27 febrero 2009

Conciencia


Y él, que había pensado que su vida era suya. Él, siempre tan celoso de su libertad y de su independencia, ¿cómo él había caído en semejante trampa? Él que, tan sólo dos días antes, se había acostado bendiciendo su fortuna de cara y ese don ignorado que tantos bienes prometía.
Indignado por la vergüenza hacia su persona, se encontraba con que alguien, un ser desconocido que reinaba en un despacho, simplemente con unos minutos de distraer su atención de unos informes le podía obligar a hacer algo oneroso y encima así, como quien dice, al chasquido displicente de sus dedos. A él, nada menos que a aquel ser idealista que desde tan joven había preservado intacta, tan perseverante como delicadamente, su independencia y su libre voluntad y que había soñado con ser sutilmente distinto a todos esos seres mezquinos, ordinarios, apegados a la tierra, que le rodeaban. Lázaro se negaba a admitir el hecho de tener que acatar una sumisión tan denigrante. Aquello le repugnaba.
Indignado no hacía más que dar vueltas en la cama sin poderse dormir, impresionado aún porque algo tan inesperado pudiera haberle ocurrido precisamente a él. Pero así era y, a menos que se le ocurriera algo brillante, no iba a poder librarse del cepo en que había caído ni de la tareíta con la que el comisario había pensado amenizarle su paso por La Fambra.
Poco a poco se calmó. Pensó, intentando ser ecuánime, que tampoco estuvo bien que se hubiera dejado meter aquel dinero en el bolsillo y que de aquel dejar hacer le venía ahora este no poder dejar de hacer, esta obligación ineludible. Reconoció también que, en el momento en que el rufián aquel le metió el sobrecito en la chaqueta, sintió una cierta repugnancia por aceptarlo tan taimadamente pero, recordó a la par, cómo se contentó enseguida al día siguiente cuando entró, como un señor, a desayunar al hotel Cervera, que era el más elegante de la ciudad, y cómo lo hizo, con ese aire distinguido que, como había comprobado, hasta la policía consideraba y sabía apreciar. Era un placer el sentirse un ser dominador con esa seguridad que daba el dinerito en la cartera.
Evidentemente, si se pensaba de dónde procedía éste, había de sentirse necesariamente un poco de vergüenza pero, una vez que uno se acostumbraba, y él se acostumbró enseguida, tampoco era el mal para tanto. Todo era capacidad de adaptación, se dijo. Al fin y al cabo gastaba en sus placeres ganancias que del placer ajeno procedían también y así, rodando el dinero de unos a otros, a todos complacía según sus gustos y, escrúpulos tontos aparte, no había hecho, ni remotamente, mal irreparable a nadie. Y, teniendo todo esto en cuenta, concluyó que era el dinero la mejor ramera por eso de saber dar placer a todos y a cada uno.
Considerado el hecho de otro modo, el encargo encomendado era una tarea vil que, como tantas que afectaban al honor, no existiría como tal mientras los demás no la conocieran y, aún conociéndola algunos, no lo sería mientras no fuera pública o notoriamente difundida. Eso en el supuesto de que esos, potenciales críticos, no hubieran actuado de igual modo de haberse visto en idéntico brete. Y así, Lázaro, fue dando a su conciencia cálidos y prolongados masajes de justificación, para flexibilizarla y hacerla tan elástica que todo le cupiera y, de este modo, le ayudara a llevar su existencia con comodidad en lugar de hacérsela difícil y penosa. Modestamente, Lázaro, llegó a reconocer por entonces que lo consiguió y que, con el paso del tiempo, cupieron en su conciencia cosas tales que nunca antes hubiera imaginado.
Enfocando el asunto del lado de sus futuros espiados: qué podían ocultar aquellos aplicados estudiantes y aquellos probos profesores. Se limitaban a ser gente cultivada, con ideas, con conocimientos plurales, variopintos y diversificados…qué interés podía eso tener para el comisario, qué más daba que él le contara lo que opinaban sobre tal o cual autor o filósofo, qué libros leían, como veían el futuro del arte escénico o de la música o de la pintura o qué mundos les desvelaban aquellas películas de arte y ensayo… Lázaro estaba convencido de que, sus revelaciones a Mansoz, le iban a proporcionar un buen nivel de vida sin que por ello sus admirados intelectuales sufrieran ninguna consecuencia ni perjuicio. Es decir, iba todo a ir rodado para él sin ningún detrimento para los demás. Un modo sencillo y cómodo de ganar dinero, vivir bien y poder comprar todos esos libros que tanto le deslumbraban y atraían.
Con el paso de las semanas llegó a pensar que hubiera sido cosa de un bobo el haberse negado en redondo a colaborar con el comisario. Qué gran ocasión de aprendizaje y de mejora personal hubiera despreciado, pues su vida se había hecho desde aquel encuentro, amedrentador en un principio ciertamente, una especie de etapa indefinida de recreo digna de ser paladeada con deleite. ¡Qué gran placer era el aprendizaje!, concluyó Lázaro una vez que hubo revocado sabiamente todas las grietas que en su conciencia surgieron al principio. Ciertamente un hombre había de construirse a sí mismo y aplicarse en esa tarea con más tiempo y ahínco que en ninguna otra.
El dinero que comenzó Lázaro a recibir puntualmente le era entregado con todo respeto y sobria ceremonia los finales de mes en cuanto asomaba la nariz por el burdel. Gracias a él su aspecto había mejorado, se había comprado alguna ropa, se aficionó al buen tabaco, a la buena mesa y al vino de Rioja. También sus relaciones personales habían mejorado, pues ya no era necesario que se excusase fútilmente cuando le pedían ir a cenar en compañía de algún o algunos de aquellos amigos recientes, por no tener dinero para pagarse cenas en restaurantes o en hoteles. De hecho era él el que ahora les pedía quedar para cenar de vez en cuando y escuchar sus interesantes charlas sobre filosofía, literatura, arte, cine, etc.
Enseguida conoció a una chica tan joven como él que también frecuentaba aquellos círculos, si bien no tanto como los varones, pues aquello por entonces, como ya se dijo, no estaba muy bien visto entre mujeres. Era una chica muy espabilada, rubia y con el pelo corto aunque no excesivamente y tenía una figura espléndida. La muchacha estaba muy bien, era muy atractiva y lo sobradamente despierta, suficiente y simpática que solían ser algunas chicas a la edad de Lázaro. Él, sin embargo, no estaba todavía muy curtido en lides femeninas y de este modo, Valeria, que así se llamaba la muchacha, le parecía a Lázaro lo más interesante, subyugador, atrayente y fresco que en La Fambra podía encontrarse.

26 febrero 2009

Ingenuidad


Sólo pasaron dos días. Al regresar aquella noche hubo de atravesar el viaducto, como todas, en dirección a la residencia. Había pasado la tarde en la cafetería Eslava con varios de aquellos profesores y estudiantes a los que tanto admiraba y a los que pudo invitar aquella noche a una ronda, sin contarles el origen de su inesperada pujanza económica. Iba pensando en los libros que aquella mañana había encargado en la librería de la cuesta de San Salvador. Le habían dicho que en una semana a lo sumo los tendría allí.
Al llegar al centro del viaducto un hombre de unos treinta años le pidió fuego. Al echarse la mano al bolsillo el hombre le mostró una identificación de policía que Lázaro, súbitamente nervioso, no llegó casi a ver pero de cuya autenticidad no dudó. En ese mismo momento, otro hombre, algo más joven, que debía venir detrás de él llegó a su altura y así Lázaro quedó entre ambos.
- Lleva usted poco por aquí, ¿verdad? –dijo el mayor de los hombres.
- Sí, apenas un mes –contestó Lázaro, tímidamente y en estado de alerta.
- ¿Sabe usted que en la parte del ensanche, al otro lado del viaducto, hubo un campo de prisioneros?
- No, no lo sabía –Lázaro casi había perdido la voz.
- Pues sí, lo hubo. Todas las mañanas atravesaban este viaducto para ir a reconstruir la ciudad, en ruinas por la guerra, ya sabe… Algunos, cansados de la dureza de su vida, saltaron por esta barandilla para no enfrentarse a un destino que veían sin salida. Claro que de eso hace ya muchos años y, sin duda, a un joven como usted estas cosas no le interesan.
Lázaro, entre los dos hombres, miró la barandilla de hierro fundido y, debajo, la negrura sin fondo que el barranco ofrecía por la noche con sus ochenta metros de profundidad. La compañía de los dos policías y la visión de la baranda del viaducto, tenuemente iluminada por el alumbrado público, no le daban ninguna tranquilidad. La voz del hombre le sacó de sus temerosas conjeturas.
- Acompáñenos. El comisario Mansoz desea conocerle.
Tan impresionado estaba Lázaro por el incidente que no se atrevió a hacer pregunta alguna y, sumiso, les acompañó en silencio. Dieron la vuelta y, con Lázaro entre ambos policías, tornaron hacia el centro histórico de La Fambra. En su camino no se cruzaron con nadie conocido y eso a Lázaro le tranquilizó, pues a nadie tendría que dar explicaciones. La comisaría estaba en un edificio nuevo, de esos reconstruidos en la época a la que hizo alusión el policía. A la puerta había un guardia de uniforme. En el recibidor había un mostrador donde otro guardia informaba de dónde estaban los despachos y las gestiones que en cada uno podían hacerse. A aquellas horas no había nadie. Pasaron al interior y entraron a la antesala de un despacho. Dejaron allí a Lázaro y le dijeron que esperase hasta que desde la puerta interior le avisaran para pasar al despacho del comisario. Lázaro estaba muy nervioso. Pensó que aún le quedaba la mayor parte de lo que le habían dado en el burdel y, muy alterado, contó los billetes que tenía en la cartera. Estaba dispuesto a contarle todo al comisario y pedir las disculpas que hicieran falta, lo que faltaba se lo devolvería en cuanto tuviera algún dinero, anularía el pedido de los libros…
- Pase usted –dijo desde la puerta del despacho un policía de uniforme cuando Lázaro, tras media hora de espera, pensaba que le iban a hacer pasar la noche allí.
Lázaro entró al despacho y vio cómo un hombre de unos cincuenta años y con gafas hojeaba papeles tras una gran mesa rectangular iluminada por una luz potente. Parecía muy concentrado. El despacho era amplio y tenía sobre las paredes un crucifijo y los retratos oficiales. Estaba iluminado por una araña sencilla y carecía de adornos excepto unas cortinas sobrias y media docena de sillas, dos frente a la mesa y las otras cuatro pegadas a las paredes. El comisario no era un hombre corpulento, estaba bastante calvo y el pelo que aún conservaba en los laterales del cráneo era rizado, tenía un bigote fino, patillas no muy largas y, cuando al fin levantó hacia él la mirada y se quitó las gafas, pudo Lázaro observar unos ojillos vivos, descarados e inquisidores que se clavaban en él y le recorrían de arriba abajo sin que el comisario moviera un solo músculo de la cara. Al momento el comisario le dijo al policía que les dejara solos. En cuanto éste salió fue Lázaro a hablar para aclarar lo del sobre pero el comisario le detuvo con un gesto y le hizo seña de que se sentara. Una vez que Lázaro se hubo sentado el inspector se presentó y después le dijo:
- Bajo ningún concepto es bueno que una persona hable mientras no se le pregunte. Recuerde usted esto de ahora en adelante.
- …
- Usted, por ejemplo, piensa que está aquí por ese episodio sin importancia del burdel. O que, al menos yo, no le doy importancia por el momento.
- …
- Pues no es así. Pero, si usted me lo hubiera dicho y yo no lo hubiera sabido, usted me habría dado una información gratuita que yo no tendría por qué conocer. Así que en el futuro tenga usted cuidado con lo que dice sin que nadie le pregunte.
- ¿Pero entonces? –se atrevió a decir Lázaro totalmente desconcertado.
- Para la gente del burdel usted seguirá siendo policía, no se inquiete por eso. No tendrá que devolverles el dinero. Es más, si sus visitas por allí no son demasiado frecuentes, hasta es posible que le inviten a pasar el rato con alguna de las pupilas y a tomar unas copas. No estoy interesado en ese asunto.
- Pues, entonces, no sé…
- Sí, no sabe usted por qué está aquí. Se lo explicaré. Usted lleva muy poco tiempo en la ciudad. Aquí nos conocemos todos enseguida. Mis hombres, por ejemplo, están perfectamente identificados. Así que usted va a colaborar con nosotros porque es un buen ciudadano y porque nosotros sabemos agradecer la colaboración.
- Pero yo…
- No hace falta que le explique lo bien que ha caído usted en el ambiente, digamos, intelectual de esta ciudad, en esos círculos de eruditos que a usted le gusta tanto frecuentar y a cuyos miembros admira. Hemos comprobado que, quizás por esa ingenuidad que usted no es consciente de tener, ha sido aceptado en ellos sin ningún recelo y digamos también que, para la policía, ésos son ambientes vedados pero que, sin embargo, tienen gran interés para nosotros. ¿Entiende usted por dónde voy?
- No querrá usted que sea un espía y un chivato, que pase por lo que no soy… -dijo Lázaro, empezando a perder su estúpida candidez e intentando parecer ofendido.
- Anteayer pasó usted muy bien por policía y no lo es… y ya ve usted que yo no se lo recrimino y bien podría hacerlo con más severidad y rigor del que imagina. Sin embargo he decidido aprovechar sus habilidades en beneficio de la sociedad, es decir, de todos. ¿Chivato, dice usted? Le estoy pidiendo colaboración ¿No le parece mejor así? Necesitamos una persona como usted. Sólo tendrá que llevar la vida que lleva ahora, relacionarse con la gente que se relaciona, puede usted seguir con su aspecto extravagante o adoptar el aspecto desaliñado de esos intelectuales, pero necesito que me pase toda la información que de ellos alcance a saber y… desde luego, sería de vital importancia si descubre usted la relación de alguno de ellos con algún partido clandestino. ¿Comprende? ¡Ah, y no se haga conmigo el ofendido que veo comedias similares cada día!
- Pero si yo vengo aquí pensarán…
- Usted no pisará esta comisaría bajo ningún concepto a no ser que mis hombres le detengan y, en ese caso, lo harán de tal modo que quedará usted libre toda sospecha.
- Entonces va a ser difícil comunicarme…
- No, cada quince días si todo discurre normalmente, escribirá usted una carta sin remite al apartado de correos número 30, dirigida a la Editorial Fidélitas. En esos informes me tendrá usted al tanto de cuando deseo saber. Si se entera de algo que le parezca de gran interés me lo hará saber lo antes posible, sin esperar a los quince días habituales entre informe e informe. ¿De acuerdo?
- Pero…
- No hay peros que valgan. No le estoy dando a usted alternativas. ¿No le gustó hacer de policía? Pues ahora lo va a hacer de verdad y, lo que es más, para servir al bien común, ¿comprende? A finales de cada mes pase por el burdel, ellos le darán un sobre con el doble de lo que le dieron la última vez. Si nos encontramos, usted no me conoce.
- Pero, entonces, ¿es que me van a pagar los del burdel?
- Eso no es asunto suyo. Ya puede marcharse. Espero no tener que hacerle traer aquí. No me gustan las estupideces ni tener que repetir las cosas –el comisario hizo un gesto con la mano para que Lázaro saliese y se sumergió de nuevo en sus papeles sin levantar la cabeza para verle salir.

25 febrero 2009

Muchos años después...


El matrimonio con sus siete hijos, aterrorizados por los combates, huyeron de su casa con lo puesto. Primero se escondieron a pocos kilómetros de la ciudad. Sin embargo, al día siguiente uno les dijo que se fueran que, tras la batalla, buscaban al padre. Alguien les ayudó y con su aval, presencia y salvoconductos hizo que llegaran a Madrid. Allí se despidieron de aquel hombre que desinteresadamente les había respaldado y amparado y que no volverían nunca a ver. Dígame quién es usted para, si puedo, darle las gracias algún día, dijo el padre. Una persona, contestó el desconocido, se dio la vuelta y se marchó sin más.
Era Madrid lo que fue siempre, una ciudad solidaria y de aluvión. Una ciudad de forasteros controlada entonces por milicianos recelosos, comités de autodefensa y racionamiento. Allí anduvieron repartidos por casas de familiares, cambiando de unos sitios a otros, a veces juntos, a veces separados, porque nueve bocas eran muchas bocas en tiempos de miseria y la paciencia, la bondad y, sobre todo, la comida eran bienes a cual más limitados y era difícil y grande coincidencia que algún mortal tuviera todos a la vez y los prodigara sin fin en aquel tiempo.
Viendo que la buena voluntad de los parientes, por fuerza, terminaba acabándose al tiempo que el pan y, a veces, aún antes, se fueron a Pastrana. En un pueblo siempre era más fácil hacerse con comida. Una parienta les cedió un viejo molino en desuso. El matrimonio con cuatro de los hijos, el mayor y los tres pequeños, vivieron en el molino de los Escribanos. Entre el padre y el hijo mayor, de 14 años, limpiaron caz y caceras, amolaron las piedras y pusieron el molino a funcionar, explotaron el huerto abandonado y sacaron, de donde antes no había, lo más imprescindible para comer. A los otros tres hijos, los de en medio con menos dependencia de los padres, les enviaron a la cercana Valdeconcha al molino del tío Pablo, otro pariente protector.
Al año y pocos meses se sintió el padre descubierto y amenazado y, estándolo el padre, lo estaban todos. Se reagruparon y, de nuevo errantes, huyeron una noche hacia la provincia de Cuenca con tantas cosas como pudieron cargar en unos pocos sacos de arpillera. Dan con otros parientes solidarios que les acogen en Valdeolivas y, compadecidos de pareja y prole, les alojan en el recóndito molino de Las Juntas de Albendea, paraje idílico y de singular belleza brava donde confluyen el salvaje río Escabas con el manso Guadiela. Un año más de vivir a salto de mata y, acosados de nuevo por el miedo, a punto están de huir de nuevo cuando les sorprende la noticia del fin de la contienda.
Sin paciencia para esperar más, se despiden de sus últimos protectores, por una vez, con la emoción de la paz y del retorno. Con lo que les queda de comida regresan a su casa. En un camión vuelven los nueve, felices y anhelantes, más el cordero Ricitos y el gato Pin protegidos por manos infantiles. Tras un penoso viaje en la caja del camión, su ciudad aparece al fin sombría. Está destrozada por los bombardeos y los incendios y muchas fachadas agrietadas aparecen por doquier picadas a balazos. Temen, angustiados, no tener ya casa. Llegan a la calle de Cacharrerías con el alma en un puño. Encuentran la casa vacía y saqueada pero milagrosamente entera y en pie. Respiran. Descargan del camión sus cuatro pertenencias. Se detienen callados ante el edificio. Ven como el vehículo se aleja y desaparece cuesta abajo hacia el río. Todos siguen silenciosos ante la puerta pero ninguno entra. La niña pequeña tiene al gato Pin entre los brazos y el cordero ha metido la cabeza entre las piernas de uno de los muchachos. Han pasado casi tres años desde que se fueron. Cuando María, la madre, entra la primera, lo primero que hace es arrodillarse y besar el suelo.

Malentendido


Lázaro, enfundado en un traje que había sido de su padre y que su madre había arreglado y mandado teñir de negro, cayó por casualidad en uno de los antros de La Zambra. Fue una noche, un algo tarde, en la que salió solo y paseó pensativo y taciturno. Era una noche de otoño y apenas nadie le conocía aún allí. Deambulando sin rumbo por la parte más arrabalera de la ciudad dio con un bar que tenía la luz encendida. Entró en él al azar como muy bien podía no haber entrado, pues nada externamente le llamó la atención.
Apenas dentro notó algo extraño en aquel local que él había tomado por un bar y que, en efecto, así lo parecía en su planta baja. Los camareros le observaban algo inquietos y lo mismo hacían los pocos clientes que tomaban copas en la barra, pero se dijo que serían figuraciones suyas. El muchacho alto, serio, atlético y que, enfundado en aquel traje negro, parecía mucho mayor, se quitó unos guantes de cuero también negros y los metió cuidadosamente en uno de los bolsillos de la chaqueta. Notó que los guantes habían desteñido y que le habían manchado las manos con restos de tinte. Preguntó a los camareros y éstos, con respetuosa seriedad, le indicaron el lavabo. Más que servicios aquello parecían una letrinas cuarteleras. Los retretes eran agujeros en un suelo de cemento y estaban separados por unas cuantas mamparas de madera de contraplaqué medio desvencijadas y con las puertas rotas y astilladas y las cerraduras arrancadas. En la penumbra que procuraba una bombilla, que iluminaba tan poco como la llama de una vela, le pareció vislumbrar una rata corriendo pegada a la pared que se colaba por uno de aquellos agujeros. De las cisternas pendían cuerdas oscuras y sobadas y todas ellas goteaban, dando a la estancia un fondo de sonido monótono y rítmico. De un clavo de la pared pendían unas hojas de periódicos cortadas en cuatro que servían para rematar la toilet si se hacían necesidades mayores. Había dos lavabos, el uno roto y el otro arpado, cuyos grifos daba grima tocar por la suciedad que en todas partes se acumulaba en tomos y costras visibles hasta con aquella luz tan mortecina. Tras lavarse las manos, sofocando con esfuerzo la arcada que le provocaba el hedor de los retretes, y procurando no mancharse con la mugre que allí se acumulaba, salió cuanto antes del cochambroso servicio. Apenas salió, notó Lázaro como los dos camareros, ante su aparición, dejaron repentinamente de cuchichear entre sí y cómo los pocos parroquianos que había le miraban también de reojo. Pidió un café y mientras lo probaba sintió que no se relajaba la tensión. Al poco bajó un hombre algo mayor del piso de arriba por unas escaleras que daban a un extremo de la barra del bar, pero por la parte de los clientes, y se dirigió a él, apenas le observó, con decisión.
- Le ruego que nos disculpe por lo sucio de los servicios, pero desde esta mañana que se limpiaron…
Lázaro no salía de su asombro por lo que a él le pareció un detalle educado por parte del encargado del local y, sobre todo, por la gran mentira que salió de su boca, pues aquellos servicios acumulaban la porquería, al menos por trienios, como los funcionarios hacían con su antigüedad.
- No he venido a ver sus servicios –dijo Lázaro cortésmente para no avergonzar al encargado.
- Sí, ya supongo que desea ver la parte de arriba. Estoy seguro que le va a parecer bien ya que, según creo, es la primera vez que usted viene por aquí.
- Pues sí, no conocía este local y hoy, al dar con él y verlo abierto, me he decidido a entrar.
- Suba, suba por aquí, por favor –y el encargado le condujo escalera arriba mostrando deferencia.
Lázaro intrigado le siguió algo sorprendido pero sin hacer preguntas. Tras abrir una puerta recia y recorrer un corto pasillo, una segunda puerta les condujo a una especie de sala amplia, caliente y más confortable, con una salamandra encendida en una de sus esquinas. Tenía un par de sofás amplios junto a las paredes y una serie de sillones con mesitas bajas y una minúscula barra con estantería donde había copas y botellas de licores variados. La decoración era extraña y recargada: cuadros con angelotes, malas imitaciones de Rubens con mujeres carnosas y un conjunto de cortinas con ostentosos lazos en tonos pastel que daban a otra puerta y otras más, a juego, que cubrían tres ventanas. En ese momento las cortinas de la puerta se movieron y salieron dos hombres uno joven y otro mayor, de más de 60 años. El mayor iba muy congestionado y el joven bromeaba con él.
- Coño, tío Damián, que no me imaginaba que aún valía usted.
- Vamos a tomar una copa, Paco –repuso el viejo, algo sofocado, carraspeando y con la respiración agitada.
Sin embargo apenas vieron al encargado, acompañando a Lázaro, se callaron y pasaron ligeros a tomar el pasillo que les llevaría escaleras abajo. Lázaro miró intrigado a su interlocutor y este azorado le dijo que tenían todo en regla, que en ese momento tenían cuatro mujeres en la casa pero que de todas ellas tenía notificación la policía y que, como siempre, había un buen entendimiento mutuo. Lázaro escuchaba atónito a aquel hombre pero calló porque no supo qué decir. Fue entonces cuando, sacando un sobre del bolsillo, se lo introdujo discretamente en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta.
- Espero que sigamos como siempre. Ya saben que aquí sólo encontrarán colaboración.
- Bueno, no esperaba encontrarme con esto pero le agradezco su información. Tomaré mi café y me iré.
- Bien. Muchas gracias. Aquí nos tienen ustedes para lo que quieran.
No se entretuvo mucho Lázaro en terminar su café, que de ningún modo quisieron cobrarle, y se marchó del local sin desengañar a nadie sobre su identidad. Al salir de allí casi le entra la risa a carcajadas. Sólo el intenso frío, que caía desde el cielo estrellado, le hizo apretar el paso para llegar pronto a la habitación de la residencia. Al entrar, encendió la luz y sacó el sobre que el del burdel le había metido en el bolsillo. Dentro había cinco billetes de los grandes. Comprendió de inmediato que ser policía en aquellos tiempos, y vaya usted a saber si acaso en todos, era un gran chollo pues ya lo era, simplemente, el que por tal le hubieran tomado. Por policía nuevo, evidentemente, le tuvieron los del antro. Y él, claro, andando canino y viendo el detalle del sobre, no se molestó en desengañarles, que no era él de esos que, orgullosos, despreciaban lo que de tan buena fe se les pone en la mano, que bien decían los clásicos que se coge lo que te dan y se suspira por lo que queda. Y no era él, tan joven, quien para contradecir la sabiduría de los antiguos con actos de soberbio desprecio y desapego. Que había que tener un poco de humildad.
Miró el dinero de nuevo y se sintió orgulloso de, con sólo su porte, haber sido merecedor de recibirlo. Pensó, ignorante e inexperto en todo como era, que ya era hora de que la vida le sonriese con la buena fortuna. Parece, se ufanó por otro lado, que tenía una virtud desconocida: el arte de aparentar lo que no era sin esfuerzo. Se miró en el espejo del armario poniéndose alternativamente de frente y de perfil e intentando percibir lo que su gesto adusto podría transmitir a quien no fuera él. Alto, serio, fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, vestido de negro de pies a cabeza… ¡Coño, si parecía un nazi! Pues bien, si por tal le habían tomado, no sería él quien les desengañara, del mismo modo que no fue él quien les mintió ni, con una sola palabra o gesto, insinuó que fuera policía.
No estaba mal tener un don y, de vez en cuando, poder explotarlo. Y se durmió risueño de su hazaña y creyendo conocerse más y suponiendo haber descubierto en sí mismo cierta planta que, con el tiempo, daría frutos y más frutos siempre aprovechables para el amo que, sin duda, era él y por siempre lo sería. Dulce ingenuidad.

24 febrero 2009

La Fambra A


Pero La Fambra era también una ciudad seria, ordenada y con todos los puestos de mando controlados por aquellas personas que miraban de soslayo a toda esa morralla de gente intelectual que, como indigentes de ideario y apátridas de las esencias eternas, pululaban por ella con cansada desgana.
Eran estas personas las que tenían el gobierno de la ciudad, las que detentaban todos los puestos oficiales, las que controlaban la burocracia, las que regían los juzgados, las que controlaban la banca, las que dirigían los negocios, las que mecían con mano firme pero amigable la cuna de cristianismo que lo soportaba todo en La Fambra, desde el fondo del barranco hasta la cúpula de la catedral… en fin eran la gente de primera clase, la representación oficial de la ciudad. Resumiendo, el poder.
Se decían gente recia, herederos de un poder ganado por la mano, cara a cara y por las bravas, en el rigor y la dureza del combate, sin escatimar en fuego, dolor, valor y sangre. Tenían además gran honra en ello pues no en vano, pensaban, levantaron la nación aunque para ello hubieran de levantarse ellos primero. Eran un grupo de elegidos a los que muchos por conveniencia secundaban. Se sentían una élite y hubieron de refrenar en aquel tiempo muchas veces su ira y hacer que practicaban la tolerancia de buen grado con todos aquellos que, llevados por los distintos modernismos imperantes, no veían en su actitud virtud sino normalidad y así ponían su paciencia a prueba un día sí y otro también.
Entre estas personas sonaban poderosos como toques de corneta los apellidos de militares, los de jueces, los de obispos y cargos de la curia, los de financieros, los de catedráticos, los de terratenientes, los de empresarios, los de rentistas y, luego ya, toda la cohorte de barandas, la caterva de aduladores, el grupo de vivillos, el hatajo de oportunistas, la bandada de correveidiles, el pelotón de alcahuetes, el manojo de pisaverdes, la pollada de saludadores y besamanos, el enjambre de pelotas y la manada, creciente siempre, de estómagos agradecidos que acompañaban inevitablemente, como los insectos a los excrementos, a todos esos nobles cargos plenipotenciarios de la verdadera élite ciudadana.
Llevaban muchos años al mando. La gente madura y los viejos recordaban muy bien de dónde les venía el poder y por eso les temían y recelaban incluso de su mera cercanía y presencia. Pero la gente mayor iba desapareciendo y los jóvenes, por contra, ignoraban lo que los viejos sabían. Así, se atrevían a hacer cosas de las que sus mayores se habrían guardado y tal vez eso era lo que le daba a La Fambra ese aire de libertad intelectual que Lázaro apreció.
Por otro lado, el viejo régimen, con sus muchos años de rancia antigüedad en el hecho de sucederse a sí mismo, andaba deseoso de demostrar al mundo que no era cierto lo que de él se decía. Que no había caducado la vigencia de su ideario y que si ahora había libertad era porque en su día ellos se alzaron para sofocar el libertinaje y la anarquía. Que el régimen se había agiornado y estaba dispuesto a tolerar las ideas más variopintas siempre que no degeneraran en desorden ni pusieran en peligro la paz que ellos habían conseguido tan esforzadamente, aunque fuera, con la guerra. Y, con astucia, pensaban que el hacer todas esas cosas, con las que ni en el fondo ni en la forma comulgaban, le daba al sistema ese toque de apariencia plural, pseudodemócrata y parvotolerante que en Europa estaba tan bien considerado.
Sin embargo aquellos prohombres se revolvían y se retorcían internamente al observar a toda aquella barahúnda de intelectuales abominando de la iglesia, siguiendo corrientes contrarias al creacionismo, exponiendo teorías absurdas de la evolución, leyendo a autores marxistas o de claras tendencias izquierdistas y, además, yendo por las calles con esos pelos, con esas barbas y con esas pintas…provocaciones andantes es lo que eran y, además, hablando de libertad a todas horas, como si en aquella ciudad no pudiera seguirse otro protocolo o patrón de albedrío que no fuera el que ellos preconizaban.
De este modo en La Fambra había al menos dos ciudades, la de los que mandaban y la de aquellos que se consideraban por encima de los mandatarios o ajenos culturalmente a ellos cuanto menos, ya que las nuevas verdades que atesoraba su intelecto les hacían sentirse superiores al conjunto de mandatarios preocupados por los cartesianos conceptos de mantener su paz y su orden a ultranza. Y, luego, como siempre, estaban las personas que no entendían a los intelectuales y sí temían a las autoridades y era este grupo el que como única aspiración tenía el que unos y otros les dejaran trabajar en paz y comerse el cocido en su rincón sin sobresaltos ni amenzas.

19 febrero 2009

La Fambra B


Aún más pequeña que su ciudad natal, La Fambra era sin embargo más completa por encontrarse aislada, a trasmano de cualquier otra ciudad grande, pues cerca de La Fambra no había ninguna. Tenía librerías con textos interesantes, no fáciles de conseguir entonces, y una vida provinciana de bares y modernas cafeterías que habían sustituido a los viejos cafés, aquellos de peñas y tertulias, de toda la vida. A Lázaro le sorprendió esta actividad intelectual, inusitada para él, y también el verse con la inesperada e inédita libertad de que gozaba. Todas estas cosas, mezcladas con su mucho tiempo libre, le hicieron creerse poco a poco una persona distinta de la que antes era, o mejor, el descubridor de un mundo diferente y distinto al que hasta entonces había imaginado.
Conoció mucha gente. La mayoría eran personas mayores que él, profesores, estudiantes y universitarios por lo general, que hablaban de cosas de las que él no sabía nada ni había oído antes mencionar. Comentaban e incluso a veces discutían apasionadamente sobre libros. Inevitablemente eran libros de los que Lázaro ignoraba la mera existencia, y su ignorancia se extendía también a las palabras que éstos contenían y que todos los de aquel ambiente, excepto él, manejaban con soltura y utilizaban con una naturalidad familiar. Aprendió nombres de filósofos, ensayistas, psicólogos, psiquiatras, científicos, artistas, músicos… todos desconocidos hasta ese momento por no haberlos escuchado nunca en su ciudad natal, ni de sus conocidos, ni en su escuela y menos en su casa, ambientes que, antes de llegar a La Frambra, eran todos los que Lázaro había frecuentado. Descubrió teorías que sonaban misteriosas e incluso iniciáticas, conceptos abstractos, percepciones etéreas… multitud de cosas que se contaban en los libros de evolucionismo, psicología, filosofía, psiquiatría y tantas otras ciencias que para él habían sido tan ignoradas hasta entonces como inasequibles, atrayentes y misteriosas le parecían ahora.
Y comenzó a admirar a aquellos estudiantes y profesores, muchos con sólo unos pocos años más que él y otros maduros, que hablaban con tanta desenvoltura y solvencia de todas aquellas cosas que, para él, eran desconocidas, extrañas, deslumbrantes y sublimes en idéntico grado.
Al mismo tiempo, todas aquellas personas admirables se rodeaban de una especie de áurea o halo que con merecida distinción les acompañaba siempre, no sólo en el atuendo y en el aspecto, sino también en un modo peculiar de hablar y de moverse, incluso de caminar, escuchar y mirar. Era como si se esforzaran en ser seres ostentosamente originales, extraños e irrepetibles a los ojos de las gentes adocenadas de La Fambra y en contraste con ellos.
Lázaro estaba obnubilado, sobrepasado por aquellas eminentes lumbreras con barba, pelo largo y trenca. Y su admiración creció tanto que gastaba su magro pecunio en emularles, comprando libros en los que a duras penas podía entender algo y con los que pasaba largo rato, ensimismado, tratando de desentrañar los arcanos que encerraban algunos de sus párrafos más conspicuos.
“No admitir la existencia de representaciones de propósito definido como explicación de una parte de nuestros funcionamientos psíquicos, supone desconocer totalmente la amplitud de la determinación en la vida psíquica”, eran cosas tales como ésta las que hacían dudar a Lázaro de su capacidad para entender las verdades que otros calificaban de nítidas y evidentes como el hermoso viaducto de La Zambra. ¡Dios santo, cómo un ser tan limitado y tan zote como él podía codearse con tanto talento como por aquella ciudad perdida andaba suelto!
También había en la ciudad pintores. Eran gente joven por lo general que deseaban que las corrientes más modernas, de un arte como nuevo concebido, regeneraran las concepciones retratistas, fotográficas, provincianas y estrechas de la pintura que los lugareños consideraban como inamovibles. O sea, que cambiaran los conceptos usuales, apoyados en las percepciones artísticas de siempre, las de comparar lo pintado con la realidad, tan clásicas, tan manidas y tan vistas. Y no había ninguno que pintase del modo que Lázaro había considerado hasta entonces que debían hacerlo los pintores normales. Y si Velázquez y Goya fueron llamados innovadores en su tiempo, la innovación de estos artistas de La Fambra debía ser mucho más profunda y trascendente pues, dejando aparte su aspecto sumamente desaliñado que debía ser obligatorio para los que cultivaban este arte tan innovador, no había quien adivinase qué era lo que pintaban. Ahora bien, ellos bien defendían todas sus pinturas como expresiones de la pura expresión y por ahí tenían gran terreno por delante y se sentían cubiertos, porque expresarse mejor o peor sabía todo el mundo hacerlo aunque la inmensa mayoría, por pudor, no se atreviera a manifestarlo al mundo tan abierta, osadamente y sin prejuicios como ellos lo hacían.
Proliferaban también grupos de teatro más o menos vinculados a los anteriores. Éstos tenían gran aceptación pues, Lázaro no supo nunca la razón, en ellos se encuadraban muchas muchachas y mujeres jóvenes con la aquiescencia de sus mayores, cosa que no hacían entre los grupos de intelectuales, literatos, filósofos, críticos, músicos, artistas o pintores. ¿Qué ocurría? ¿Se consideraba acaso más dada a la mujer al arte dramático que a las inquietudes intelectuales de otros tipos? ¿Se consideraba el dramático un arte más propio de su sexo?
Esto, quiero decir la presencia de mujeres, le daba un interés añadido a la experiencia artística que la representación teatral llevaba inherente. Así, entre los ensayos, las pruebas, la construcción de decorados y las representaciones, se tenía un roce muy frecuente con las chicas y además una relación diferente e irreal. Todo ese ambiente, de falsa camaradería, permitía felicitar a las muchachas, pretextando una familiaridad que no era tal, con efusivos besos y carnales abrazos cada vez que, después de actuar, entraban entre bambalinas preguntando qué tal lo habían hecho. Era indiferente que hubieran hecho la actuación con mayor o menor acierto. La cosa consistía en felicitarles, besarles, sobarles y abrazarles lo más efusivamente posible porque era como si no fuera de veras, sino parte también de la representación, y careciera de importancia por ser ésta la parte más agradable de aquel teatro en el que todos tan imbuidos estaban dentro y fuera del escenario. Además habían de viajar estos grupos de teatro a realizar representaciones a los pueblos cercanos. Y esto sí que era una ocasión propicia y regalada para procurarse escarceos sexuales y aún avanzar en ellos hasta donde se pudiera, pues la ocasión pocas veces era tan propicia. Así pues eran estos viajes un regalo de oportunidades inesperadas que la gente joven de ambos sexos estaba dispuesta siempre a aprovechar, dadas las pocas veces que se presentaban. Y, curiosamente, gente tan espabilada se tornaba ciega, sorda y muda a cuanto acontecía en aquellos viajes. La buena fama de las damitas de La Fambra quedó siempre a cubierto.
Otro mundo era también el de los cinéfilos que se reunían en los cine clubs para ver películas que traían de no se sabe dónde y que, al parecer, ellos sabían interpretar e incluso profundizar tanto en sus mensajes que lograban llegar a puntos que estaban mucho más allá de lo que en ellas se veía pues, según decían, eran muchas de ellas simples motivadores para que nuestra imaginación nos llevase a mundos impensados. También estos devotos del cine conocían gran número de palabras de la técnica de este arte, discernían perfectamente los conceptos, y no tenían empacho en regalar a los demás con toda su sapiencia. Así hablaban constantemente de: voz en off, angulación, travelling, picado, contrapicado, ángulo neutro, trailer, ángulo aberrante, tomas, argumentos, story board, tramas, atmósfera, sound track, banda de diálogo, rush, efectos, ritmo, fotograma, encuadre, mezclas, montaje, acelerado, cámara lenta, noche americana, plano, secuencia, campos, jump-cut, metraje, cameo, gag, género, casting, flashback, flashforward, racor, clímax, frame, continutismo, etalonaje, corte, encadenado, fundido, fuera de campo, banda sonora, realizador, elipsis, guión, efectos especiales… y no digamos ya los conceptos, rodeados de glamour, tales como: cine de autor, de arte y ensayo, cine de vanguardia, cine marginal, cine underground, cine independiente, cinema verita, free cinema, cine de serie B…
El mundo de la música también estaba cambiando a pasos agigantados y parece que lo dominaban los anglosajones y así surgieron aquellos conjuntos que hicieron historia y que predicaban cosas como el amor libre, la vida en el campo, las comunas y, en resumen, un conjunto de valores, si es que podían llamarse así, que no tenían nada que ver con la vida, ideas y costumbres de aquellos que nos gobernaban ni de todos los que se consideraban gente de bien y personas de provecho. Eran: Beatles, Rollings, Simon and Garfunkel, Jimmy Hendrix, Bob Dylan, The Doors, Led Zeppelín, Credence, The Who, Iron Butterfly, Pink Floid, The Mamas and the Papas, Elvis Presley… y otros. A nivel nacional se hizo una buen intento de sumarse a esta ola y así aparecieron: El Dúo Dinámico, Los Brincos, Formula V, Julio Iglesias y sobre todo Masiel. No hubo para más, fue lo que dio la tierra.

14 febrero 2009

La residencia


Tras seis horas en un coche de línea llegó a otra ciudad del interior. Durante el viaje fue pensando que no tenía suerte, que, al menos, podría haber encontrado trabajo en alguna ciudad de las que había junto al mar, por verlo y por aquello del recuerdo del abuelo, que decía que allí los ríos encontraban sosiego. Cuando el autobús paró definitivamente, por haber llegado a su destino, lo hizo en una explanada que había sobre un mirador que daba a la estación del tren y al río. Pero aquel no era ya el mismo río ni circulaba en la misma dirección y ni siquiera iba al mismo mar. Y se dijo, al contemplarlo desde aquel mirador natural de la ciudad, que él tampoco era ya el mismo ni sabía muy bien qué dirección tomar.
La Fambra era una ciudad aislada, fría y partida en dos por un viaducto que unía las dos partes de ella, la vieja y la nueva, salvando un profundo barranco. El trabajo que Lázaro había encontrado era de educador, curiosa denominación estando él por terminar su educación, en una residencia de estudiantes. Esta actividad que le proporcionaría alojamiento y manutención, un pequeño sueldo que apenas le daría para los gastos personales y tiempo para seguir estudiando por su cuenta. Tras preguntar, se encaminó hacia la parte nueva de la ciudad. Atravesó por primera vez el viaducto cuya altura le impresionó y de cuya visión le vino una de esas sensaciones de vértigo que cosquillean en el bajo vientre, o en un fondo inmaterial e interno aún más profundo, y recorren la columna vertebral.
Era aquella una residencia de estudiantes donde se reunían muchachos de toda la comarca para poder asistir al instituto, centro de formación profesional o escuela de magisterio, y otras entidades académicas que en La Fambra había. Los muchachos dormían en la residencia, comían y tenían sus horas de estudio en grandes aulas. A Lázaro le dieron una habitación individual y una serie de tareas como las de levantar al personal a su hora, atender a los enfermos, hacer que se cumplieran los horarios y vigilar el orden en los estudios y el comedor.
La responsabilidad de la residencia la llevaban el director, el jefe de estudios y el preceptor, aparte de un administrador que, como muy pronto aprendió Lázaro, pagaba siempre a los educadores con muchísimo retraso, posponiendo la entrega del dinero una y diez veces, de mala gana y teniendo que apremiarle para que lo hiciera, de tal modo que cualquiera pensaría que suyo fuera o que por suyo tenía aquel dinero.
El director tenía un despacho grande y suntuoso y una estupenda vivienda en la planta superior de la residencia y el derecho, inherente a su cargo, de que se le subieran las comidas desde la cocina de la residencia para toda la familia.
El jefe de estudios no pisaba casi nunca el centro excepto si se le precisaba mensualmente para cobrar el sueldo o para alguna otra incumbencia igual de necesaria, seria y conveniente. El preceptor solía dar una vuelta algunas tardes, deambulando por los estudios, con una desgana indiferente y, con menos desgana pero la misma indiferencia, venía a comer o a cenar en las temporadas en que su mujer no estaba en casa. Todos ellos tenían su trabajo principal en otro lado y allí sólo percibían unos emolumentos buenos, sobre todo si se comparaban con las pocas exigencias que les eran requeridas para percibirlos porque, ganarlos, era un suponer que los ganaran.
Por otro lado, de la dirección espiritual, imprescindible en la época, se encargaba un capellán que también era canónigo de la catedral y que venía a comer de vez en cuando, aunque no siempre, pero del que Lázaro no tuvo constancia de que estuviera en nómina pues, si cobraba, fue siempre tan discreto el pago como desconocido el motivo para el mismo.
Los muchachos dormían en grandes pabellones que solían ser rectangulares y muy amplios, atestados de taquillas, pegadas a la pared, donde guardaban sus ropas, propiedades y, muchas veces hasta algo de comida. Los pabellones estaban también repletos de literas, una frente a cada taquilla doble, donde dormían los muchachos. Tenía también cada uno una sala de lavabos con duchas y retretes.
Había una sala desde donde se controlaba la megafonía. Cuando, a las siete de la mañana, se daba el toque de sirena para que se levantaran en los distintos pabellones se les ponía un long play a buen volumen para que no se durmieran, una vez despertados por el impactante toque de sirena, y así, envueltos por la música, se fueran lavando, vistiendo, ordenando las cosas y haciendo las camas. No obstante, el educador, que estuviera de servicio, había de ir pabellón por pabellón controlando que los estudiantes estuvieran en pie y no se hubieran rendido ante el pesado sueño que se tiene en la juventud y que hubieran salido del cálido nidal de su litera a enfrentarse con el golpe de frío que, a aquella hora, reinaba en los pabellones. Los inviernos de La Fambra eran heladores y aquellos momentos finales de la noche y próximos ya al amanecer eran generalmente los más fríos.
Como la residencia tenía dos edificios, era costumbre que los educadores comenzaran a visitar los pabellones del edificio más grande donde dormían los estudiantes de menor edad y pasaran después al otro edificio donde dormían los mayores, regalándoles unos minutos de pereza a los segundos, pues todos, aunque la sirena les hubiese despertado, aguantaban acurrucados los pocos minutos de propina que podían añadir a su sueño arrancado recién y brutalmente por el odioso timbre intempestivo. Lázaro recordaba el momento de ir abriendo las puertas de los pabellones, mientras sonaba en la megafonía la música de Nat King Cole en español cantando “Las mañanitas” o “Perfidia” o “Ansiedad”:
“…Ya viene amaneciendo, ya la luz del día nos dio, levántate de mañana…”
“…Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez…”
“… Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor…”

- ¿Y es que no se les podía poner algo más recio, más rítmico, más tonificante? ¿Es que no había unas buenas marchas militares, un himno de la legión? ¿Qué clase de residencia era aquélla, por Dios!
- Sí señor, había todo eso que usted dice pero cuando el educador Lázaro estaba de semana ponía lo que se le antojaba. ¿Le queda claro o seguirá usted dándonos lecciones de reciedumbre inasequible al desaliento?

Pues como iba diciendo, Lázaro no sabía muy bien por qué, pero quedó grabada en su mente esta música romántica cantada en español con un acento americano muy marcado. Pudo ser por la penumbra de los pasillos desiertos y helados y por aquel silencio que los muchachos se obstinaban en no romper para evitar salir del sueño definitivamente. Quizás lo fue porque, siempre que la escuchó, vino la música acompañada del fuerte hedor acre que recibía en una vaharada, capaz de hacerle tambalear como si fuera un golpe, al abrir cada una de las puertas de los pabellones. Era un olor ácido y caliente, a humores, secreciones y orinas, mezclado con el olor a pies que todo lo dominaba y lo vencía y hacía de marco base para cuantos olores se añadieran. Un olor denso que se agarraba también a la garganta. Un olor que ofendía. Aquellas temperaturas no propiciaban lavados exhaustivos sino que más bien los exigían rápidos y como para salir del paso. Y, claro, se notaba.
Para desayunar acudían los muchachos al gran comedor y ya todos, los cuatro o cinco educadores, presidían la mesa y el de semana hacía la bendición de rigor. Después los chicos, Lázaro recordaba que él también lo era aunque por entonces se esforzara en disimularlo, marchaban cada uno a su destino y no se les esperaba normalmente hasta la hora de comer. Al desayuno, los responsables de la residencia, no venían jamás. Seguramente para no dar al acto más importancia de la rutinaria que era la que a todos convenía.

12 febrero 2009

Cuando vino la segunda muerte


Cuando vino la segunda muerte, a pesar de haberle servido de primera experiencia la del abuelo, Lázaro no estaba preparado.
Fue su padre. El hombre nunca tuvo salud. Lázaro no le conoció sano sino siempre torturado por padecimientos y dolores. Fue por eso por lo que, propiamente, nunca reconoció en su padre a un hombre libre sino a un ser desdichado, mortificado siempre por la enfermedad, uncido continuamente al yugo de la misma. Podría decirse que Lázaro, en este sentido, no le conoció. Tampoco le dio tiempo a su padre a conocerle a él, de adulto, porque sólo llegó a conocer al muchacho inseguro y asustado que le acompañó la tarde que murió. O mejor, la tarde que se pasó muriendo, pues el trance final duró más de tres horas, en casa y en su cama. Fue un irse y un volver a la vida angustioso que, Lázaro, deseó una y otra vez que terminara, pero que parecía no acabar nunca y así el muchacho, sin saber demasiado de etimología, terminó entendiendo aquella tarde por qué agonía significa lucha.
Había sido la vida de aquel hombre una peregrinación de consultorio en consultorio médico. Mas, a pesar de tanta carísima consulta con especialistas de renombre, de pruebas, operaciones y un sinnúmero de entradas y salidas de hospitales, murió a una edad temprana e inesperada, más que para él que sin desearlo lo esperaba, para sus mujer y sus hijos.
Una enfermedad deformante de la columna vertebral, junto con el remedio para paliar los dolores permanentes de la misma, le fueron matando. Y llegó el día en que ni de la enfermedad ni del remedio pudo ya librarse e, incrustados ambos en su cuerpo, le acompañaron hasta el fin deteriorándole paulatinamente hasta el último minuto con una crueldad poco frecuente, de manera que no pudo discernirse si fue la enfermedad o el remedio lo más determinante en su fatal destino.
En sus últimos días perdió el habla pero no la razón, porque podía escribir en un pizarrín lo que pensaba o lo que quería y sus palabras siempre tuvieron sentido. Finalmente lo mató el propio deshecho tóxico que su cuerpo producía para mal funcionar y que sus riñones, degenerados por el largo proceso, no eran capaces ya de eliminar.
Siempre le resultó curioso a Lázaro el pensar cómo determinadas cosas, que tenemos o se nos forman dentro, nos pueden matar si no encontramos la forma de sacarlas de nosotros por el medio que sea y, esas cosas, no eran solamente determinados componentes de los humores corporales. Esto último, a decir verdad, no lo sabía bien entonces, pero digamos que aquello fue el comienzo de un aprendizaje que iría completando con el tiempo.
La muerte de su padre le quitó el sentimiento de protección que hasta entonces había tenido. También desapareció de improviso el anclaje que le mantenía unido a su ciudad y a su familia y hubo de plantearse un futuro del que ahora era protagonista y dueño a su pesar. Se refugió en la actividad, en el movimiento, pensó que, ya que nadie le amparaba, tampoco nadie le podía frenar y de la idea de irse pasó al acto.
Los detalles de la muerte son ásperos y más cuando, como antes, las muertes se producían en las casas, como quien dice a pelo, sin sueros ni calmantes ni todos esos adelantos médicos y hospitalarios que amordazan y disfrazan en buen grado la crudeza salvaje de muchas agonías. Así que Lázaro guardó los estertores, las voces, los lamentos y las postreras visiones de su padre agonizante entre los pliegues más profundos de su memoria, tomó una pequeña maleta de cartón piedra con sus cuatro ropas y marchó con ella a otra ciudad en busca de su primer trabajo. Nada que decir tampoco de la despedida de su madre y hermanas, pues la tristeza grande que entonces le embargaba le hacía inmune a tristezas menores. Todo esto, claro, no fue en un día, sino que fue en cuestión de un tiempo pero, a Lázaro, le gustaba contarlo resumido y deprisa para huir del dolor lacerante del recuerdo.