Aquella mañana, como tantas
otras, salió de su piso apenas despuntaba el alba. El sofocante estío daba un
respiro, una única tregua, en aquellas dos o tres horas posteriores al
amanecer. Las calles compartían entonces luz y sombra. Los parques conservaban aún
la leve frescura que procuró la noche. El tráfico se iniciaba y casi ningún
transeúnte había, como no fuese alguien que, apresuradamente, se dirigiera a su
trabajo o alguna otra persona que, como él, quisiera apurar con ansia el
aire refrescante que regalaba la aurora. La ciudad parecía un reducto acogedor
y amigable.
Mientras caminaba, ni apresurada
ni lentamente, recreaba su vista en el horizonte de laderas lejanas, aún
umbrías, que contrastaban con el primer toque del sol en las planicies que había
bajo ellas. El lento avance de la aurora, deshaciéndose, le distraía con su
encanto.
Mientras eso sentía, en el parque
de Coquín saltaron automáticamente, a su paso, los aspersores que regaban el
césped y añadieron el tintineo del agua a la sombra que procuraban los pinos,
las arizónicas, las acacias y los cinamomos. Paseaba impregnándose de aquella
humedad, casi sintiendo escalofríos pero gozándose en ellos, pues sabía que
aquel día, como los anteriores, sería engañoso y, dentro de unas horas, los termómetros
rondarían los cuarenta grados. El amigable sol del amanecer, que casi
acariciaba, en breve se tornaría en tirano que, con puño de fuego, calentaría
asfalto, aire, cemento, tierra y piedras y haría de la ciudad un horno.
Siempre hacía el mismo recorrido.
A los tres cuartos de hora llegó, como solía, a la cafetería del Dani. Sólo
tuvo que dar los buenos días y al instante tuvo delante el café con churros.
Volvió al paseo. Tomo la avenida
que, en diagonal, le llevaba a la parte norte del casco viejo. Fue otra hora de
deambular, con el sol a la espalda, por los desiertos bulevares que, tras
atravesar el puente del Alamín, le dejaron frente al palacio. Los poderosos
Mendoza levantaron aquella obra portentosa hacía más de quinientos años, en la
época del descubrimiento. En la sombra tenía una belleza impresionante y
tenebrosa que hacía de su ornamentación renacentista un precioso misterio.
Allí comenzaba a ascender la
Calle Mayor. Era una larga cuesta, a esas horas totalmente en sombra, que
llevaba al caminante a la parte alta, y nueva, de la vieja ciudad.
Fue subiendo la calle cuando
sintió el primer aviso. Un rumor de las tripas lo anunció. Pero bueno, aquellos
gorgoteos matinales tras el desayuno eran normales. Aunque, sin poderlo evitar,
le recordaron los sonidos de cloacas y atarjeas. Por otro lado, cuando llegó al final de la
Calle Mayor, pensó que apenas le quedaban diez minutos para llegar a casa.
Pese a algún gasecillo sordo que
soltó con prudencia y discrección y que le liberó momentáneamente de esa tensa
incomodidad, que provoca la inestabilidad intestinal, siguió pensando que
llegaría a casa, le sobraría tiempo. En todo caso, se dijo, siempre le quedaría
el bar El Trébol que solía estar abierto a aquellas horas y que le daría lugar
donde aliviarse si las tripas anunciaban lo inminente. Todo estaba controlado,
él era un tipo prevenido.
Ahora sí que caminaba ligero,
buscando la línea más directa, sin entretenerse en observaciones, casi con la
premura del que huye de un fuego. El hervor interior soltaba ya más gases de
los previstos y decidió entrar en El Trébol y acabar con aquellas emanaciones inquietantes, pues comenzó a temer la
inminencia de una feroz erupción en zona sin refugio.
Dobló el chaflán que daba vista
al bar. El Trébol tenía el cierre bajado y un cartel que anunciaba día de
descanso.
En momentos como ésos, de
solitaria desesperación, había que hacer de tripas corazón. Quizás la frase se
inventó para momentos tan apurados como aquéllos, se dijo procurando mantener
la calma. Aceleró el paso locamente, perdida toda capacidad de observación y
recreo. Entre pitidos incívicos, y con un arrojo rayano en lo insensato, se
saltó en rojo un semáforo que le dejaba a cinco minutos de su casa. Sudaba ya
copiosamente por la aceleración al caminar y por la otra, interna, de las
independientes tripas que, en su autonomía natural, no le daban tregua.
Al final de la calle se veía la
torre de pisos donde vivía. Era la recta final, la llegada a meta, el ansiado
relax, el descanso del terremoto, la evacuación del dique, el suspiro del
vencedor tras la batalla.
No supo la razón pero, para
vencer aquel tramo, dio en pensar en algo que distrajera su mente, que le
hiciera olvidar su obsesión perentoria, pensó en los números de Tesla, el tres,
el seis, el nueve. La reducción de todas las sumas de los ángulos de los polígonos
regulares inscritos en un círculo al mágico número nueve. Aquel portento
misterioso, alejó la atención de su mente de los movimientos musculares de los
indisciplinados músculos de fibra lisa de sus tripas. Iba a vencer, la mente
mandaba, se imponía al descoordinado instinto, a la loca tendencia natural, a
los movimientos peristálticos, al fogoso abdomen dictador, amén de la lujuria,
de otras cosas nefandas. Aquello era un triunfo de la razón, un monumento al
autocontrol.
Se alegró de no cruzarse con ningún
vecino ni conocido pues hasta el hecho de dar los buenos días de pasada se le
antojaba una dilación, un retraso inadmisible. Sólo una anciana cruzaba,
apoyada en dos muletas, un paso de cebra. Afortunadamente ni siquiera la
conocía.
Como velero con el viento de popa
sólo miraba la bocana del puerto, la entrada a su cobijo de salvación.
A unos veinte metros de la
anciana, que salvaba el bordillo, la señora tropezó con el resalte de la acera.
Cayó de bruces. Sin un quejido quedó tendida. De la cabeza le manaba sangre. No
se movía.
Él siempre se tuvo por un
caballero. Pero, al instante, supo que si se detenía, y más si se agachaba a
socorrerla, se iría, paradójicamente, con total seguridad.
Pero, si seguía, si se hacía el
loco, si pasaba de todo, aquel oprobio, aunque quedara secreto e impune, le
acompañaría de por vida.
¿Qué debe hacer el hombre?
¿Aceptar su destino y asumirlo con todas sus consecuencias, poner cara a los
hechos aunque estos le ensucien ante el mundo, dar la cara a la vergüenza y a
la denigración más humillante o guardar las apariencias, eludir responsabilidades,
salir limpio e indemne y, luego, luchar con su conciencia de por vida?
Eligió lo primero, él era un
caballero, un señor. En cuanto se agachó para auxiliarla, sintió la cálida
invasión, ayudada de gases, liberarse sin traba e inundar tan pastosa como asquerosamente sus bajos, calar ropa interior
y pantalón, deslizarse por las perneras y los muslos hacia abajo. Definitivamente se había ido de vareta.
No llevaba teléfono móvil. Sólo
pudo, sudando copiosamente, dar la vuelta a la señora, levantarle la cabeza por
la nuca y, viéndola inconsciente, buscar con la mirada una ayuda en la calle
desierta.
Cuando un coche paró a su lado al
medio minuto, respiró. El conductor dejó el automóvil en mitad de la calle y
acudió presuroso junto a ambos.
-¿Qué ha pasado?
-Sólo la he visto caerse –dijo
con mucho apuro, con la voz trabada y procurando no moverse.
-Llamaré al 112 –dijo el
conductor, mirando al sudoroso viandante que estaba en cuclillas junto a la
vieja. Le miraba de un modo muy extraño, miraba al principio sin disimulo,
miraba después con descaro. Y la cara del paseante estaba cada vez más cárdena
y sudada, sus ojos más perdidos y vidriosos y sus labios más titubeantes.
El paseante, al fin, se levantó,
se apoyó vacilante en el tronco de un árbol, sacó un pañuelo y se lo pasó por el rostro.
Parecía a punto de desplomarse y el rubor le llegaba a las orejas. La vaharada de tufo se extendió inmediatamente como una mancha
de aceite en papel de estraza. Y rompió a sudar aún más cuando oyó al del móvil
decir:
-Sí, por favor, vengan cuanto
antes. Estoy con una señora herida e inconsciente que he encontrado caída en la
calle. Está en compañía de un borracho que se ha hecho encima sus necesidades y
que no sé la relación que tiene con la señora o con el accidente.
-Pero, qué dice usted. Yo no…
-balbuceó el paseante recién envilecido y denigrado.
-Usted cállese y no se mueva de
aquí hasta que llegue la policía. Y, ¿no le da vergüenza? A estas horas y en
esas condiciones… ¡Que ya es usted mayorcito para pasarse la noche de marcha!