Tras leer la carta, el ingeniero,
de la incredulidad, pasó al asombro y luego, lentamente, a la más profunda y
soberbia de las indignaciones.
Con la afilada jactancia y la
roma prepotencia que da el poder a aquéllos que se sienten respaldados por él,
se juró que tacharía de la historia el nombre de aquel oficialucho, que
borraría de la tierra a aquel moro insolente, que aplastaría su desfachatez
pisoteándole como a una cucaracha. Una especie de fiebre homicida y
descontrolada se apoderó de su persona. Y, lo extraño, fue que Zarrúa no se
espantó de ello, sino que le pareció justo responder con el hierro a la petición
de reciprocidad que Abdel le hacía. Y es que, al ingeniero, la demanda de quien,
en justicia, pretendía igualarse a él, le pareció la más ominosa de las agresiones.
Cuando, tras más de una hora, se
sobrepuso al arrebato de la cólera y lentamente las oleadas de su ira fueron
amainando, cuando, a duras penas, consiguió que sus pulsos se serenaran, Zarrúa
logró al fin que su magín comenzase a trabajar. Su mente, educada en el cálculo
y la reflexión, empezó a cavilar. La serenidad del pensamiento sofocó la pira
de la pasión que la carta había prendido en su interior.
Al fin y el cabo, él era un
intelectual y su cerebro estaba acostumbrado a pensar con rigor y frialdad, sin dejarse llevar por la ceguera
que producen los ígneos sentimientos en el común de los mortales.
Pero, a medida que recobró el
equilibrio, y muy a su pesar, el ingeniero llegó a conclusiones que nada le
gustaron. La pasión no le produjo miedo, pero la razón sí.
Para su familia sería una
deshonra que saliera a relucir su relación con Abdel y sus oscuros negocios en
el Rif. Su prestigio ante aquella sociedad que le idolatraba se desmoronaría.
Las autoridades, permisivas en asuntos aislados y voluntariamente despistadas
ante ciertos favores, jamás admitirían ni avalarían públicamente al protagonista
de negocios tan oscuros y de corruptelas tan generalizadas. Y, de su relación
con Malika, más valía que ni su esposa ni sus hijas supieran y, menos aún, que
fuese la comidilla de aquella sociedad hipócrita, pacata y pueblerina a la que
el ingeniero tenía subyugada.
Aquella carta no podía mostrársela
a nadie. Para la policía, las autoridades y, sobre todo, para su familia,
aquella relación y aquellos hechos, todos sin excepción, habían de permanecer
ocultos. Aquello jamás había ocurrido. No sería él quien lo admitiera.
A utilizar sus influencias entre
los militares, el ingeniero también renunció. Si Abdel estaba bajo las órdenes
del general Mizzian, otro rifeño como él, la protección del Comandante General
de Ceuta la tenía garantizada. Un general que había sido tan leal al Caudillo,
como para alcanzar tal cargo y rango, gozaba de altísimo prestigio y era
imposible que permitiera que uno de sus oficiales fuese incomodado y, menos, discretamente
eliminado, como hubiera sido el más profundo y visceral deseo de Zarrúa.
Y sintió que toda su persona se
veía anulada, temblorosamente insegura y atemorizada por el pavor al alud de
oprobio que repentinamente podía caer sobre ella y aplastarla.
Aunque el ingeniero se sentía
atado de pies y manos, quiso sosegarse. Mirando el asunto con frialdad, estaba
seguro de que Abdel nada podría probar formalmente y, mucho menos, reclamar
oficialmente. Todo aquello, en el peor de los casos, había sido un compromiso
oral entre ambos, del que no existían testigos ni se guardaba memoria entre los
hombres.
Abdel Jabbâr no existiría si él le
borraba de su vida, si daba en desconocer su nombre, si no le contestaba, si no
se daba por enterado de sus pretensiones y, simplemente, le ignoraba.
Pero, a lo que no conseguía
mantenerse ajeno, era a aquella locura de pedirle a su hija, de dar a su primogénita
por intercambiable con aquella oscura bereber del Rif que acabó su vida de
ramera. Esa petición, además de ofenderle, desencajaba al ingeniero. ¡Qué
desfachatez! ¡Qué pretensiones! ¿De dónde sacaba tanto orgullo aquel morito
miserable?
La alusión a los Djinns ni
siquiera la tuvo en consideración. Al ingeniero no le hizo la menor mella. Eran
palabras que para él nada significaban. Todas aquellas zarandajas eran
supersticiones de gentes brutales y atrasadas. En lugar de creer en esas
presencias, o llegar siguiera a considerarlas, esos espíritus desconocidos
resbalaron por su ánimo de piedra, dispuesto siempre a dudar, e incluso a
burlarse, de amenazas mucho más consistentes y tangibles. ¡Valiente imbécil el
morito de los Djinns! Debía tomarle por un niño.
El ingeniero fijó la idea del
desprecio en su cabeza: Ni el bereber ni su nombre existían. No habían existido
nunca. Simplemente, borrado de su mente, el bereber se diluiría, se
desmoronaría en el tiempo, desaparecería con el mismo silencio con que había reaparecido.
Y decidió que la mejor postura
sería seguir viviendo como siempre, como si nunca hubiese recibido aquella
carta impertinente con aquella loca y denigrante pretensión. El desdén sería la
moneda adecuada.
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