26 febrero 2018

Hermanos en litigio



Hay historias que dan vergüenza a algunos. Incluso hay episodios de la Historia, esa que no paramos los humanos de escribir cada día, que también abochornan casi de continuo. Y de las pequeñas historias, locales o familiares, a la Historia de la Humanidad no hay tanta distancia, pues en realidad todas ellas las protagonizamos las personas.

Esta es la historia de dos hermanos.

Los dos habían nacido en el pueblo. El mayor se llamaba Pascual y el menor Urbano. Se llevaban casi diez años de diferencia. Eso había hecho que sus vidas fuesen muy distintas.

Pascual, en cuanto acabó los estudios primarios, dejó los libros y ayudó a su padre en las tareas agrícolas y, con los años, fue relevándole paulatinamente de los quehaceres a medida que éste envejecía. En los últimos años el viejo estaba enfermo y se convirtió también en una carga para Pascual y para su anciana madre. Pascual, afincado y casado en el pueblo, fue durante años el sostén de sus padres. Cuando ambos murieron, Pascual, que andaba ya por los cincuenta años, se sentía el dueño de todo, especialmente de la gran finca que fue de su padre y que él había cuidado y mejorado con esmero a lo largo de tantos lustros.

Urbano, el pequeño, tuvo otra suerte. Terminada la escuela, los padres, viendo ya con ocupación al hermano mayor, le enviaron a un internado donde continuó sus estudios y, después, a la universidad donde los concluyó. Luego consiguió una plaza por oposición en la administración, se casó y se desvinculó cada vez más del pueblo.

La diferencia de edad en un principio y, posteriormente, las distintas ocupaciones e intereses les hicieron descubrir a los hermanos, justo tras la muerte de sus padres, un piélago de frialdad y lejanía entre ellos. Sin embargo, esa indiferencia, a la que contribuyó también la distancia y el trato cada vez menos frecuente, derivó en un enconamiento entre ambos que se produjo al tener que compartir la herencia de sus padres. Entonces un abismo de rencores se abrió entre ellos.

Poco valía la casa y menos valor aún tenían los enseres de los padres. Pero el campo era una hermosa finca casi rectangular, lindante con la carretera y con un nacedero de aguas, de unas cien hectáreas de por junto. La propiedad de esa riqueza, lejos de avenir a los hermanos, hizo aflorar en ellos la semilla del resentimiento. Pero en la herencia quedaba claro que la mitad era de cada uno.

Pascual, en su fuero interno, pensaba que aquella finca la había levantado él con su trabajo. Consideraba que había sido con los dineros procedentes de su esfuerzo con lo que su hermano había podido estudiar y vivir toda la vida como un señorito. Pensaba que era él, y sólo él, el que había cuidado siempre de sus padres mientras su hermano se dedicaba a vivir como un pisaverde pasando de todo. Y ahora tenía que compartir la finca con él, con él, que tenía una carrera pagada con su sudor y un buen puesto en el que, hiciera bueno o malo, le caía todos los meses un buen sueldo. Parecía mentira que ahora reclamara la mitad de una finca en la que jamás había dado un palo al agua. Urbano, se decía, ya tenía una carrera, lo suyo es que renunciara a su parte de la finca. Era lo menos que se podía esperar de él

Urbano, por su parte, se consideró un perjudicado a lo largo de su vida. Qué fácil lo había tenido Pascual, sólo había tenido que quedarse en el pueblo, aprovechándose de la hacienda de sus padres, dejándose llevar, acoplándose simplemente a lo que ya estaba hecho, sin tener que haber buscado nunca un trabajo, sin tener que estudiar, ni opositar. Toda la vida disfrutando él solo de una hacienda que se imaginaba que era toda suya. ¿Que cuidaba de sus padres? ¿No sería al revés? ¿No fue él el que vivió con ellos toda la vida y a costa de ellos? Él sí que había tenido que despabilarse, salir del pueblo, estudiar años y años y vivir míseramente con cuatro cuartos para sus gastos. En cambio su hermano, sin abrir un libro, con dinero en el bolsillo desde siempre, y todo gracias a un futuro que su padre le dio hecho sin ningún esfuerzo por parte de Pascual, excepto el de seguir la huella ya marcada. Su hermano había nacido de pie y él, en cambio, había tenido que buscarse la vida. Qué menos que ahora, al fin, le correspondiera por justicia la mitad de la finca. Y es más, se decía, ya que nunca había percibido un duro de lo que rindió la finca en aquellos años, bien podría Pascual partir con él el capital que hubiese.

Con estos sentimientos no fue difícil que discutieran. Pero la ley era la ley y, como no podía discutirse que la mitad de la finca fuese de cada uno, la reyerta entre ellos se centró en el modo de repartirla. El odio busca siempre resquicios por donde hacer palanca.

Al agricultor todo se le volvían pegas porque, como él decía, no eran todas las tierras iguales: unas eran casi pedregales, otras ricas en agua, otras arenosas, otras eriales, otras eran espléndidas hazas…

Al funcionario todo le daba igual y sostenía que a él tenían que darle sus cincuenta hectáreas y, preferentemente junto a la carretera por si llegado el momento se podía construir.

Como no hubo manera de que se entendieran se vieron finalmente ante una juez. Ambos expusieron ante ella sus sentimientos y su manera de pensar. La magistrada les escuchó tranquila. Cuando acabaron, la señora juez dictaminó:

-         Siendo ustedes hermanos y conociendo ambos sus tierras, sería un atrevimiento por mi parte hacerles a ustedes una partición de ellas. Además estoy segura de que no estarían de acuerdo con mi partición y, seguramente, con razón. Por lo tanto lo que dictamino es que se haga lo siguiente: Primeramente, que, cualquiera de ustedes dos, divida la finca en dos partes, teniendo en cuenta todos los extremos que aquí han citado. En segundo lugar, y una vez que las dos partes de la finca estén fijadas por uno de ustedes, será el otro el que elija en primer lugar la parte que desea, quedando la restante para el que hizo la partición. Así tendrán un reparto justo, equitativo y hecho, con conocimiento de causa, por ustedes. Ninguno de los dos podrá quejarse Y les ruego que no ocupen el tiempo de los tribunales con inquinas personales que los jueces no podemos resolver. Compartirán ustedes las costas del juicio a partes iguales, como la finca.