Fueron los de la asociación Pantomima quienes pidieron a
Lázaro colaboración. Eran una compañía de aficionados. Había de preparar, junto
con otros, los decorados para una obra que dirigía uno de aquellos profesores
jóvenes. Necesariamente se puso a las
órdenes de algunos de aquellos excéntricos pintores de Alfambra.
Pronto le extrañó a Lázaro lo inhabitual de aquellos
decorados. Avanzados era como los calificaban algunos de sus autores. Otros, a
sus creaciones, les llamaban experimentales. Y todos coincidían en llamar a
aquellas obras vanguardistas.
El muchacho pensó que los llamaban así porque apenas tenían
que ver con las representaciones a las que iban a servir de marco y, al no ser
decorados normales, no querían llamarles incongruentes, fantasmales o insólitos.
Y así, los más atrevidos, decían que los decorados eran avanzados y, los no tan
osados, les llamaban experimentales. Pero todos coincidían en lo de
vanguardistas.
Las obras que se permitía representar eran dramas
costumbristas en los que se evitaba cualquier referencia a la vida real del
país. Eran obras clásicas en las que se debatía el honor, la fama, el engaño,
los celos, la ambición, el amor, etc., pero hechas de tal modo que en nada se
pudiera relacionar su contenido con la realidad cotidiana. Todas debían ser
autorizadas por las autoridades religiosas y civiles que, mediante ese filtrado,
hacían parecer al teatro, en lugar de universal, como un conjunto de
historietas jocosas o moralizantes, que se exhibían como cuadros ajenos a la
vida real.
De las películas comenzó a pensar lo mismo, por más que la
locuacidad de los cinéfilos les sacasen aristas, punzantes y críticas, a
aquellas cintas, donde sólo había historias que la mayor parte de la gente
consideraba ajenas, lejanas y anacrónicas o, cuanto menos, ubicadas en lugares
y épocas que nada tenían que ver con ellos.
Y así Lázaro descubrió por qué las mujeres tenían acceso al
teatro y al cine: obras moralizantes, sexo excluido y autores elegidos.
Por aquella época ya había conocido a una chica, tan joven
como él, que, excepcionalmente, frecuentaba también aquellos círculos.
Ciertamente no tanto como los varones, pues la cosa no estaba bien vista entre
mujeres. Era una chica vivaz, inteligente, de ojos expresivos, muy buena figura
y una melena corta y rubia. La muchacha estaba muy bien y era lo despabilada y
simpática que las chicas solían ser a la edad de Lázaro. Él no estaba todavía curtido
en relaciones femeninas y así, Valeria, le pareció al muchacho lo más atractivo
que en Alfambra podría encontrarse.
Fue el día de aquella representación en un pueblo, no muy
lejos de Alfambra, cuando Lázaro tuvo la primera ocasión de intimar con
Valeria. Ella iba acompañada por una amiga. Un par de horas antes de la
representación, en la que ambas hacían de actrices, Lázaro hizo de acompañante
para ellas y los tres dieron un paseo por el pueblo.
Caminaron por las calles irregularmente empedradas. Había
caballerías atadas a las rejas y gallinas por las calles picoteando entre los
desperdicios. Las frezas de las acémilas, los sirles de ovejas y cabras y las
bostas de las vacas daban a los suelos
un manto orgánico y, al aire, un tufo familiar, ácido y montaraz.
Llegaron, ascendiendo por calles angostas, al camino que
subía al castillo y pronto alcanzaron el gran portón de la vieja fortaleza en
ruinas. Era el punto de llegada y de retorno, pues no quedaba ya lugar más alto
al que subir, como no fuera a la muralla de almenas desdentadas o a las ruinosas
torres agrietadas que le quedaban al maltrecho alcázar.
Desde lo alto miraron el paisaje como si fuera algo nuevo,
porque nuevo era para ellos. Por debajo de sus pies, en la parte del cerro que
daba a la solana, aparecía el
desordenado mosaico ocre de tejas circundando chimeneas, y de adobes lamidos ya
por muchas lluvias. El ajedrezado irregular de los tejados estaba salpicado por
algunas techumbres hundidas, por el blanquear de la cal en bastantes fachadas,
por la azulina desvaída de algunos cercos de ventanas, y también por el pequeño
hueco, visto en la distancia, de la Plaza Mayor, localizable fácilmente por el
hito de la torre cuadrada de la iglesia. Era el templo el único edificio que
abultaba y sobresalía entre la amalgama de casas anárquicas en sus plantas y
alturas. Aquel laberinto de calles estrechas, de trazado y anchura irregular, sólo
era visible desde arriba. Hacia abajo, las casas se diseminaban paulatinamente
e iban cediendo suelo al campo en una lenta transición pero, antes de
entregarlo totalmente a los cultivos, estaban las eras, el cementerio de tapias
terrosas, la ermita del cruce, la carretera arbolada que iba a la capital y los
caminos de tierra que se perdían entre las fincas de cereal, viñedos y
olivares.
Junto a la entrada cerrada de la fortaleza, y después del
corto silencio que impuso la contemplación del panorama, Lázaro se volvió y miró
lo que quedaba del alcázar medieval.
Inspirado por las piedras sillares, por el foso lleno de
maleza y por la general decadencia que emanaba el lugar, improvisó un pequeño
discurso intimista, lleno de evocaciones románticas, de voluntariosa inventiva
hacia quienes pusieron y engarzaron, quién sabe cuándo, aquellas hileras de
piedras en un orden que había perdurado, al menos parcialmente, desafiando al
tiempo y a la constante e incansable gravedad.
Sorprendidas por aquella especie de inesperado monólogo, las
dos muchachas escuchaban. Animado por la atención femenina, Lázaro dio más hilo
a su fantasía e imaginó para ellas a las gentes que habrían pasado bajo la
entrada de la fortaleza, algunos felices de ser acogidos, otros temerosos de
ser llevados a ella, y también fantaseó con los cambios de manos sarracenas a
cristianas de la fortaleza y viceversa. Evocó los avatares de tantas guerras y
cómo todo, después de tanto tiempo, se había convertido en lo que ahora veían,
y aquellas gentes todas: constructores, moradores, transeúntes, guerreros,
nobles y villanos habían desaparecido para siempre tragados por la atarjea
imparable de la historia.
A pesar de su romántica y sobreactuada perorata, algo hubo
de haber en ella que impresionó a Valeria y a su amiga.
Cuando regresaron al centro del pueblo, donde la
representación habría de tener lugar, Valeria se quedó con él mientras la otra
muchacha se marchó presurosa a juntarse con el resto de la improvisada
compañía, a preparar maquillajes y vestidos y, sobre todo, a zambullirse en ese
mar de nervios que, antes de la representación, comparten los actores
aficionados y noveles y, si hay que creerles, también los profesionales.
En su afán por deslumbrar a Valeria, Lázaro habló con ella
sin cesar de sueños, de teatro y de literatura. Y se esforzó en contarle,
vehementemente, cómo los sueños, siendo producciones de la mente, son
inesperados, no dependen de la voluntad y no se sabe ni cómo empiezan ni como
acaban y, a veces, ni siquiera se recuerdan. Luego le dijo que era hecho
probado que a las obras de la mayoría de los artistas les ocurría lo mismo e,
iniciadas, ni el propio autor sabía, las más de las veces, cómo iban a
terminar. Y que, todo aquello, era un símil de la propia vida.
La obra se representó en el gran salón del casino,
habilitado y ambientado para el acontecimiento. Se pusieron tantas sillas en él
como pudieron encontrarse y se trajeron otras de tijera e incluso, los más
desconfiados, llegaron a la representación con asientos traídos de sus casas.
Los cómicos, como decían en los pueblos, eran siempre un
acontecimiento en aquellas vidas con pocos altibajos. Vidas con itinerarios
fijos que, en el caso de los hombres, eran de la casa al campo, del campo a la
taberna y de ésta a casa con pocas variaciones y, en el de las mujeres, aún con
menos, pues el paradero de la taberna era sustituido, como mucho, por el de la
iglesia y el lavadero, la primera de pecados y el segundo de ropas. Y sólo los
domingos, mujeres y hombres, con alguna deserción por parte de éstos,
coincidían todos en el templo como era de precepto.
La representación resultó un éxito porque un éxito era
entonces casi cualquier cosa que superase la rutina cotidiana. Aquella buena gente
aplaudió con ganas y luego desalojaron el salón, ayudaron a recoger las sillas
y se marcharon con las que habían traído.
Las actrices fueron felicitadas y lo fueron tantas veces o más de las que se
precisaba. Besos y abrazos por doquier al acabar, no ya cada acto, sino cada
escena y, no digamos, al final de obra. Pero, dejando aparte estas minucias y algunas
escapadas y pequeñas ausencias, antes y después de la representación, y
olvidando otras triquiñuelas y picardías, todo fue lo bien que se esperaba. Así
que, recogido todo el decorado, los vestidos y todo lo demás, la improvisada
compañía se subió al autobús y, siendo ya noche cerrada, volvió a Alfambra.
En el viaje, Valeria y Lázaro se sentaron juntos. En la
penumbra del autobús pronto se hizo el silencio. Valeria inclinó la cabeza
sobre el hombro del chico y cerró los ojos. Él le pasó el brazo por el hombro y
posó la otra mano en sus muslos. Y, en el viaje, aquella mano lenta, torpe, indecisa,
nerviosa y excitada exploró los suaves y cálidos senderos que halló bajo su
falda.