Era una excelente profesional. Muy discreta, eficiente y querida. En la capital de provincia, donde vivía, dejaba solos a sus hijos, ya criados, y a su marido cuando, dos o tres veces al año, se pasaba tres o cuatro días en Madrid. Al marido, ajeno por completo a su vida, le decía que había de ir a un curso de algo, necesario para su trabajo, y él quedaba conforme, pastueño, como el buey suelto que bien se lamía desde siempre. Bueno, ella sabía que, siempre que no le importunara, su marido se quedaba conforme con cualquier cosa. Ella era, para él, terreno firme, tierra conquistada, un derecho viejo.
La relación con él era más un recuerdo de otros tiempos que algo que ocurriese a diario y estuviese vivo. Eso sí, la rutina, de comer y cenar en casa juntos, a veces con los chicos, hacía parecer que todo era como debía ser, una familia. Pero ella sabía que el tiempo, entre los dos, había llegado a estar vacío, como tierra de nadie, como una frontera montañosa a alturas heladas que estuviera dibujada en un mapa. Algo así.
Mientras viajaba en tren hacia Madrid, iba Serena recordando los momentos en que su marido, entonces un maduro pretendiente, se interesó por ella. Reconoció que él, con su solvencia, sus aires de poder, sus muestras de respeto, se fue haciendo poco a poco con su consideración. Deslumbró a la niña presumida que fue. Influyó, sobre todo, que el resto de sus pretendientes o amistades fuesen muchachos de su edad, casi todos sin un duro, y, casi todos también, con la única y vehemente pretensión de llevarla a la cama. Al principio le daba un poco de reparo que aquel hombre ajeno a su juventud, discordante con su lozanía, anduviera tras de ella. No se imaginaba siquiera con él en la cama, hasta en su imaginación algo raspaba. Fue su insistencia, la de él, su seguridad, sus deferencias y, ahora lo comprendía, su propia impericia, el cúmulo de causas que mermaron su resistencia ante aquel ser tan ajeno a ella. Al fin cedió y se casaron. Los primeros años fueron de atenciones, de detalles, sobre todo al quedarse embarazada de los dos hijos. Pero aquellos años pasaron fugazmente, como en un suspiro, y su vida se volvió monótona, como un bostezo. La rutina era la reina de sus días. Con los dos hijos, tuvo la sensación de haber hecho ya todo en la vida y, su marido, despreocupado, no consideraba, ni siquiera imaginaba, que Serena pudiera tener una vida propia que escapase al manto de su tutela acomodada y anodina. Ni por un momento pensó que le estuviera dando una vida inicua y ella, mansamente acostumbrada, no pensó que su vida pudiera ser de otra manera.
Era tanto su tedio que, en secreto, comenzó a escribir relatos pornográficos. Y no sólo eso: volvió Mauricio a su cabeza. Aquel adolescente tonto que la pretendió, obnubilado por su belleza juvenil, inflamada de lozanía inconsciente y altanera, y al que ella despreció siempre por insignificante, por pertinaz, por enajenado, por bobo, por altruista memo y juvenil y por alucinado. ¿Qué habría sido de él?
La relación con él era más un recuerdo de otros tiempos que algo que ocurriese a diario y estuviese vivo. Eso sí, la rutina, de comer y cenar en casa juntos, a veces con los chicos, hacía parecer que todo era como debía ser, una familia. Pero ella sabía que el tiempo, entre los dos, había llegado a estar vacío, como tierra de nadie, como una frontera montañosa a alturas heladas que estuviera dibujada en un mapa. Algo así.
Mientras viajaba en tren hacia Madrid, iba Serena recordando los momentos en que su marido, entonces un maduro pretendiente, se interesó por ella. Reconoció que él, con su solvencia, sus aires de poder, sus muestras de respeto, se fue haciendo poco a poco con su consideración. Deslumbró a la niña presumida que fue. Influyó, sobre todo, que el resto de sus pretendientes o amistades fuesen muchachos de su edad, casi todos sin un duro, y, casi todos también, con la única y vehemente pretensión de llevarla a la cama. Al principio le daba un poco de reparo que aquel hombre ajeno a su juventud, discordante con su lozanía, anduviera tras de ella. No se imaginaba siquiera con él en la cama, hasta en su imaginación algo raspaba. Fue su insistencia, la de él, su seguridad, sus deferencias y, ahora lo comprendía, su propia impericia, el cúmulo de causas que mermaron su resistencia ante aquel ser tan ajeno a ella. Al fin cedió y se casaron. Los primeros años fueron de atenciones, de detalles, sobre todo al quedarse embarazada de los dos hijos. Pero aquellos años pasaron fugazmente, como en un suspiro, y su vida se volvió monótona, como un bostezo. La rutina era la reina de sus días. Con los dos hijos, tuvo la sensación de haber hecho ya todo en la vida y, su marido, despreocupado, no consideraba, ni siquiera imaginaba, que Serena pudiera tener una vida propia que escapase al manto de su tutela acomodada y anodina. Ni por un momento pensó que le estuviera dando una vida inicua y ella, mansamente acostumbrada, no pensó que su vida pudiera ser de otra manera.
Era tanto su tedio que, en secreto, comenzó a escribir relatos pornográficos. Y no sólo eso: volvió Mauricio a su cabeza. Aquel adolescente tonto que la pretendió, obnubilado por su belleza juvenil, inflamada de lozanía inconsciente y altanera, y al que ella despreció siempre por insignificante, por pertinaz, por enajenado, por bobo, por altruista memo y juvenil y por alucinado. ¿Qué habría sido de él?