Entre las sombras que separan la noche del día llegó lo inesperado.
Sin avisos ni premoniciones. Súbitamente, entre las brumas del sueño. Tu
candidez se obcecó en rechazar la pesadilla y, como el niño que se tapa los
ojos con las manos para no ser visto, te quisiste engañar: Estoy soñando. Sin
embargo, era real. Estabas encerrado en una jaula invisible. No sabías cómo
podrás salir, ni si saldrías. Te resistías a estar allí, pero no había alternativa.
Ver venir el primer golpe te cercioró de ello.
Desconoces lo que va a suceder. Todo es incierto menos tu pánico. Tu
percepción se distorsiona. Lo ves todo más grande, tu cerebro acaba de cambiar
la escala del espacio. Una parálisis te agarrota. Sales de ella de ella
bruscamente, de un salto, y pasas a una movilidad que te sorprende. Son
impulsos de un muelle incontrolado. Te reconoces viajando en tu cuerpo, llevado
por un autómata que se mueve sin tu supervisión. Tú eres sólo el asustado
pasajero que va dentro. Tu vista, amplitud sin precisión, capta el conjunto de
la escena con tanta avidez que le es imposible centrarse en los detalles. ¿Tendrás
las pupilas dilatadas, las tendrás contraídas? No lo sabes. Tus ojos siguen un
protocolo propio, autónomo. No sientes el frío ni el calor, no recuerdas si
estás vestido o desnudo, no acertarías a decir si es de noche o de día, se detiene
el transcurrir del tiempo. Tu cuerpo sin gobierno se mueve violentamente, por
instinto. Tienes la sensibilidad dormida. Si recibes un golpe no percibes dolor,
sólo un impacto vago; si lo lanzas tú, no sabes con qué fuerza y sólo un tacto
torpe y acolchado te dice si dio contra otro cuerpo. Saltas siempre,
desordenadamente, alertado por amagos ajenos, guiado por la intuición de la
amenaza, prevenido por la mímica corporal del agresor. Te sientes etéreo, flotante,
un ser que vuela sin saber volar y que, desconcertado, no sabe cómo no choca
contra las paredes, ni adónde va, ni si será capaz de regresar al suelo. La
sensación de ingravidez es angustiosa. También la tensión que la mantiene.
Inesperadamente, el sedimento de los recuerdos se remueve, tu memoria recrea otra
ingravidez inesperada. El exógeno plástico explosionó a destiempo y demasiado
cerca. Un punto blanco, diminuto en su origen, se expandió brutalmente en un
instante en forma de esfera roja incandescente. La onda expansiva te levantó en
el aire. Fue entonces, suspendido, cuando el estampido te atronó y llegó la
oscuridad. Al caer contra el suelo estabas lleno de silencio. Cuando abriste
los ojos te creíste sordo y también mudo porque no podías escuchar las palabras
que pronunciabas. Te sentiste impotente queriendo desgarrar a gritos aquella
bolsa blindada de silencio. Fue inútil. El desvalimiento de tu voluntad, perdida
en un mar de vacío, te ahogaba. Te anonadó la misma soledad que ahora sientes.
Súbitamente, la situación termina. Se desvanece como una cortina que
cae desmadejada. Como el aire que al salir deja plegado un globo, desaparece la
amenaza. Enseguida vuelve el tiempo, el espacio recupera su dimensión. Notas
que tu cuerpo regresa también, el dolor te lo anuncia. Protestan las articulaciones,
pinchan los músculos, hormiguean las manos. Comienzas a sentir el corazón. Éste
crece de un modo desmedido, oprimiéndote el cuello, los hombros y los brazos
como un balón que no deja de hincharse. Entonces quieres dar fe de ti mismo y
gritas, pero no oyes tu voz, sino una voz gutural y extraña de alguien que no
sabías que llevabas dentro. Crees que aún no estás allí. Te buscas. No paras de
moverte. Estás hiperactivo, poseído por una vehemencia loca. No sabes cómo
liberar la tensión. Algo se fue de ti, algo te falta. Crees que estás
buscándolo. Una sensación de pérdida se instala obsesivamente en tu cabeza.
Sale de tu memoria el susurro de un viejo estribillo en una lengua extraña: “Men in a war when they’ve lost a limb still
feel that limb as they did before.” Suena la alarma de la supervivencia. Desde
la paranoia te alertas nuevamente y, con temor, te palpas ansiosa y
obsesivamente el cuerpo. No hay sangre, estás entero. Te preguntas cómo es que
estás vivo y te contestas con unas palabras en las que siempre dijiste no creer:
De milagro.
El futuro, desde ahora, se llama “Después” y dura siempre.
Después, cuando menos lo esperes, durante el sueño o en las vigilias, tu
impredecible mente, ese ente emancipado que creíste regir y que te rige, sin
pedir permiso, a su entero capricho, te llevará a su esquina oscura, ésa donde
guarda el arcón del terror y te hará ver el reportaje de la angustia. Y no
podrás escaparte. La vida, como algunas enfermedades, también deja secuelas.