11 noviembre 2013

Otro domingo


Cansado un sábado más de la rutina, esa de tomar unas cañas y decidir la hora de salida y el paraje de caza del domingo, me dejo llevar y quedo con el Tomasín y el Choti en el bar El Pesebre.

La amanecida del domingo resultó airada y nubosa. Los Alcobanes, el paraje elegido, resulta familiar y, al mismo tiempo, distinto y nuevo por los jirones de nubes bajas que se deshilachaban desde el pinar y bajan rasgándose por el Altillo Redondo hasta la linde con Tordelloso y el alto de la Muela. Los parajes son los de siempre, pero el clima y la luz los dibujan contra un fondo distinto, son los milagros de los días de caza: convertir lo de siempre en algo diferente cada vez.

Lo cierto es que me daba igual el puesto que me dieran en la mano pero, como de costumbre, cada uno adelantó su ruta:

-        Yo me voy por abajo -dijo el Tomasín- que no veas la semana que he tenido y lo cansado que estoy.

-        Yo iré a media ladera –dijo el Choti.

Y como éramos tres, yo dije que me cogería la mano alta, y lo dije con la misma resolución irrevocable que si fuera una decisión personal, siendo, como era, la única posibilidad que me dejaron. El humor siempre es bueno y, por otro lado, la caza es tan aleatoria y caprichos que nunca se puede decir de una mano que sea mala.

Tardé cinco minutos en ponerme en el alto. Entre los calveros y la última fila de pinos de lo de Romanillos. Desde allí veía avanzar a mis compañeros. No era previsible que nada surgiera de aquellas ondulaciones yermas del alto, como no fuera alguna liebre que estuviera esperando en las lomas altas el calor de los primeros rayos de sol, si es que salía.

Pero no fue liebre lo primero que vi, sino un grupo de seteros que serpenteaban el pinar a tal velocidad que en lugar de las estáticas setas parecía que corrían tras algún bando de perdices buscándoles el tiro. Como si fueran a cambiarles de sitio los níscalos. Oye qué codicia. Y pensé que era lo normal, que así somos todos, que, seguramente, esa es la naturaleza de los humanos.

Espantada por los recolectores salió una torcaz en los demonios y, por si acaso, le solté el izquierdo, no fuera a ser que no tuviera otra oportunidad de tirar en el día. Pegó un envite hacia arriba y luego un par de sesgos, dejando una pluma remera que fue bajando al suelo lentamente como un recuerdo de su paso.

Cuando asomaron por los bajos del Altillo Redondo, el Tomasín disparó súbitamente. Serían perdices que andaban por los bajíos, cerca de los rastrojos. Pero no le vi intención de cobrar y sí de seguir avanzando deprisa hacia el barranco. Era el que nos separaba del puntal que, dejando a la izquierda la mole de la Muela, nos llevaba a la linde Tordelloso. Apuré el paso para cerrar el paso de las perdices por el alto, si es que lo intentaban, pero no hubo más tiros. Tampoco yo tuve a la vista perdiz alguna que cortar. Tediosa aquella mano, como siempre.

Al llegar a las tablillas el Tomasín y el Choti dijeron que tres o cuatro habían cruzado al imponente cerro de la Muela. Temí por un momento que me cambiaran de mano y me metieran a la alta pero, picados por las perdices o apiadados de mis años, me dijeron que continuara por la mano baja. El Tomasín se encaminó lentamente al alto y el Choti continuó a media ladera.

Ya habíamos casi rodeado el cerro. Por la parte baja hacía yo mis esfuerzos por rebasar una tras otra las múltiples chorreras escavadas por el agua, profundas y pobladas de retamas. Abajo había otro tío cogiendo setas. Y, justo entonces, cuarenta metros por debajo de mí, chilla la Fary y surge una liebre entre las retamas y enhebra hacia abajo. Sólo le suelto el primer tiro, se trompica, pero la perra la lleva en los hocicos y no tiro el segundo por no herir a la Fary y porque el tío de las setas me hizo ser prudente.

-        Cógela –le grito a la perra.

-        Va pegada- dice el Choti desde arriba.

Pero lo cierto es que la liebre, tras hacer unos extraños, se pierde de nuevo entre las jaras de las chorreras excavadas en la falda del monte por la erosión. La perra abandona el rastro y yo pienso que se me ha ido, porque la liebre es blanda de morir y, como decía el Colás, es un animalito mu sanguino y en cuantito le tropieza un perdigón se desangra.

-        Va pegada –insiste el Choti.

Pero entonces se escuchan tres escopetazos de la repetidora del Tomasín y una perdiz, que baja de lo alto como un misil, se le mete encima al Choti. La veo bajar y le aviso, pero nada, se la traga aunque le suelta los dos tiros.

Terminamos de dar la vuelta a la muela, ellos casi por arriba y yo más bien bajo. Van rápidos en la creencia de que va a saltarles alguna otra perdiz. Yo voy por un trozo de la ladera casi limpio. Camino deprisa pero un tanto indiferente porque allí no es fácil que se queden las patirrojas. La Fary, que no me abandona ni a sol ni a sombra, se pica por debajo de donde yo voy. Habrá pasado alguna apeonando, me digo.

Pero es entonces cuando, en lo más limpio, a unos treinta metros, sesgando de arriba abajo, una rabona como un zorro se desencama, se echa las orejas al lomo, acelera la carrera como un torpedo de pelo y se me cruza limpiamente sesgando mi camino hacia adelante. Ni siquiera me altero y, mientras sigo la limpia trayectoria con los cañones, vuelvo a recordar al Colás: “Mírala, Sarvi, mírala. Si va diciendo: Sarvi, mátame.” Le tomo limpiamente los puntos y suelto el tiro en el momento justo. Da una voltereta por el efecto de la bajada y queda yerta. Ni un segundo tarda la Fari en morderla ávidamente.

Bueno, al menos no me voy de bolo. Aunque la liebre ha sido de las que uno sueña que le salgan, atravesada y en todo lo limpio. ¡Cuándo me veré en otra!

Damos otra vuelta a la Muela. No vemos nada. El Tomasín está mosca porque se le fue la perdiz a cascaporro. Al terminar la vuelta le salta otra al Choti inesperadamente, cuando dábamos por terminada la mano, pero se le va hacia atrás y la marra. Les digo donde se ha dado pero sólo el Choti está por ir a por ella. Vamos pero no salta. Seguramente nos ha burlado ladera arriba.

Se han hecho las 11 y media y noto que están deseando acabar e ir a los coches. Volvemos bordeando un campo de girasoles por debajo del Altillo Redondo. Yo me voy por arriba por si se ha quedado alguna en los aliagares.

A trescientos metros salta una perdiz que se larga más allá de donde están los coches. El Tomasín y el Choti me vocean.

- Llégate al coche y deja la liebre. Tira ladera adelante a por la perdiz y nosotros te esperamos en la taina Vernete con los coches, allí te recogemos.

Espoleado por la posibilidad de poder tirar a la perdiz, cruzo en un plis plas el barranco que nos separa de los coches, dejo la liebre y enfilo a toda velocidad por la ladera que finaliza en el camino de la taina.

La Fary, contagiada de mi excitación, va rápida, a mi paso, veinte metros más abajo por la ladera. Cuando llevamos cuatrocientos metros de ladera comienza a picarse, deduzco que la perdiz efectivamente se ha dado por allí y, según avanzo, mis ojos miran en todas direcciones. Doscientos metros más adelante, a punto de llegar a la taina, la perdiz salta lejos por la parte más alta de la ladera. Pero me pilla listo, le tomo los puntos, tiro de la mano y la veo caer. La perra no tarde cinco segundos en cobrarla. ¡Coño, todavía no se me ha olvidado tirar a las perdices en Atienza!

Al minuto llegan con los coches y yo les recibo tan contento con la perdiz en la mano.

05 noviembre 2013

Envidia




A la ocho en punto llegó el Choti. El Tomasín y yo teníamos listas las perras en su jaula, así como las escopetas y los avíos de la caza en el coche.
-        ¿Qué? ¿Al final te has traído al Jumbo?
-        A regañadientes se ha venido –dijo el Choti, y añadió con seriedad- No sé qué le pasa al jodío perro. Yo creo que está deprimido.
-        ¿Igual le has tenido que dar un Lexatín?–contestó el Tomasín con una sorna que se le salía de la boca.
Mientras enfilábamos para el alto de la antena con el coche, le pregunté al Tomasín:
-        El Choti habrá dicho lo de la depresión del perro en plan de cachondeo.
-        Que no, que se lo cree, que lo ha dicho en serio.
Me callé el “no me jodas”, pero no me hubiera pesado el pronunciarlo.
Dejamos los coches junto a una pila de pacas de paja a un kilómetro del alto de la antena. Éramos los primeros en llegar y enseguida nos dispusimos a iniciar la mano, tomando la suave ladera que llevaba a rodear el cerro de la antena por detrás. El último día de la codorniz habíamos visto un número inusual de perdices en aquel paraje, así que fuimos diligentes a pesar de que, casi seguro, lo de las perdices ya lo sabría medio pueblo.
Apenas iniciada la caza por aquella ladera suave pero poblada de espinos y manchada de macizos de aliagas, que nos rozaban al pecho, chilló el Choti:
-        ¡Me cagüen… que ha transpuesto la liebre ahí delante!
-        Y pa qué no la has tirao –gritó el Tomasín.
-        Si es que llevaba el seguro puesto.
-        ¡Hay que joderse!, ¡bien empezamos!
Al llegar al cerro de la antena, me tocó la parte baja y las dos perras, que no se separaban de mí, empezaron a picarse, especialmente la Fary, la braca de seis años de toda confianza. La Tiqui, una perrilla negra garabita de casi el tamaño de una liebre, la imitaba, pero eso, la imitaba, porque no es perra fogueada ni de fundamento.
Enseguida, el Choti, que iba a media ladera, avisó de que el bando había saltado. El Tomasín lo corroboró desde arriba, pero yo no pude ver nada.
Con toda cautela terminamos de rodear el cerro y nos encaminamos a la abrupta ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, allá, en vertical, cien metros más abajo. Al asomar las sentíamos seguras. Pero nada, ni verlas, ni un aleteo, ni un movimiento extraño.
¿A derecha o a izquierda?- me dije.
Pero la duda la resolvió el Choti que, con autoridad, nos gritó:
-        ¡Bájate tú, que el Tomasín se quede arriba y yo iré a media ladera! Vamos hacia la taina la Mimbrera.
Íbamos hacia la derecha. Teníamos por delante los dos kilómetros de linde que, terminando en el paraje de Cantaperdiz, nos unían con el término de Cinco Villas.
El de arriba no iba mal, pero el Choti y yo, que llevábamos la media y la baja ladera, nos abríamos paso entre la fronda de matorral bajo como podíamos. Al rato el sol salió del todo y, caminando hacia el Este, nos ofendía en los ojos como un rayo. Sacamos los sobreros, arrugados desde agosto. La mañana se había quedado calma y soleada cuando llegamos sobre Cantaperdiz pero, de caza, ni verla.
-        Pero, cómo se van a meter aquí las perdices, en esta puta espesura. Seguro que han cruzado sobre la huerta del Juan Ramón y se han dado en el Calvario- dijo el Choti.
-        Sí, pues ya son las diez y, si queremos volver allí, otra hora tenemos de camino- puntualizó el Tomasín.
-        Pero, ¿os habéis fijado en la mañana que se ha quedado y en el paisaje? –dije yo por decir algo y porque, además, era verdad.
-        Eso sí, a lo mejor con este panorama, este día y esta calma, se le pasa la depresión al perro del Choti- dijo el Tomasín burlonamente mientras se encía un cigarrillo.
Tras unos minutos de descanso volvimos a desandar lo andado. Ya había un cazador por los rastrojos bajos, linderos con Cinco Villas, que nos atronó con tres cartuchazos de repetidora y, por los altos, vimos a otros que aguantaban en ellos, seguramente viéndonos y pensando que les íbamos a ahuecar las perdices de la malísima ladera que recorríamos de vuelta. Aquí, cada cual más listo. Como toda la vida.
Fue casi al llegar al sitio donde habíamos empezado, cuando la Fary coenzó a dar señales inequívocas de rastro de perdiz. Justo en lo más espeso de los aliagares. Las dos perras estaban a mi lado, pero la primera perdiz voló de arriba, justo coronando la ladera. Como no la vi, el tiro del Choti me sobresaltó y sentí los plomos soplar por encima de mí, a mi derecha. La había marrado y súbitamente, a ras de los espinos, el animal se me echó encima. No sé adónde mi ansiedad largó el primer escopetazo, pero la perdiz pasó silbando junto a mí ladera abajo. En un instante me reporté y pensé que debía tomarle los puntos un poco por debajo cuando ya se alejaba velozmente de mí, impulsada por la tremenda inercia de la cuesta. Acerté en esa segunda oportunidad, que la vida nos niega tantas veces, y la perdiz fue a caer allá abajo, en el primer rastrojo que se iniciaba bajo la broza de la cuesta. Bajé lo más rápido que pude temiendo que, pese al pelotazo, fuera de ala y apeonara hasta perderse en la maleza.
Al llegar al rastrojo era la perra garabita, la inexperta pequeñaja, la única que me acompañaba y la que vio a la perdiz correr por el rastrojo y, en un momento, se hizo con ella. La otra perra, la braca, la fiable, había seguido por el alto enfebrecida por el rastro. Pero, tras mis llamadas, bajó al fin para ver cómo le recogía de la boca la presa a la perrilla. Le ofrecí la perdiz a la flamante braca para que se saciara de su olor, pero la perra no hizo ni caso de la oferta y se marchó altiva de mi lado para irse con el Tomasín. Cosa que me sorprendió.
Reanudamos la mano y sugerí que la llevásemos hasta el final, mucho más allá de donde la iniciamos a la ida.
Para animar al Tomasín y al Choti les dije que me subiría a lo más alto y que ellos continuaran por donde íbamos.
Apenas llegué arriba una perdiz se descolgó, al descubrirme yo, ladera abajo. Les iba a chistar pero eso, recordé, era cosa de antaño. Así que les grité directamente a pleno pulmón:
-        ¡Ahívala! ¡Ahívala!
Sonaron tres tiros y vi desplomarse a la perdiz en el zarzón largo que hace de lindero de la huerta de Juan Ramón con el camino de Cinco Villas.
-        Mu güeno, Genry –les grité, rememorando al Colás cuando veía acertar un tiro difícil, aunque ellos seguro que no entendieron nada.
Tras unos instantes de búsqueda vi como el Jumbo, el perro depresivo del Choti, la cobraba. Bueno, parece que éste supera la depresión, me dije.
Terminamos la mano. Y ahora, ¿qué hacemos?
Yo dije que debíamos subir de nuevo al cerro de la antena. La idea se aceptó pero, tras subir, nos encontramos con que había tres tíos en el alto. Sugerí de nuevo volver por donde habíamos venido, donde habíamos matado las dos perdices. El Tomasín y el Choti me miraron, mitad escépticos mitad cansados, y, al final, aceptaron porque no se le ocurrió proposición mejor. Ellos irían altos, por el llano de arriba, que no habíamos pisado, y sólo yo me metería por la tupida y pendiente ladera. Sabía que desconfiaban de que se hubiera quedado allí caza, pero yo estaba casi seguro de que las perdices, acosadas por tantos lados, se estaban quedando en aquella selva de aliagas. Eché de menos a la braca que, después del desplante que me hizo con la perdiz que cobró la garabita, se había ido con el Tomasín. Era la primera vez que me lo hacía tras seis años de ser mi sombra. Pero no me penó porque, al fin y al cabo, yo la sacaba al campo, pero el Tomasín era quien la cuidaba cada día y le daba de comer. Caprichos de los animales, pensé.
La intuición no me falló. Mientras mis dos compañeros pateaban el alto, fuera de mi vista, seguí a duras penas por la ladera del aliagar espeso.
Apenas había caminado trescientos metros cuando me voló una perdiz ladera abajo, corrí la mano con instinto y el tiro casi se escapó haciendo que el ave cayera entre lo más intrincado del aliagar.
Bajé lo más rápido que pude pero el macizo era casi impenetrable. La pequeña garabita negra no tenía corpulencia ni fuerza para meterse allí dentro y yo, que un par de veces oí a la perdiz moverse dentro de aquella pequeña jungla, no paraba de llamar a la briosa Fary que sabía que la cobraría al instante.
Al cabo de un rato y de mis voces, apareció la Fary, seguida del Tomasín y del Choti, que hacían algo de pereza para bajar al lugar desde donde yo voceaba. Pero lo sorprendente fue que la Fary, la expeditiva braca, bajó, notó que la perdiz estaba y, para la mayor de mis sorpresas, se sentó al borde del aliagar y se quedó mirándome impertérrita a pesar de mis gritos que la animaban a buscar la presa. Era como si me dijera: “Hala, que te la cobre la perrucha esa que te ha cobrado la de antes.”
No podía creerme lo que estaba viendo. Había visto a perros rivalizar por cobrar una pieza pero esa actitud jamás la había presenciado. No podía creerme que un animal llegara a eso.
De nada sirvieron mis llamadas. Solamente cuando, al final, el Choti bajó con su perro, el depresivo, y éste hizo intención de meterse en el aliagar a cobrar la perdiz, fue cuando la Fary se metió dentro, se quedó de muestra y se lanzó atrapando en dos segundos la perdiz. Luego, me la mostró entre sus fauces, la dejó en el suelo sin sacarla de entre las brozas, y se salió de allí. Tuve que entrar y cogerla de donde la dejó.
Cuando terminamos la caza del día comentamos el hecho. Para los tres el comportamiento de la braca había sido una cosa singular. Decidí que no volvería a sacar a las dos perras juntas. No podía imaginarme hasta dónde podía llegar la envidia.
Aquella misma tarde salí, esta vez yo solo, a dar una vuelta. Solamente me lleve a la Fary. Quería saber si la braca me seguía siendo fiel.
No tardó media hora en dar con rastro de perdices. Era un herbazal de fino pasto seco que me llegaba a la rodilla. Un lugar ideal para que las perdices, hostigadas por muchos lugares durante la mañana, se hubieran refugiado. Pero, al ser llano, se movían sin esfuerzo, viendo y sin ser vistas. La Fary hizo un par de muestras largas, al cabo de las cuales, dos perdices saltaron lejos. Instintivamente solté los dos tiros a una de ellas por sentirla bien enfilada aunque muy larga. Noté que la había tocado, porque volaba, tras los tiros, colgada de riñones pero, aún así, transpuso un cerrete junto a un chaparro y la perdí de vista.
Como no tenía mejor proporción, llamé a la perra y me encaminé hacia el chaparro por el que la perdiz desapareció. Luego continué ladera abajo con la perra treinta metros por delante. Si no había equivocado la dirección, la experta braca la detectaría. Tras descender unos doscientos metros por la suave ladera, la Fary se quedó abruptamente de muestra. A los cinco segundos la perdiz herida perdió los nervios y salió. No podía ya volar. Aún le hizo un par de quiebros a la braca pero ésta la cobró enseguida y, orgullosamente, vino a mí con ella en boca, me puso las patas en el pecho y me la dio. Y fue como si me dijera: “Ahora sí, toma, aquí la tienes.”
Si la envidia podía producir comportamientos tan extraños en los perros, qué no hará en los humanos. Pensé.