Desde el punto de vista ético, la
diferencia entre unos hombres y otros no está en los errores que cometen, pues
suelen ser los mismos salvo contadas excepciones, sino en el modo de asumirlos
durante el resto de sus vidas. Y mientras algunos no pueden olvidar sus faltas
y viven atormentados por ellas o, como poco, lamentándolas; otros, ni siquiera
las consideran tales y las sepultan bajo una espesa capa de indiferencia. Es
esta indiferencia una mezcla egoísta de permisividad y olvido. Y, concediéndose
a sí mismos semejante bula, viven felices, impasibles y despreocupados. El
ingeniero Zarrúa pertenecía a este segundo grupo de personas y, por tanto,
estaba libre de las trabas morales que, a tantos otros, convierten en ineptos
para los negocios, la milicia o la política.
Portando todo este bagaje
personal, forjado en la Guerra del Rif, y la gran fortuna que la
misma le proporcionó, el ingeniero se estableció en la península y sentó la
cabeza.
Casó Zarrúa con la hija de un Gran
Maestrante de la Caballería, en una ciudad serrana con mucha historia del sur
de Andalucía. En 1927 Doña Clara Francisca de Jesús y del Consuelo de los
Pobres Gómez-Diempures de Avellaneda y Guillemín de Córdova, más conocida en la
villa como niña Currita, se convirtió en su esposa.
El primer embarazo y la flaca
salud de doña Currita, como respetuosamente empezaron a llamarla de casada,
empujó al ingeniero a construirse una quinta de recreo a una legua de la noble
e histórica población. Fue en un paraje, tan bello como desierto, sólo
concurrido una vez al año por el paso de una romería popular a una ermita
cercana, lugar muy rústico, colgado de unas peñas y del que nadie conocía el
origen.
La localidad entera celebró la
decisión del adinerado ingeniero y toda la nobleza, abundante en la zona desde
el emperador don Carlos y su hijo el rey Felipe, aprobó tan sabia decisión. Y
así se levantó una obra ambiciosa, y ostentosa incluso para el gusto de la
época, en los boscosos parajes de los Cantos del Duende: La Quinta Zarrúa.
En la finca sólo se recibía a lo
más selecto de la villa realenga, gente que era de por sí lo más arcaico de la
nobleza no ya de aquella serranía, sino de Andalucía entera. Y la largueza de
la casa Zarrúa se extendió entre aquellas alcurnias de origen tan antiguo como
desproporcionadas pretensiones. Las fiestas de los viejos palacios de la noble
ciudad serrana quedaron eclipsadas por aquellos saraos en la quinta del
ingeniero a los que concurrían la flor y nata de la aristocracia, la milicia, la
banca y los negocios.
Y en esa relajada vida, rodeados
de servicio, respetados por toda la sociedad y siendo objeto de la admiración y
pleitesía de todos, medró la familia Zarrúa.
Doña Currita y el ingeniero
tuvieron dos hijas. Araceli, la mayor, nació en 1928; Regina, la menor, seis
años después, cuando doña Currita se hubo restablecido suficientemente de su
primer y aparatoso embarazo y de su largo y dificultoso parto. Y ya, tanto por
la quebradiza salud de la señora, como por no dar la ordinaria sensación de criar
proles, dieron por zanjada los Zarrúa ulterior descendencia.
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