27 abril 2012

Bolarque (parte 1ª)


Constituían el núcleo del poder y, empero, eran desdichados. Sorprendidos por la secesión de las iglesias del norte, ya rebeldes a Roma, quisieron fraguarse una ilusión: llevar sus almas, en desasosiego, a una espiritualidad  que las tornara en la fuente de su calma. Y, hartos de querer cambiar el terco entorno, decidieron buscar, con igual vehemencia, el camino ansiado del dominio de sus espíritus. Y en esta tarea, que su voluntad consideraba, si no fácil, asequible, descubrieron lo veleidoso y soberbio de su empresa al verse frente a las pasiones y debilidades de sus propios cuerpos miserables.
Era a finales del siglo XVI. Eran los tiempos de la Contrarreforma, fraguada ya con el rey Carlos el Primero, que fracasó en mantener unida a la Iglesia Católica, y sostenida y elevada a motor de su reinado por su hijo Felipe el Segundo.
Dos movimientos surgen en la Iglesia Católica española, fidelísima a Roma, ante el reto protestante que le echa en cara al pontífice la manifiesta corrupción institucional, y los dos pretenden ser de regeneración: el uno es nuevo y combativo, la Compañía de Jesús; el otro, más antiguo, es místico y quiere reavivar los orígenes de las antiguas órdenes religiosas, principalmente la de los Carmelitas Descalzos, reformada por Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz en aquellos días. El primero de los movimientos representa la activa beligerancia de las ideas, la lucha intelectual y, el otro, la fuerza del ejemplo, la imitación callada de la religiosidad primitiva: la renuncia, la obediencia, la oración, la humildad, la continencia y el silencio.
Eran los tiempos del Padre Doria como Visitador General de los Descalzos, el mismo que impuso tanta normativa que muchos, de saberlo, habrían seguido otros caminos de perfección, más sencillos y callados. Y así algunos, que pensaban que vencer al mundo era aislarse de él, aprovecharon esta fanática proliferación de indicaciones y contraindicaciones de Doria para volcarse en el renacer de las  viejas reglas y, no se sabe, si refugiarse en ellas para aislarse de los escándalos del mundo, o afianzarse en ellas para buscar el triunfo sobre su propia naturaleza, ya que ésta parecía, con ser ardua tarea, más posible que la de restaurar el orden viejo, incluso por la fuerza, en una Europa definitivamente partida y crítica en torno al poder papal y al del sacro emperador,  a la sazón ideas defendidas y personalizadas, en gran parte, por los tercios de la milicia española.
¿Dónde pueden ir los hombres sino adónde sus ideas les conducen? Así debió pensar Francisco López, hermano de la orden de los Descalzos, al ver los parajes que se vendían en la ribera del Tajo. Y tan indicados le parecieron aquellos yermos que hasta el Padre Doria consintió en visitarlos y le parecieron idóneos para instituir en ellos el primer Santo Desierto de la orden de los Descalzos, que habría de ser una vuelta a los austeros orígenes y un ejemplo para la Cristiandad.
Por otro lado, un pastor visionario había vaticinado tiempo atrás que a aquellas tierras aisladas, llenas de riscos y olvidadas por el Creador para asiento de humanos, habrían de venir para quedarse hombres santos, fugitivos del mundo.
Lo anterior fue de importancia en el sentir de las gentes de la zona, aunque el pastor no aclararía cuál fuera la causa de su fuga, si el temor al siglo, si su propia aflicción, si sus deseos de paz en el anonimato del olvido, si sus ansias de penitencia, contemplación y entrega a Dios u otras causas ejemplarizantes que sirvieran a la Contrarreforma para rescatar a la Iglesia de Roma de aquellos malos trances en que se encontraba, tildada de falsaria por los seguidores de Lutero. Pero, seguramente, unas serían las razones que tuvieran aquellos hombres de la Descalcez, o las que adujeran para dignificar sus retiros o sus huidas, y otras las que la historia oficial se empeñaría en mostrar para honra y muestra de la regeneración de la Santa Madre Iglesia.
El paraje no era transitado y tenía, además, un acceso difícil. Estaba a dos leguas de Buendía y a mitad de distancia tanto de Almonacid, como del promontorio del castillo de Anguix, y muy cerca de la desembocadura del Guadiela en el Tajo. Era la sierra de Enmedio limítrofe con la provincia de Cuenca y estaba, en sus laderas, muy poblada de vegetación ruda y salvaje. Quejigos, pinos, robles y encinas, madroños y cornicabras, enebros y sabinas, sauces, espinos, zarzamoras, aliagas y otras hierbas y arbustos silvestres tapizaban de un verde poderoso y macizo las laderas y, abajo, junto al potente cauce del río, daban su frescura los álamos, olmos y fresnos y regalaban su aroma la madreselva, la menta y la mejorana.
Se cerró la compra de los terrenos en junio de 1592. Pero ésta no fue de la totalidad del monte, sino solamente de unas pocas parcelas. Estas fueron pagadas por un amigo genovés, como él, del Padre Doria que inmediatamente las donó a los Descalzos. Pues no habían de gastarse fondos propios para un intento de vivir como las avecillas y los otros seres a los que provee el Señor.
El Arzobispo de Toledo concedió licencia en agosto para la fundación viendo que ésta, lejos de mermar ningún bien eclesiástico, ampliaba los existentes. Que los señores arzobispos habían y han de estar en todo.

20 abril 2012

Nacionalismo


A medida que viajo por los paisajes y por la vida, se acrecienta en mí la idea de que los nacionalismos son hechos mucho más territoriales, sentimentales y familiares que asunto de convencimiento: un apego natural a lo de cada uno.
Naturalmente, esto lo deduzco de hablar con las personas y no de escuchar a los políticos. Porque estos últimos, más que decir lo que sienten, dicen lo que quieren que sientan los demás y no es lo mismo. Y, además, el sentimiento que siempre he encontrado en las personas de cualquier lugar ha sido el de la acogida y el afecto natural, ese que se tiene porque sí y que, antiguamente, se llamaba hospitalidad.
Pero hablar de nacionalismos es como caminar por un campo minado, nunca sabes qué sensibilidad puedes pisar. Y, en el afán de no herir, ni ser herido, se termina por hablar sin decir nada por ese miedo.
No sé cómo nos las hemos arreglado en España para, después de 500 años, sentirnos todos tan distintos, considerarnos todos perdedores, mirarnos con recelo e imaginar que a todos nos iría mejor sin los demás.
A veces me pregunto si España ha existido alguna vez así, por las buenas, o si ha existido siempre por las malas y a la fuerza. O, tal vez, si no ha existido nunca, si es un país fantasma, y estamos juntos de casualidad.