El ingeniero siempre tuvo por
gran virtud la previsión que, en su caso, era la denominación honesta que daba
a la más maliciosa de las desconfianzas. Y, del mismo modo que fue osado y
temerario cuando le convino en sus negocios, se mostraba cauto y prudente
cuanto se trataba de evitar las consecuencias de los mismos.
En el fondo receló, desde el
principio, de que el audaz bereber se conformara con aquella callada que le dio
por respuesta. Por eso tomó algunas decisiones que, después, los hechos
demostraron que habían sido acertadas, si bien no tan efectivas como él supuso.
Nada más acabar aquel verano, el
ingeniero había convencido a doña Currita para mandar a la hija mayor a un
internado en Inglaterra, so pretexto de que esas instituciones eran las
amoladeras más finas donde pulir a las auténticas damitas de la aristocracia. La
sugerencia de su marido adobó de vanidad el ego de doña Currita, que aceptó de
inmediato una propuesta que, según ella, cuadraba a la perfección con la distinción
que, en el futuro, convendría a la noble casta de su hija. Se dijo a sí misma
que no había como los ingleses para mantener las distancias entre clases, era
de dominio público.
Pero, en realidad, fue Zarrúa tan
cauto en cuanto al destino de la muchacha, que, aunque para sus conocidos, la
niña fue a estudiar a Inglaterra, en realidad viajó a Cork, en la católica
Irlanda, donde Araceli ingresó en un colegio para señoritas distinguidas.
Extremo este que sólo conocía con exactitud el ingeniero y, un tanto
difusamente su señora, doña Currita, muy versada en heráldica y grandezas de
España, pero algo despistadilla en geografía.
A Regina, la hija pequeña, le
puso una institutriz que estaba con ella permanentemente.
Unos meses después, la presencia
de Abdel Jabbâr en la ciudad lo complicó todo.
La mañana en que Zarrúa vio
merodear a aquel jinete por el camino del eremitorio que pasaba junto a su
finca, la desazón se apoderó de él. Inmediatamente tomó los prismáticos y no le
cupo la menor duda: era Abdel.
Pese a que el jinete no hizo
intención de entrar en la finca y pasó la mañana vagando por aquellos parajes y por el cercano eremitorio,
el ingeniero no podía asumir aquel atrevimiento. Y, aunque temía que sus paseos
por los Cantos del Duende, si se hacían asiduos, terminaran relacionándole con
el jinete, no podía evidenciarse ante las autoridades denunciando aquella
presencia indeseada y, menos, entrar en contacto directo con el bereber.
Aquella insolencia era
imperdonable. La osadía del bereber no tenía nombre. ¿Hasta dónde pretendía
llegar? A aquel rifeño, se dijo para sí el ingeniero, le iba a pesar su
decisión. Había llegado demasiado lejos, pero no le daría oportunidad de dar un
paso más. No en vano Zarrúa había tenido tiempo de idear una solución para tal
eventualidad.
Quizás el enojo del ingeniero le
llevó a tomar una decisión que él consideró innocua para su fama y definitiva
para concluir con aquel problema. Una decisión que eludía a las autoridades, a
los militares de los que Abdel dependía y, sobre todo, que no dejaría ninguna
huella de su intervención en la resolución de aquel irritante asunto.
El ingeniero, iniciado en
alevosías en la vieja guerra africana y curtido en ellas en la reciente
contienda española, era en su madurez un perro viejo, con el alma encallecida, acostumbrado
a resolver los problemas más espinosos por vías inesperadas y expeditivas,
aquéllas que, para dirimir discretamente ciertas inquinas, solían emplearse en
tiempos bélicos.
En la Posada de las Ánimas
dijeron cuanto sabían a la policía. Desconocían el motivo por el que aquel
hombre llevaba una semana en la ciudad. Sólo sabían que llegó en tren, que
hablaba poco y que cada día salía a pasear a caballo por los alrededores. No
bebía, no se le conocían amistades en la localidad, no traía mujeres a la
posada y no salió ninguna noche excepto la última, tras recibir una nota de un
desconocido por la tarde.
Cuando los agentes de la policía
recogieron el cadáver, pensaron en un primer momento que se trataba de un
simple suicidio y, pese a ulteriores informaciones y pesquisas, no lo
descartaron tampoco posteriormente.
Aparte de algún dinero y efectos
personales, llevaba encima la tarjeta militar de un tal Abdel Jabbâr que
constaba como capitán de Infantería destinado en Ceuta. También encontraron en
las ropas del cadáver una nota escueta, escrita a máquina y sin firma, que
decía: “Te estaré esperando en un reservado del casino. Solucionaremos nuestro
asunto.”
Pero, puestos en contacto con la
Comandancia Militar de Ceuta, se les aseguró que dicho oficial no tenía destino
allí. Sin embargo, la misma Comandancia, pidió a las autoridades que tomaran las
huellas dactilares del cadáver y las enviaran al Servicio de Información del
Alto Estado Mayor. Eso hizo pensar a la policía que, aunque la Comandancia no
reconocía al fallecido con destino en la misma, sí tenía otras referencias de
él. Pero no osaron pedir más detalles porque, entonces, el que la policía
hubiese pedido explicaciones al Servicio de Información Militar habría sido un
atrevimiento similar a que un monaguillo le pidiera cuentas a un obispo.
Habían sido los primeros
viandantes los que aquella mañana, al atravesar el puente sobre el gran tajo
que separaba los dos barrios principales de la localidad, localizaron en su
seno, casi cien metros por debajo, el manchón sangriento de aquel cuerpo
estrellado en las rocas.
No era fiable la documentación
hallada en el cadáver. Ninguno de los socios del casino conocía al interfecto,
así que no era plausible que hubiese quedado la noche de su muerte con alguno.
La policía, aparte del suicidio y sin descartar cualquier otra hipótesis, para
no caer en fáciles errores, pensó que el muerto pudo ser objeto de una trampa.
En ese sentido, y no siendo el
difunto habitual en el lugar, dedujeron que bien podría tratarse de un ajuste
de cuentas entre delincuentes o un asunto del maquis. Pues, en aquel año de
1942, aún había algunas partidas de aquella especie de delincuentes politizados
con los que la Guardia Civil no conseguía acabar.
Aquel cadáver fue enterrado en la
fosa común y, pasado el tiempo, nada concluyente llegó a saberse sobre su fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario