en los ojos que me anublaba to el racioncinio.
Y, claro, de ahí vinieron después to los males.
- Luis, que a ese hombre no me gusta verle.
- Luis, que le tienes que decir que deje el casetón.
- Luis, que tú eres muy bueno y no ves lo que tienes delante.
- Luis, que no quiero que siga por aquí.
En qué hora me pondría yo a orinar el día que doña Cova miraba por la ventana de su aula como los gorrioncillos saltaban por el patio. De qué mi iba yo a imaginar que aquella señora estuviera mirando cuando tiré de bragueta, en mitá el patio, y me puse a mear tan tranquilo, tan relajao, mismamente como si le estuviera cambiando el agua al hurón.

24 junio 2011

Recuerdo del colegio salesiano

Es una foto de hace 50 años. Alguien se ha molestado minuciosamente en numerar cada cara para que algunos intentemos recordar quien era cada cual.
Ha sido como bucear en el mar gris de una foto, sumergirse en la profundidad que los años han dado a esas caras, intentado voluntariosamente darle a cada número su nombre y apellidos.
Muchas facciones han asomado inesperadamente amigas y, a pesar de los años, las he reconocido y, como por resorte, han saltado unos nombres y apellidos que llevaban muchos años quietos en el desván del recuerdo. Al pronunciarlos, ha sido como si los desempolvara y, luego, satisfecho, volviera a dejarlos, ya limpios, en el lugar en que estaban.
A veces, no encontré el nombre completo; otras, sólo di con un apodo; de algunos, identifiqué solamente la sonrisa, conocida, pero sin nombre ya, ni referencia articulada. Y, en estos casos, me he sentido desanimado y solo, por esa impotencia tan desoladora que produce la memoria cuando es incapaz de recordar lo que, sin duda, conoció pero no reconoce.

13 junio 2011

De gitanillas van

¡Ay, qué disgusto tengo, señor Bono!
¡Ay, qué disgusto, padres de la patria!
Que la justicia anda bailando por las calles,
cogidita del brazo de la democracia.
Que van las dos vestidas de gitanas,
como si ambas hubieran descubierto
que respiran mejor bajo las carpas.
¡Ay, qué disgusto tengo, señor Bono!
¡Ay, qué disgusto, padres de la patria!
Y detrás de ellas corren, despechados,
periodistas ecuánimes, comentaristas dignos,
parlamentarios probos, contrarios todos a este desaliño,
que no comprenden cómo estas rectas damas
se niegan a mantenerse tan bien amancebadas.
¿Acaso no estaban mejor en la caseta acostumbrada,
en ese hogar de la Constitución Parlamentaria,
que es cosa casi tan santa, y tan sagrada,
como una pontificia cofradía del Rocío
o una santa hermandad del barrio de Triana?
¿No han de estar mejor, esas dos señoritas,
tomando tapas en el bar del Congreso
y alternado con la gente más fina de la Casa?
Pero nada, no hay quien pueda con ellas,
que se van de jarana por las plazas,
que nos las quieren raptar cuatro mangutas,
¡Ay, que se nos hacen unas perdularias!
Pero, ¿qué es esto, señores míos, egregios hombres de la patria?
¿Qué nueva tontuna es ésa del perro y de la flauta?
¿Es que son las esquinas lugar para estas damas?
Reconozco que les ha salido la vena descastada.
Dicen que prefieren el aire de las calles,
que rehúsan jugar a las damas con tramposos,
que no les mola ya el hogareño parchís de la alternancia.
Y van diciendo que el Mercado es un mal viejo,
un casposo que no les hace tilín a las muchachas.
¡Ay que se van, que se van, sin remisión!
Que van a hacerse unas perdidas sin tutela diaria,
que se alejan de la moderna aristocracia partidaria,
de estos hombres de bien, honra de España.
Que dicen que están hartas de sus timos legales,
que el que no les miente a diario, les engaña,
que el que no tiene cara, mete mano,
que el que no se hace el ciego, obeso es de la vista,
que son legión los mudos que voluntariamente callan,
que los políticos son gente con demasiadas mañas.
¡Ay, qué disgusto tengo, señor Bono!
¡Ay, qué disgusto, padres de la patria!
Que esto se va quedando muy chiquito
para las aspiraciones de estas dos muchachas.
Que andan las dos vestidas de gitanas,
como si ambas hubieran descubierto
que respiran mejor bajo las carpas.

12 junio 2011

Discurso para la jubilación de un profesor


Queridos compañeros, queridas compañeras, y, no menos queridos, compañeros-camaradas-jefes del equipo directivo y autoridades (si las hubiere):
Pese a las presiones de Alfredo, (Rubalcaba), de Aguirre, (Esperanza), y de tantos otros personajes influyentes como, por ejemplo, Mariano, el herrerillo de mi pueblo, voy a dejaros sin remisión. Que lo sepáis. (Manos extendidas aplacando los murmullos y diciendo:”Calma, calma.”)
(El siguiente párrafo ha de decirse in crescendo, empezamos con humildad para ir poco a poco levantando la voz hasta ponernos soberbiotes al final)
Lo siento, no insistáis, por favor, sé que vais a recordarme cada día y que seré un referente cotidiano para cada uno de vosotros. Me hago cargo de vuestro dolor, sé que os vais a separar de mí como la uña de la carne, es más, sé que este centro, sin mi presencia, quedará para siempre mutilado. Soy consciente. Así que, por favor, que nadie haga ninguna locura ante mi ausencia. Aceptadlo. Sed fuertes. Yo sé que podéis.
Algunos me diréis: (Aquí bajamos el tono y nos ponemos coloquiales e interpretativos)
-        No, José Luis, no lo dejes, por favor, no lo hagas, ¡no, no! Eres un gran profesor. No tires por la borda tu carrera cuando estás en lo mejor de tu vida. Ahora que, por fin, te habías enterado de lo que es educar en valores y evaluar por compentencias y hasta te defendías con el ordenador. ¡José Luis, por Dios, no seas loco!
(Aquí nos sobreponemos y tomamos las riendas de nuevo del asunto, templamos la voz)
Pero yo tendré que pediros calma y contestaros con esa entereza del que sabe vencerse a sí mismo:
-        Efectivamente, amigos, será un gran sacrificio para mí, especialmente ahora que ya me iba enterando de lo que va esto de la educación, pero (gran suspiro): así es la vida. No creáis que no echaré de menos esas jornadas en las que llegaba al centro entre ovaciones, entre aplausos, abriéndome paso entre la muchedumbre del alumnado que me aclamaba diciendo:”¡Torero, torero, torero!”, los unos, y, las otras:”¡Guapo, guapo y guapo!”
No creáis que olvidaré esas mañanas y esas tardes de gloria,  de auténticos llenazos en mi clase. Pero, aun siendo consciente de que toda una vida dedicada a la lectura, la investigación y el estudio, no merece menos, creo que ha llegado el momento de dejarlo y que sean otros los que disfruten de esas mieles de las  que yo tanto he gozado. Porque no es justo que un hombre se aferre al privilegio por más que, como en mi caso, lo merezca. Sigamos el ejemplo de los buenos políticos y retirémonos en el momento de la gloria. (Aquí aplacamos los aplausos son solvencia y pedimos silencio para el colofón final)
Así que, amigos, nada me resta por deciros. Yo me marcho a disfrutar de la vida interior y os dejo tripulando esta nave. ¡Qué os sea leve!
(Airoso corte de mangas, si procede, porque el ambiente relajado lo permita. También puede usarse una graciosa pedorreta, con permiso de la sala, u omitir ambos gestos en el caso de que los concurrentes no estén aún bebidos)

05 junio 2011

Campo castellano

De vez en cuando siento nostalgia de cuando era cazador. Entonces, además de salir al campo sin la pasión de entonces, me paseo por los relatos de Delibes, que es como deambular por un espacio anónimo donde todavía a cada cosa se le llamaba por su nombre.
Pero mi nostalgia no es por la caza, es, como siempre suele serlo la nostalgia, por otros tiempos, otro tipo de vida, otra relación entre animales y hombres y de éstos entre sí. Supone, esa añoranza, una constatación de lo que en unas décadas ha cambiado lo que viví y sentí.
Leo encantado esas palabras que ya nadie usa. E, igual que en el campo salta la rabona por sorpresa, también éstas aparecen dando precisión a los lugares, haciendo que el que lee se ubique y hasta vea nítidamente el sitio de cada episodio. Episodios que, los románticos, los apasionados y algunos cursis, gustan de llamar lances, como si fueran cosas de epopeya, siendo que fueron solamente hechos particulares, casi íntimos.
Los abrigaños, los aguazares, los alcores y los tesos, las vaguadas, los caballones, las escorrentías, las espuendas, las hazas, los lavajos, los lucios, los marjales, las mohedas, los navazos, los pegujales, las pobedas, los rispiones, el sardón, el arcabuco y las laderas y cotarros me dejan en el sitio justo donde el escritor quiso llevarme. La precisión de ese lenguaje me traslada, en un sueño, a lugares que sólo existen ya, tal como fueron, en la memoria y en la escritura, que es una variante más de la memoria.
Las atochas, las aulagas, los bacillares, las fustas, los majuelos, las estepas, los carrizales, las junqueras, las choperas, las pinedas, los marojales y las cambroneras me dicen de la flora, llevándome un paso más allá de las zarzas que todos conocemos por eso, por la ampulosa denominación del nombre.
Las becadas, las gangas, las picazas, la ortega, la quincineta, el sirgo, el sisón, la torcaz, la zurita, el azulón, me sacan de las aves de siempre, renombradas para llenar de precisión a la palabra pájaro.
Y, junto con Delibes, a quien nunca conocí, vienen a mi memoria los episodios vividos con aquellos amigos de cuando entonces, aquéllos cuyo recuerdo, como la literatura, me traslada, en un bonito sueño, a otra idea de la caza, de la amistad y de la vida. Y así, escribiendo sobre aquellas cosas, vuelvo a vivir, con ilusiones viejas, aquellos tiempos de lo libre y lo acotado, de lo común y de la propiedad privada, de cuando, en nuestra ignorancia, pensábamos que la caza era libre en campo libre y que nadie podía arrogarse propiedad sobre ella. Y creíamos, con la pureza del que no conoce nada de la historia y de todos los derechos que ésta trae consigo, que la caza no podía ser llamada caza si se concebía de otro modo. Pero, como leyes van do quieren reyes, la realidad nos fue desengañando. Y aprendimos que la libertad sólo es un sueño por más que se predique.
Así que en mis relatos disfruto, porque voy saludando a vivos y difuntos, como si pudiera celebrar, cuando escribo, mi día particular de Todos los Santos. Y me cruzo, a veces, por el cerro La Pajera con Lorenzo El Tajadilla, o por La Torre del Burgo con Moisés y Anselmo, o con el Colás por un ciento de sitios, o con el inefable Rafa por parajes tan variados como a horas tan distintas y, muchas veces, tan inapropiadas, con José Luis, el que volvió a nacer un día de desvede en Jodra, con Vicente Pastor que, siendo un hombre íntegro y un cazador serio, supo regalarme tanta paciencia, con Dionisio El Confitero, cazador viejo, que me legó su experiencia, con Gonzalo que me llevó a sus cotos a cambio de nada y con otros cuyos nombres nunca llegué a saber pero cuyas facciones me acompañan… y, cansado de patear el campo desvaído del recuerdo, a todos ellos les regalo el tributo de mi memoria, mi admiración y mi cariño, y tengo que dar las gracias a cada uno en particular por cosas muy distintas, pero todas buenas.

04 junio 2011

Plaza de Bejanque

He tenido noticias del pasado. Un familiar de Nicolás Gamo Aidapus, el señor Nicolás, el que fue el tendero de mi barrio, ha localizado la foto de la tiendecilla de su antepasado. La tienda estaba situada en la Plaza de Bejanque. El señor Nicolás y su mujer, la señora Jerónima, vivían en el piso que había sobre ella y, si no me equivoco, eran los caseros de las tres plantas habitables que tenía el edificio. Recuerdo que tenían tres hijas, la menor, que a todos los chicos nos gustaba, se llamaba Mila.
La muerte del señor Nicolás fue anterior a la primera que yo conociera en mi familia. Y fue el primer hueco que, de niño, se me hizo en el entorno próximo, el del barrio. El barrio, o los barrios de entonces, eran como una prolongación de la familia. Todos éramos conocidos y, la marcha o la muerte de alguno, desbarataba las ubicaciones físicas y afectivas que uno tenía fijadas desde que abría los ojos al mundo.
Eran los años posteriores a 1955. En la Plaza de Bejanque, o Puerta Bejanque como le decían los más viejos, jugábamos los niños con la única limitación de no cruzar la carretera que la circundaba, pues era un peligroso cruce, al decir de las madres de entonces, de las que iban a Madrid y a Zaragoza y la que, subiendo por La Carrera, se desviaba luego, en San Ginés, para llegar a los Cuatro Caminos y enfilar a Cuenca. Sin embargo, pocos coches pasaban entonces y era más frecuente que fueran carreteros con reatas de mulas los que pasaran con sus trallas y su retahila de juramentos subiendo arena del río.
Nada queda ya, de entonces, en la Plaza de Bejanque. La misma plaza ha sido varias veces remodelada y todos los edificios demolidos y sustituidos por obras nuevas. Pero la plaza, que antiguamente era la Plaza de la Olma, conserva hoy sólo eso: la olma. Según todos los síntomas ya está muerta. Y el esqueleto del árbol gordo de la plaza, como le decíamos los del barrio, es el último hueso, ya casi fósil, que queda en pie de lo que fue la plazuela de mi infancia.

03 junio 2011

Las gateras de la conciencia

¿Que por qué hice aquello? Qué sé yo que te diga. Puede que fuera la  necesidad, que era mucha y, más que apretar, casi aplastaba; o que la pasión por los bichos me cegara, porque tú qué sabes lo que me gustaban esas alimañitas tan asesinas; o que todo lo hubiera ido urdiendo despacio para jugarle al Jonasín aquella estratamagema, por esa envidia mala que el pobre confunde con la injusticia de la vida. Vete a saber, a lo mejor, hubo de todo. Los animales montaraces, al fin y al cabo, para bien o para mal siguen su instintivo.
Que fue una mala jugada, no lo niego. Pero también había estado haciéndole la cama todo aquel invierno como un pasmao; bueno, a él y a los maestros. Que encima, doña Cova, mira el trato que me daba. Que ni miraba pa mí. ¿Qué sé yo por qué?
Porque, claro, el asunto era luego, una vez con los bichos, a ver qué hacía, adónde los metía, cómo los dinsimulaba. Y, fectivamente, todo estaba preparado pero al detalle. El lugar sería el casetón de las escuelas. Allí no pisaba nadie más que yo, y asín podía tener bien en secreto a los hurones. Porque estos bichos es lo que tienen, aparte de lo prohibidos que están, lo malóderos que son. Que echan un pestín que, en la casa de uno, ni pensar en tenerlos. Dicen que si no sé qué gandulas tienen, que si en el celo es peor, que si se inritan  aún hieden más, qué sé yo, el caso es que echan un fedor peor que las bubillas.
-        Pero, ¿cómo tuviste valor a quitárselos?
-        Chacho, lo primero porque me hice al olor.
-        No digo eso.
Pues por esas tentaciones malas que uno tiene, que la conciencia no es cosa lisa, sino camino lleno de recovecos, brechas, gateras, horacos, mechinales, respiraderos, troneras, coladores, cribas, mallas y vacíos, y se camina junto a ella sin saber nunca si se pisa firme.
El caso es que, la primera vez que me se ocurrió, me decía: “Cómo le vas a hacer eso al Burraco, con la confianza que te tiene.” Pero, mia cómo, tanto va el cántaro a la fuente… Y claro, la que pasa, empezamos a zarcear tanto con los inginieros, que si al prao Juanarrón, que si a las Tres Doncellas, que si a lo de la Nogueralino, que si al barranco Agualobos, que si a los Alcobanes, que si a la Fuente el Piojo, que si paquí, que si pallá. Total, que me engolosiné malamente, y que ya llegó un día en que, el inorante, me dejó ir yo sólo, con el Quin y la Quinita, a lo de Valderromán. Eso sí, con el juramento de que no me metiera en lo de la marquesa, porque el Jonasín, que no barruntaba que tomara yo lo suyo como propio, nunca dudó de mi afición por explorar lo ajeno.
En cuanto sacaron el primer conejo, al que por previsión guardé vivo, los recogí pa que no se enviciaran, les di el bocadillo, me volví al pueblo en un suspiro y los dejé a buen recaudo, junto con los capillos, en el casetón de la escuela.
Anda que menudo nidal les tenía preparado y hasta recolectada tenía leche de las cabras del Mondacimas que, entre tanta ubre,  no iba a echar de menos los chorrillos generosos de algunas tetillas despistadas, repartidas en partes desiguales para los bichos y para mí. Que las cabras son muy distraídas y, hasta esa fecha, no habían dado muestra alguna de acusar mi apego.
Y me estuve allí un buen rato, recreándome en ver al Quin y a la Quinita en sus nidales, como hijos adoptivos que acaban de cambiar de padre sin saberlo y hasta me fumé un pajandini contemplándolos. Y bien que me conocía ya todos los sonidos que les hacía el Jonasín, al darles de comer y al reclamarles en las huras, y bien que conocían ellos ya mi voz y mi olor y, perdonada sea la comparación, yo el suyo, que muchas veces, para hacer justicia, era mucho peor que el mío con diferiencia.
Y, mal me está el decirlo, pero me regocijé en mi malatín. Sí, lo reconozco, y hasta el ser un indino me dio placer y no remordimiento. Y llegué al extremo,  por decirlo a las claras, de que me tocaba lo cojones el que el Jonasín se hubiera quedado sin el Quin y la Quinita. Que, al fin y al cabo, ya tenía sus sustitutivos, pues las cuatro crías ya apuntaban y pronto valdrían pal campo.
Que si no había justicia en el mundo en la cosa de la distribución de los bienes, amén de en tantas otras, y si, sin embargo, el buen Dios velaba por nosotros, alguna vez deberíamos de ayudarle los pobres con alguna iniciativa. Que no digo yo de matar, ni cosa tal, que al prójimo hay que respetalo, pero lo de repartir mejor las cosas, aunque fuera una miajilla a la fuerza, no podía ser falta muy grave.
Que hasta la historia reconoce que al Señor lo crucificaron entre dos ladrones, lo cual que, siendo Dios, no debía tener a los tales por compañía peor que otra. Aunque luego, como todo se lía, empezaron con que si uno era bueno y el otro malo. Pero, en cualquier caso, las pocas veces que he practicado yo el oficio, no me tengo por malo. Y conste que lo digo sin mala intencionalidad, que lo digo en plan sano. Vamos, pa entendenos.
Y, por otro lado, si era cosa inlegal lo de los bichos, tan inlegal lo sería pa el Burraco como pa mí y, teniendo el Jonasín tantos medios legales para buscarse la habichuela, bueno sería que dejara los inlegales para los que no los teníamos y andábamos por ahí, como los pajarillos, al cuidado del Hacedor.
Otra cosa fue presentarme ante el Burraco sin los hurones, con el conejo cazado, que desnuqué una hora antes de verle, por testigo de mi historia, y con una cara de dimutación que no quedaba a la zaga de la de Nuestra Señora del Mayor Dolor y los Siete Puñales que sacaban en la Semana Santa los de la Hermandad del Doliente Silencio y la Mayor Misericordia Magnánima de mi pueblo, que también tiene cultura y tradiciones viejas.
Asín que le esperé sentado en un rincón en la taberna del Fabián y, por mi cara de circunstancias, vino a mi vera al instante. Apenas se sentó le susurré en voz baja, con ese tono definitivo y lúgubre en que se dan los pésames, la nueva:
-        ¡Papo, Jonás, que me han pillao los civiles! Que cuando he querido verles casi estaban encima y, ¡hay que joderse, el Quin y la Quinita en plena faena! Y he tenido que salir de naja dejando allí todo, hurones y capillos, con tal de que no me trincaran. ¡Ay, qué disgusto traigo! ¡Menos mal que iba en ayunas porque, si no, se me habría cortao hasta la digestión! Mira, aún traigo un conejo. El único que sacaron antes de que  se presentaran los civiles. Y que conste que lo traigo de milagro porque ganas me han dao, de la rabia, de tiralo al barranco Pajillas.
El Jonasín el Burraco metió la mano en el zurrón y tentó al conejo y vio que aún estaba tibio y que lo que le decía tenía todos los visos de ser cierto y, como si sólo yo en el mundo pudiera entender lo hondo de su amargura, únicamente dijo, con voz muy ronca, casi en un quejío:
-        Mañana iremos a lo de Valderromán,  por si los guardias no se hubieran dado cuenta y el Quin y la Quinita estuvieran por ahí perdidos, ¡animalitos!
Y entonces aún me dimuté más, esta vez con motivo, porque al Burraco se le anegaron los ojos sólo de pensar en los sus bichos. Luego, tras darme una palmada en el hombro, le vi irse cabizbajo hacia su casa, después de pagarle al tabernero los dos chatos y dejarme el conejo pa mi gasto. El Burraco era mu carnal pa sus bichos. Puedes creerlo. Sí.

02 junio 2011

El Quin y la Quinita

Dices tú de los hurones. Ya no dormí bien aquella noche, la idea de entrar por fin en los intríngulis de los bichos me podía. Asín que media hora antes de que amaneciera estaba yo ya camino del portón del Jonasín.
Caminaba despacito, entreteniéndome, aspirando el refrescor de la mañana para desatarantarme, y porque no quería que me se notara que aquellos bichitos me tiraban tantísimo, y porque temía que me se notara lo trabado que me tenía el interés aquel y lo muncho que estas cosas, de de siempre, han podido conmigo.
Y asín que eso, que bajé dando tiempo y, para gastarlo, me fui primero a las eras a mirar las estrellas que aún cuajaban to el paladar del cielo.
-        ¿Ésas que te recordaban a las mozas de tu pueblo?
-        ¡Papo, de todo te acuerdas! Pero, ese día, no iban de faldas los tiros. Que ese día iba yo como el que va a sus melones, sólo que con munchísimo más interés.
-        No me mientes los melones.
-        Calla, no seas rencoroso, ¡qué memoria, papo!, si de eso hace mil años.
A lo que iba. Cuando dejé el ejido, ya empezaban a ocultárseles los brillos al enjambre estrellino y, aluego, miré hacia la luz nueva del naciente que ya quería hacerse algo grisácea por los Hueros, que es por donde amanece en mi pueblo. Y me quedé quieto, a la observación. Y le di al magín, como otras veces, dando por seguro que era una luz que venía cada día de entre la línea de los mundos, el de los vivos y el de los difuntos, y que antes de llegar y extenderse por los campos, expandiéndose y perdiéndose en las horas ciegas del día, te podía poner en comunicación con los tiempos de antes aunque, la verdad, es que a mí nunca me ocurrió, aunque lo tenga por indudable y cierto. Y, entonces, divisé al lucero del alba aguantando en el firmamento más que las otras estrellas chiquitinas que, en cuantito viene la menor luz, se ahogan enseguida. Y viendo repetirse toda aquella grandeza sorda con que echa a andar el mundo cada día, y sintiendo to ese silencio asín, na más interrumpido que por el canto de algún gallo que retaba al sol o por el rebuzno terco de algún borrico entero, no pude en que decirme a mí mismo con muncho respeto:
-        “Hay que joderse, lo que es la puta Naturaleza.”
Y es que, algunas veces, lo bonito del mundo casi te asusta, de puro solitario que te encuentras al verlo, y es casi como si te sobreencogieras y hasta las tripas te hicieran cosas raras. La de veces que lo tengo comprobao. Asín es. Sí.
El caso es que cuando quiso abrir el Jonasín, ya me había echado yo dos pajandinis, por echarme algo caliente al cuerpo, en que tabaco fuera. Que, en aquella época, no diré que tenía más hambre que Dios talento, porque nunca me ha gustado exagerar, pero cerca le andaba y, a veces, hasta estoy seguro de que le pisaba los talones.
-        Pasa, Colás, que vas a conocer al Quin y a la Quinita, bueno, aunque al Quin ya le viste el día de marras –dijo Jonasín el Burraco, abriéndome el portón como un santo de faz sencilla e inocente, como un santo de pueblo, asín como yo, con algo más de analfabeto que de santo. Pa entendenos.
Atravesamos el corral, dejando las leñeras, las cortes, el almacén, las tinas, los aperos y los atrojes a un lado, y le seguí hasta un pequeño gallinero que el Burraco abrió con mucho sigilo, como si alguien, incluso en su casa, pudiera espiarle. Encendió la luz de una bombilla tan tenue que su filamento con la luz de una vela se habría deslumbrado. En dos cajas separadas, tapadas con una alambrera con una piedra encima, estaban los dos bichos: el Quin más quieto y voluminoso, sin ser grande, y la Quinita nerviosa, ágil y escurridiza, inquieta y juguetona.
-        Mira, qué ojos nos echan –dije sin poder sujetame.
-        Y esto no es todo –dijo el Burraco, mirándome con una faz mitad de angelote y de felino.
Y, abriendo otra caja algo más grande, me mostró cuatro crías, ya más que terciadas que, al ver la luz se desperezaron y empezaron a jugar con pequeñas carreras y amagos de lucha entre ellas, una vez que vencieron la sorpresa.
-        ¡Papo, qué alimañas, qué instintivo tienen ya estos animalitos ende que nacen! –dije pa mi caletre.
Pero nada salió a viva voz del cuello de mi camisa, porque no quería que el Burraco notara lo ansiosote de mi interés. Con delicadeza, como el que toma un reloj en sus manos, el Burraco, casi acariciándoles, metió a aquellas elasticidades que se debatían entre sus manos en sendos taleguillos que, con sumo cuidado, puso dentro de un zurrón.
-        ¡Papo!, los manejaba con más melindres que a un niño de pecho. Se veía que el Burraco les tenía ley a las criaturitas. Sí.