Terminó la Guerra del Rif y quedó
asentado el estatus de las empresas empeñadas en la modernización del
Protectorado. Los negocios que el ingeniero fraguó en la guerra se consolidaron
con la paz y el lucro de las industrias a las que representaba, así como el
suyo propio, alcanzaron cotas poco imaginables.
El ingeniero Zarrúa no volvió a
saber de Abdel y, a decir verdad, tampoco le necesitó. Abdel se difuminó en la
memoria del ingeniero al igual que su pretendida compensación. La paz hacía
innecesaria la mediación del bereber y tanto su figura como su ilusoria contrapartida
por Malika se desvanecieron y, finalmente, quedaron tan barridas de la mente
del ingeniero como aquellos estrambóticos Djinns en los que el bereber creía.
A finales de 1926 Zarrúa abandonó
Melilla. Su presencia in situ ya no era necesaria. Lo hizo con el sigilo del
zorro que, con el cuerpo retesado de saín, abandona orondo su raposera.
Todos sus conocidos pensaron que
era una ausencia provisional, pero el ingeniero había preparado con tanta calma
como secreto su partida definitiva. Personas y entidades, en aquella ciudad, habían
sido meros objetos para él, ya para conseguir dinero, influencia o negocios, ya
para su placer. Nada personal creía dejar atrás.
Malika, su bella amante, tan
ansiada hasta ser conseguida, no fue una excepción. Ni siquiera le dijo adiós.
Un día desapareció sin más, sin recoger de la casa del arrabal sus objetos
personales.
Se trasladó a la península, su
presencia en el Protectorado no se requería. Los beneficios que la paz trajo a
sus empresas y, los suyos, estaban garantizados de por vida tanto en el
Protectorado como en otros lugares. Invirtió la mayor parte de sus ganancias,
atesoradas en la guerra, en acciones de esas mismas industrias.
Cuando desembarcó en Algeciras
sintió por las calles algunas coplas populares:
“Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla."
"Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.”
Había faltado seis años de la
península y aquellas coplillas le recordaron que la estancia de algunos en el
Rif había sido muy diferente a la suya. Pero el ingeniero nunca vinculó su
suerte con la de los desgraciados, del mismo modo que, habitualmente, no se
vincula la riqueza de unos pocos con la pobreza de las muchedumbres, habiendo
fundadas razones para hacerlo.
Así que Zarrúa regresó rico y sin
que su conciencia albergase, como inútil polvo o seca paja, el asomo del menor
remordimiento.
Sólo tiempo después, por un jefe
militar conocido, llegó a saber que su amante estaba embarazada cuando,
repentinamente, la abandonó. Ambos rieron confianzudamente del regalo con que
abandonó a la rifeña y bromearon sobre cómo el genio español fecundaba
ineludiblemente las salvajes tierras por las que pasaba en su sacrificada labor
civilizadora.
Más tarde, cuando Zarrúa ya
estaba casado con la hija de un aristócrata andaluz que, como él, aunque a menor
escala, había participado en los negocios africanos, llegó a saber también, aunque
no le interesaba en absoluto y hubiera preferido ignorarlo, que Malika, la
bereber, había muerto.
No pudo evitar que aquel
bienintencionado policía le contara los detalles. Al parecer, desesperada y
desvalida, se deshizo del hijo que esperaba. La pobre ignorante pretendió que,
en aquella ciudad de comadres, no se supiera. Suplicando acogida, volvió con los
suyos, pero no fue admitida en su cabila y sí repudiada por su familia.
-Así que
aquella zorrita bereber, que fue su amiga, -le dijo con ánimo jocoso el policía
-terminó en Tánger como prostituta, ¡qué listo anduvo usted, señor Zarrúa!
Zarrúa trató de cambiar de
conversación pero aquel policía, creyendo dar coba al influyente ingeniero,
alabó su tacto al deshacerse de su amante. Y, como colofón, añadió que aquellas
mujeres eran medio salvajes y que, tras gozarlas temporalmente, lo mejor era
alejarse de ellas pues, mismamente, aquella Malika, por las causas que fuera,
murió cosida a puñaladas, como si hubiera sido víctima del ritual de un
fanático o de un poseso que, al fin, terminó por degollarla.
-¡Qué buen
criterio tuvo usted, señor Zarrúa, dejando tan a tiempo esa inicua compañía!
Sólo tras esta frase consiguió
que el policía cambiara de tema. Pero, pese a los detalles, el ingeniero no
dedicó más de un minuto a pensar en aquella mujer, aquellos recuerdos sólo eran
detritus de un mundo que ya había dejado afortunadamente atrás. De aquel
ambiente, si acaso, sólo recordaba el placentero ardor de sus noches de pasión
con la nativa, sí, ciertamente exótica y salvaje, pero, cuya compañía, habría
sido totalmente inadecuada e inaceptable en la verdadera sociedad, aquella a la
que Zarrúa siempre perteneció.
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