Abdel le anunció su visita a los
quince días de su entrevista. Los aposentos del ingeniero volvieron a ser el
discreto escenario de la conversación con el bereber. En cuanto se sentaron,
Abdel, como tenía por costumbre, entró directamente en materia:
-Mire, con
respecto al aeroplano de observación, los insurgentes y las cabilas se
comprometen a no disparar contra él. Ahora bien, pueden existir pacos aislados
e incontrolados que lo hagan. No obstante se comprometen a avisar a todos los
rebeldes de que no ataquen la avioneta. El aparato deberá llevar en la panza un
rectángulo blanco, grande, que sea bien visible. ¡Ah, y ninguna cruz en las
alas!
-¿Qué piden a
cambio?
-Piden cinco
fusiles por día de observación y una ametralladora por cada semana.
-Y, con
respecto al vial, qué desean.
-Han sido más
flexibles de lo que pensaba. Creo que consideran que desde las alturas
dominarán siempre cualquier pista rodada. Así que se conforman con que se contrate
a no menos de quinientos nativos, que se les trate bien y se les dé un salario
de cinco pesetas diarias. Pero lo vinculan con el otro asunto y, si no obtienen
las armas que piden, tampoco darán luz verde a la carretera.
Tras escuchar a Abdel, el
ingeniero meditó un par de minutos. Finalmente dijo:
-Lo más
complicado es lo de las armas. Dudo de que las empresas estén dispuestas a
suministrar armas a los rebeldes. Serían unas nueve semanas, así que 300
fusiles y 9 ametralladoras. Es un auténtico arsenal. Y si el asunto, por alguna
fatalidad, se descubriera, al menos a mí, me fusilarían y las empresas
perderían toda posibilidad de negocio en el Protectorado. Este asunto no es
como otros, aquí me implico directamente y el ejército está al tanto de ello.
El bereber, notando el titubeo
del ingeniero, le habló con calma, casi didácticamente, como alguien que, con
exagerada amabilidad, explicase algo a un niño:
-Me hago cargo
de sus temores. Pero no sería necesario que fuese usted quien suministrara esas
armas. La línea con la zona francesa está llena de contrabandistas y
traficantes. Si usted me proporciona el dinero, yo entregaré a los rebeldes las
armas que piden. Su nombre quedará a salvo, señor Zarrúa.
El ingeniero, tras vencer el
fastidio que el bereber le producía con su condescendencia, replicó:
-¿De qué
cantidad hablamos?
-De cien mil
pesetas –dijo Abdel sin titubeos.
-Es una suma
muy alta.
-Pero tenga en
cuenta que con ella tiene vía libre para los dos negocios.
-Sí, pero no
puedo pedir cien mil pesetas para armas a las empresas.
-¿Por qué no?
Puede decir que han sido empleadas en ganar la voluntad de algunos.
-No. Mis
representados cuando hacen algún regalo, aunque siempre lo mantengan en
secreto, nunca olvidan a quién se lo han hecho, ¿comprendes? Y, más pronto que
tarde, sabrían que nadie ha recibido tal cantidad. Entonces perdería mi posición
y me vería en problemas imprevisibles.
El bereber, tras observar la
desazón del ingeniero, le susurró de nuevo amablemente:
-Bien. En ese
caso, no les diga nada. Ponga usted el dinero. Los beneficios de estas dos
operaciones, en particular de la segunda, serán ingentes. Seguramente usted
podrá doblar el dinero que expone. Eso, como poco.
-Cien mil
pesetas es prácticamente todo lo que tengo. Me lo jugaría a cara o cruz.
-Dicen los
militares que de cobardes no hay nada escrito –sonrió burlón el bereber.
-¿Y si tú me
fallas?
-Señor Zarrúa,
me ofende. Sin confianza no hay negocios –respondió Abdel sin perder la calma.
-Está bien. Informaré
a las empresas. Si no hay novedad, pásate por aquí dentro de diez días y te
daré el dinero. Pero quiero de ti una garantía. Yo lo arriesgo todo. Exijo una
certeza de que tú te arriesgas también.
-¿Qué garantía
vale más que mi palabra? –dijo Abdel muy serio.
-Elígela tú.
Una que te comprometa personalmente –respondió implacable el ingeniero.
-La tendrá-
dijo secamente el bereber.
-Espero que
valga la pena. No me gustaría que me traicionaras.
-Aún no sé lo
que voy a ofrecerle. Será algo importante para mí. Los de mi raza, cuando somos
retados por la desconfianza de un extranjero, ofrecemos cosas de gran valía.
Pero, por nuestro sentido del honor, si a ello nos obligan, el trato no podrá
ya rechazarse, ni la garantía tampoco –contestó el bereber con orgullo,
visiblemente ofendido, mientras se dirigía a la puerta.
-Que así sea
–dijo Zarrúa, aún más elato, al pronunciar, esta vez él, la última palabra.
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