28 diciembre 2007

Isidro

Isidro despertó a la caza con muy pocos años de edad y fue llevado a ella por una curiosidad insaciable que de un descubrimiento práctico le llevaba a otro y a otro... Sin embargo, a medida que iba descubriendo los secretos del campo y de los animales salvajes, aumentaba su capacidad de observación y su curiosidad, en lugar de saciarse, se convirtió en una pasión creciente. Y las pasiones, cuando se es joven y con facultades físicas portentosas e intactas, se convierten casi, y sin casi, en un vicio vocacional muy difícil de frenar.
Por otro lado, el tiempo de sus comienzos fue una época de caza menor aún abundante y de terrenos libres en su mayoría, donde cualquiera podía ejercer de cazador casi con la misma libertad con que las piezas lo hacían de tales.
Así, de cazar de modo convencional, y superada ya la fase de la caza menor con escopeta y perro, pasó a dedicarse a la caza del jabalí, del huidizo por excelencia, porque el jabalí era el reto. Eran unos tiempos en que casi nadie lo hacía ni se conocían las monterías en la zona, porque sí, se sabía que los jabalíes estaban por las muestras que dejaban, pero nadie los veía y cuando alguno era visto se mencionaba como un acontecimiento casi portentoso, digno de ser mencionado en el periódico local.
Primeramente comenzaron sus correrías de noche, con escopeta y desde coches, con un par de amigos de su misma condición y vehemencia a quienes no les importaba ni jugarse la vida conduciendo de noche, con luz o sin ella, por campos de cultivo a más de 80 Kms por hora, ni destrozar coches en el empeño, ni la zozobra de la familia por las muchas horas de las ausencias nocturnas... Era un tiempo en que los coches todoterreno no existían y los convencionales estaban pensados para carreteras. Una locura en todos los sentidos que, en su madurez, recuerda con una mezcla extraña de nostalgia y arrepentimiento.
Luego, a medida que fue aprendiendo, y siguió aprendiendo siempre, en su mente sólo había sitio para dos cosas: Los jabalíes y los perros. Siguió y siguió cazando, era como si hubiese nacido exclusivamente para ello o porque a lo mejor así era, y lo hizo, de día o de noche, en solitario o con algún amigo que compartía su exacerbada afición pero ya a pie, de poder a poder, compenetrado con sus soberbios perros y ayudado sólo por un cuchillo de remate para poner punto final a los agarres. Había comprendido que el arma más peligrosa la llevaba siempre consigo, era su conocimiento, el arma más ligera y letal, un arma que no puede comprarse ni admite visor, su doctorado cum laude en jabalí y podenco, conseguido tras innumerables horas de ladera y observación en la universidad, ésta sí que totalmente autónoma y abierta, de la Sierra Norte.
Primero había llegado a compenetrarse perfectamente con sus podencos, podía interpretar perfectamente en la distancia cada uno de sus ladridos y ellos le entendían a él con un gesto, con la mirada a veces. Aquellos animales a los que dedicó tantas horas de aprendizaje se habían convertido en parte de su familia y los recuerda siempre con el mismo cariño y dolor que a los seres queridos que se fueron. Porque los perros eran para él seres queridos y vinculados cada uno a sus hazañas.
Después consiguió pensar como sus presas, imaginarlas, saber sus querencias, sus encames, sus huidas, sus tácticas, sus horas, sus ruidos, su comportamiento, su fino olfato, su torpe vista… Tenía con ellas una especie de trasmutación. Sí, eso era.
Finalmente, y cuando ya había acumulado una experiencia tremenda y unos conocimientos no menores sobre las querencias y costumbres de los jabalíes, se convirtió en un cazador solitario, en un adiestrador de podencos para este tipo de caza y en un experto trampero.
Hubo una cosa que no llegó a comprender, o mejor dicho, sí que la comprendió pero jamás la aceptó y es la capacidad de algunos para apropiarse de los montes, de los valles, de los animales salvajes… Y ese paso de los terrenos libres de sus comienzos a los cotos actuales no lo vio nunca como el pretendido intento de preservar la caza sino como la apropiación de la misma por unos cuantos bajo tal pretexto. Eso jamás lo pudo aguantar y vivió constantemente, como tantos otros, una rebelión interna contra ello.
Por su experiencia y porque los tiempos y los modos de cazar cambiaron, participó en monterías organizadas con sus excelentes perros. Allí aguantó, con más pena que gloría, que le llamaran perrero con un puntito a veces de desprecio algunos señoritos que no sabían distinguir una jara de una aliaga y que se daban a sí mismos el pomposo nombre de monteros. Tampoco llevó bien que, con alguna frecuencia, premiaran con un par de patadas el arriesgado agarre de sus perros o dispararan al jabalí durante el mismo, despreciando la vida de éstos. Así que a veces el agarre lo tuvo también él, tras el de los perros, con alguno de estos personajes insensatos disfrazados de monteros de El Corte Inglés. Otras veces tuvo que tragarse la bilis por no dar el día a algún buen amigo.
En el apogeo de su experiencia, llegó el día en que, por difícil y extraño que parezca, soltaba a los jabalíes enlazados. Difícil porque aún es más difícil soltar a un jabalí furioso de un lazo que hacer que en él cayera previamente; extraño, porque con el tiempo el cazador se enamoró de lo cazado y tuvo el extraño sentimiento de que, finalmente, se había cazado a sí mismo. Ya no podía llegar a más. Su proceso había terminado.

Dedicado a Isidro Martínez Sanz por el espíritu de su libro "Cazadores de Blanco"

27 diciembre 2007

Es broma

Hoy he sabido, por la televisión, que don José Luis Moreno, conocido artista y productor, ha tenido que ser escoltado a su domicilio y custodiado en el mismo por la Guardia Civil tras la salvaje agresión que sufrió hace unos días en su hogar por causas aún sin aclarar y por sujetos no identificados por ahora.
Debo suponer que la Guardia Civil, o en su caso la Policía Nacional, custodian y protegen del mismo modo a los miles de mujeres salvajemente agredidas por los varones de su entorno, éstos perfectamente identificados. Ya sé que es difícil su misión, la de la Guardia Civil o Policía Nacional, y que pese a sus desvelos, vigilancia y custodia las agresiones se repiten, hasta el punto de que en el año que acaba más de 70 mujeres, de los miles de agredidas, han resultado muertas. Deseo que en el caso de don José Luis Moreno tengan más éxito.
Supongo lo anterior porque el artículo 14 de la Constitución Española dice: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.”
Evidentemente gobernantes, jueces y policías velan por esta igualdad de los españoles, y supongo que de las españolas también, ante la ley. No me cabe la menor duda. Les darán, por tanto, la misma protección a todos ante las agresiones. ¿O no? ¿O resulta mucho más grave verse agredido ocasionalmente por delincuentes que tener al delincuente agrediéndote en casa de continuo?
¡Ah! Olvidaba decir que mañana, 28 de diciembre, son Los Santos Inocentes. Aunque no venga al caso. Y se pueden gastar bromas, por tradición. Aunque algunas resulten más bien macabras.

22 diciembre 2007

Agarimo


María Vanesa de las Mercedes es paralítica cerebral. Estudió en una época, aún reciente, en la que en las escuelas se seguía todavía lo que se conocía como integración y que fundamentalmente consistía en que se educaba como se vive, es decir, a todos juntos. Las niñas y niños de su clase se solidarizaron con ella con toda la colaboración que los niños son capaces de prestar y toda la sincera crueldad que tienen, sin saberlo. Le costaba mucho aprender y sobre todo hablar, todo en ella iba con retardo. Sobre todo se excitaba y daba muchos gritos, babeaba, torcía la boca, hablaba con una guturalidad aguda y enervante, y eso cuando se podían entender sus gritos, que eran como palabras desfiguradas. Aprendía lo que menos podía nadie imaginarse pero, de repente un día, llegaba sabiéndose el aparato digestivo o lo referente a la cuestión menos esperada. Su padre le decía a la tutora que dónde habría aprendido la niña todas esas palabrotas. Los ocho años de enseñanza básica que cursó María Vanesa de las Mercedes fueron para ella un paréntesis de dicha y un recuerdo perecedero de felicidad en su mente atípica.
Pasados unos cuantos años, un buen día, estaba María Vanesa de las Mercedes con su cuidadora en el bar El Trébol. La ya no niña, con su cabeza tambaleante y su boca torcida y su mirada perdida y divagante, estaba sentada en una silla de ruedas junto a la mujer que la cuidaba. Vio entrar al bar a dos personas. Fijó sus titubeantes ojos en ellas. Súbitamente arrancó a gritar y a gesticular todo lo que podía hacer una persona en sus condiciones, que no era poco ni, sobre todo, discreto. Las dos mujeres la identificaron rápidamente y se acercaron a ella. Los gritos y aspavientos de María Vanesa de las Mercedes, presa de una inusitada excitación, se adueñaron del local. Algunos clientes casi se asustaron. Todos miraban hacia ella impresionados. La cuidadora no sabía qué hacer.
Una de las dos mujeres que se acercaron junto a Vanesa la besó y, sin más, rompió a cantar cadenciosamente, mirándola con cariño:
“Me han traído una caracola.
Dentro le canta
un mar de mapa.
Mi corazón
se llena de agua
con pececillos
de sombra y plata.
Me han traído una caracola…”
Los clientes pensaron que dos loquitas en un día ya era suficiente. Pero María Vanesa de las Mercedes se calló, aferró al brazo de su maestra como si lo abrazara, sonrió y rompió a llorar mansamente de felicidad.

21 diciembre 2007

Un respeto


El Nemesio y su chico el Cirilito salieron de su pueblo un siete de diciembre a la feria de Berlanga. Iban padre e hijo tan contentos con la intención de vender la mula vieja que llevaban y volver con una joven.
Al llegar a la Fuente del Caballero estaba anocheciendo. Cuatro sombras bien embozadas les salieron al paso y sin mediar más palabras les dijeron que les dieran el dinero que llevaban. El padre dijo que no llevaban dinero, que sólo iban a vender la mula y el Cirilito que, ni era muy espabilado ni tenía cara de serlo, guardó silencio asustado. Los salteadores registraron los bolsillos del padre y como no apareció ningún dinero le dieron una mano de hostias a ver si así lo ablandaban y se le soltaba la lengua. El Nemesio, que no clavaba clavos con la cabeza porque no quería, siguió en sus trece que no llevaban dinero y que no. Registraron al hijo y tampoco hallaron nada. La emprendieron a puntapiés y puñetazos con el Nemesio y él que no y que no. Le hicieron desaparejar la mula, le rajaron la jalma por si lo había escondido en ella y le volcaron las alforjas. Nada, que no aparecía dinero alguno. Siguieron pegando al padre porque al hijo, tras darle un bofetón, ya vieron que no valía la pena insistir, que era un simple. Cansados ya de darle al Nemesio, les hicieron desnudarse por ver si llevaban algún bolsillo o alguna bolsa oculta y tras volver a no encontrar nada empujaron con rabia al Nemesio, desnudo como estaba, al charcón cenagoso de la fuente y se largaron desapareciendo en la noche.
El Nemesio, encenagado como un jabalí, mandó al Cirilito vestirse y buscar algo de leña e hicieron lumbre para que el padre se secara y se quitara el cieno del cuerpo. Seco y medio limpio, el Nemesio se vistió y con todo el cuerpo hecho una jarapa de moratones, con una herida en la mejilla y un ojo hinchado siguieron el camino hasta Berlanga. Al cabo de un rato de camino el Cirilito rompió el silencio.
- Padre, ¿dónde lleva usté el dinero?
- En el único sitio que no han mirado. Debajo de la boina.
Llegaron a Berlanga ya tarde y en cuanto encontraron posada se acostaron.
Al día siguiente todo el mundo le preguntaba al Nemesio qué era lo que le había pasado y cómo se las había arreglado para salir de tan mal trance. El Nemesio que al día siguiente estaba aún más hinchado por los golpes, que cojeaba y que apenas si podía abrir el ojo, lo contaba con paciencia como el que cuenta una desgracia, pero el chico, el Cirilito, sacaba pecho y muy orgulloso de su padre decía muy ufano:
- Es que no sabéis cómo es mi padre, ¡un respeto! -y dando un bufido de afirmación, remachaba- ¡Cojonudo es mi padre pa que le toquen la boina!

20 diciembre 2007

Narcisa


Narcisa dejó contadas muchas historias. Claro que le dio tiempo a ello porque, aparte de tener el gusto de contarlas, murió casi centenaria. Para empezar, era de un pueblo de la campiña con el volátil y, a la vez, vegetal nombre de Zurita de la Mielga. Un pueblo donde, por tradición, las mujeres todas tenían nombres de flor. Así ella misma era Narcisa y no le faltaban primas como Jacinta, Adelfa, Camelia, Flora, Azucena… ni vecinas como Lirio, Valeriana, Margarita, Rosa, Jazmín, Iris, Violeta, Mirta, Olivia, Romera, Sabina, Henar… Ya, de momento y para comenzar, tener esta procedencia le daba a Narcisa cierta categoría, pues un pueblo de mujeres tan floridas era algo de lo que pocas podían jactarse. Y siempre presumió de su pueblo en la capital donde, con muy pocos años, se tuvo que ir a servir. Con el tiempo se casó y mejoró de situación.
Narcisa era porfiadora y pertinaz y no daba fácilmente su brazo a torcer en las discusiones ni cuando alguien le cortaba su revesino. Así cuando su marido cansado de discutir con ella le decía:
- Anda, mujer, calla ya de una vez.
- ¿Cómo que me calle? ¿Qué me calle yo? No sólo no me callo… sino que si quiero canto otra – respondía Narcisa con mucho retintín y poniéndose de manos.
- No ves, mujer, que llevo razón.
- ¿Razón tú? Te la tendremos que dar pa que la lleves… pero bueno si te empeñas pa ti serán las olivas, galán.
Había sido tabernera en la taberna de la señá Dolores, su suegra, durante muchos años. Así que acostumbrada a lidiar con los hombres, se sabía todos los cortes, los dichos, los diretes y toda la retahía de gramática parda que en sus días se usaba. También había aprendido a guisar como una cocinera profesional pues en aquel entonces todos los que venían a los mercados y a las ferias comían en las tabernas y la especialidad de Narcisa era la caza. La perdiz estofada, que escabechada se te iba la ganancia en aceite, a dos reales, el conejo guisado a otros dos y la liebre a cuatro.
- ¿Cómo es que trabajaba usted en la taberna, Narcisa?
- Pues por varias razones. La una que mi suegra estaba imposibilitada, la otra que mi marido no valía para servir porque ponía los vasos hasta los topes y la tercera porque era yo una ignorante.
- Las dos primeras razones las creo pero la tercera, conociendo su carácter, me cuesta un poco.
- Pues no le cueste. Que una ha aprendido a fuerza de palos. Para que se haga usté una idea, cuando yo estaba en la taberna sirviendo a aquellos hombrones y les veía, aparte de beber, fumarse un cigarro y otro cigarrazo y ¡Hala, otro! Mire usté, qué gusto me daba a mi de verles a aquellos tiales venga y venga y venga a fumar…
- ¿Y eso qué tiene que ver con que usted fuera una ignorante?
- Pues que un buen día me enteré que no era cosa de alimento. Ya ve usté el conocimiento que yo tendría.

19 diciembre 2007

Plasma


Llegó la tele de plasma
trayendo modernidad,
tan finita, tan esbelta,
con su silueta juncal.
Dime tú, qué hago yo ahora
con el toro y la flamenca,
huérfanos de pedestal.
Acompañada por la guitarra, esta copla nos puede dar mucho juego para hartarnos de llorar. "Llanto por la muerte de la tele obesa" del Soros y olé.

La crianza


El Colás y su primo el Quevedo tenían la misma edad. Desde que les salieron los dientes, aquellos dos chicos nerviosos, morenuchos y raquíticos con fuego vivo en los ojos sirvieron para aliviar el trabajo a sus mayores y buscarse su propio sustento. Cuando tenían 9 años, les levantaban sin ningún miramiento a las cuatro de la mañana para que se fueran a las tainas para atender los rebaños de ovejas de los respectivos amos. De escuela, nada. Un pedazo de pan moreno de la tahona del pueblo, a veces duro, a veces revenido y recordado si tierno, y un trozo de tocino no demasiado grande de la matanza sería todo su alimento hasta que volviesen tras la puesta del sol. En cuanto amanecía y aún antes las ovejas debían estar pastando. Igual que a cuidar al ganado, les mandaban a acarrear o a coger yeros o almortas o garbanzos o a escardar o a cavar la huerta o a dar de comer a los marranos o a segar y a trillar si era tiempo o a irse de criados con quien les llamara… Así que el Colás y el Quevedo, explotados sin miramientos a tan temprana edad, se declararon a sí mismos hermandad dual de fugitivos y enemigos de la humanidad circundante.
Cuando tan temprano y a regañadientes iban a las ovejas, lo hacían dando grandes voces por las calles del pueblo, como si pasara algo o hubiera fuego, para despertar a los que pudieran. Si en el camino les entraban ganas de hacer del vientre, lo hacían subidos en un frutal y esparciendo la mierda por las ramas y, si iban menos sueltos, embadurnando con mucho arte las estevas de los arados que yacían esparcidos por los campos… no había acción en la que no buscaran joder al prójimo. Luego, ya en otras actividades amigas de lo ajeno, como poner lazos a los conejos, perchas a las perdices, cepos a todo bicho viviente, robar meriendas a los pastores viejos, ordeñar frutales, tantear huertas ajenas, esquilmar nidos… ponían especial cuidado y aún esmero y escapaban siempre al guarda jurado y a los civiles que, por otro lado, no tenían muchos más sospechosos que buscar. El Colás y el Quevedo corrían siempre pero, por deprisa que lo hicieran, iban siempre alcanzados por el hambre, a la que rara vez le sacaron algo de ventaja. El coto de la marquesa de Casa Vieja-Valdés y los cuarteles en que la señora lo tenía dividido, fueron zona de furtiveo para el Colás y el Quevedo, los cuales no hacían ascos al de Madre Vieja, Alcohete, Fermosoto, Basurto, Mendieta, La Rueda, Piedras Menaras, Torres Corvas, Pinilla… ni a ningún otro de los alrededores.
- ¡Colás, Quevedo, sois peores que siete zorras!, les decía el alguacil que no hacía más que buscarles por las muchas reclamaciones que había contra ellos.
Sus exposiciones a público escarnio encerrados en la balconada del ayuntamiento fueron más frecuentes que raras desde su infancia de hambre, frío y sabañones. Y aún habrían pasado algún que otro día en las dependencias del cuartelillo, si no fuera porque aún eran menores de edad. Pero todo se andaría pues, sin ser aún hombres, ya se habían llevado alguna hostia de las que sargento, jefe de puesto, les calzaba algunas veces a los adultos contumaces.
El servicio militar les separó. El Colás fue a caballería a Calatayud y luego al cuartel de Rapitán en Jaca; el Quevedo lo pasó en Madrid aprendiendo malos oficios con peores compañías. Acostumbrado a la vida a saltamata que en su pueblo llevaba, su paso por la vida militar le pareció al Colás un lujo.
- ¡Papo, aquello si que era vida! Desayuno, comida y cena todos los días y no tenías que hacer na, más que dar de comer a los caballos, limpiar un poco y en cuanto venía algún jefe que llegaba y te decía: ¡Heradio, prepara los caballos!, pues tú ya sabías que esa noche te ibas de juerga con el teniente o con el capitán, que esos si que eran golfos, jugadores y puteros. ¡Papo, la mili, mejor que un hotel!
A la vuelta de la mili, el Quevedo y el Colás tomaron ya derroteros distintos. El Colás se fue a una finca cerca de su pueblo que era de un inglés y que no estaba casi nunca pero, eso sí, cada vez que venía, los criados, estuvieran donde estuvieran, tenían que ir a la casa vieja a besarle la mano. En esa finca el Colás se aficionó a los toros, ya que labraban con bueyes, y a cazar con alguna escopeta del inglés cuando éste estaba ausente, exponiéndose por ello a una hacienda de palos.
El Colás y el Quevedo sólo coincidían ya de braceros en la siega de su pueblo, para ganarse un jornal extra en la temporada de julio y agosto. Los dos iban a pique con las hoces y la zoqueta y luego, a la que terminaban cada sábado, también a pique corriendo los doce kilómetros que les separaban de la capital para irse a la casa de putas de la Marina y ver quien llegaba el primero a acostarse con la gitana.
- ¿Y eso valía la pena?
- ¡Qué sabes tú si valía la pena, gelipollas! ¡Menudo pedazo de hembra que era la gitana!
- ¿Y por qué echábais una carrera?
- ¡Papo!, pues porque el primero que llegaba se tiraba la tarde con ella, ¡tonto los c…, tontilán!
- ¿Y el otro?
- El otro se jodía y se tenía que ir con la bizca, porque sólo eran dos y la madama que era la Marina. Y aunque la bizca era aún más puta que fea, pues no tenía color…¡Donde estuviera la gitana…, rediós con ella! ¡Todavía la recuerdo, sí! ¡Pedazo de changuita!
Poco a poco se fueron distanciando el Quevedo y el Colás. Pasaron algunos años. El Colás se metió en la construcción, pero el Quevedo empezó robando motos, luego coches y después joyerías. Un día aún caluroso de septiembre en un atraco a una tienda de decomisos de la calle Arenal de Madrid, al Quevedo le dieron un tiro en la espalda cuando huía. Desde el suelo y medio muerto, aún tuvo tiempo de disparar el cargador entero al cabo de policía que le hirió con la misma saña que crió en sus entrañas desde pequeño. Los compañeros del cabo lo acribillaron. Con la tenacidad del acero consintió el Quevedo en partirse antes que doblarse. Así fueron su vida y su muerte, rebosantes de resentimiento indómito
Cuando llegó la noticia al pueblo eran fiestas. El Colás, cuando se enteró, se alegró de no haber sido tan sanguino como su primo y no haberle acompañado en sus fechorías a partir de un tiempo. También recordó todo lo que había padecido en la vida para luego acabar así. Pero, por otro lado, con los recuerdos, le dio por beber aquella tarde y cuando a la noche todo el mundo estaba en el baile no tuvo mejor idea que soltar al toro que estaba esperando su lidia para el día siguiente en la misma plaza del pueblo. El alboroto fue considerable pero, por verdadera suerte, el animal no hirió ni arrolló a nadie. Al estar la plaza abierta y para que el toro no se escapase al campo la Guardia Civil lo abatió con un disparo de máuser en una calle del pueblo, ante el pánico del vecindario.
Apresado el ebrio, culpable del desaguisado, y llevado ante el alcalde, éste llamó a los civiles para que lo llevasen al calabozo a la espera de lo que dijera el juez. El Colás, pese a los evidentes efectos de la borrachera, aún reunió la rabia suficiente para decirle al sargento:
- ¡Me pegue usté si tié clase, tío cabrón!
- ¡No haga usté caso, señor guardia, que no habla él, que es el vino!, terció un vecino.
- Y el recuerdo del Quevedo, que eran primos y se criaron juntos… dijo una abuela.

18 diciembre 2007

Viajando

Como el viajar, a sitios distintos, diferentes y desconocidos, lo mismo es vivir. Por más que imagines la vida monótona, por mor de la costumbre, tienes la constante certidumbre de que nunca sabes cómo va a acabar el día y, para eso, no hace falta que lleves una vida de ejecutivo, ni de persona influyente o importante… basta con que ese día cambien las premisas que rigen tu destino, esas que todos creemos conocer y controlar pero que, de veras, son sólo estadística. A veces basta una llamada telefónica para ello, una noticia, la voz inesperada de alguien que te llama por la calle, una carta, la voz de un amigo que, con extraño tono paternal, te dice algo al tiempo que te pone la mano en el hombro, algo que percibes en un instante y que nunca habías conocido hasta ese momento, el sonido inesperado de no más de media docena de palabras… y todo se derrumba, como si te hubieses visto súbitamente implicado en una guerra repentina y ese edificio interno de tu propia vida hubiese sido el único arrasado en la primera andanada de la artillería o en el primer raid aéreo. Con el vacío instalado por dentro sientes náusea, desamparo y cansancio. Ahora tienes que empezar a reconstruir bajo un nuevo plano, ya lo viejo no te sirve, no te es útil aunque lo sea siempre como conocimiento acumulado, si acaso éste lo es. Y comprendes que vives entre cosas que sabes, cosas que no sabes y otras muchas que ni siquiera sabes que no sabes y que constituyen la fuerza principal de la vida y, por lo tanto, de la muerte. Bien, empieza un nuevo día. Ahí lo tienes. A ello.

17 diciembre 2007

Prueba


Al principio le dio la risa. Se había quedado mirando, según estaba sentado en el sofá, a una esquina de la habitación, la que hacían dos de las paredes con el techo. Le dio la risa porque la habitación comenzó a balancearse y a girar. Pensó que sería un fenómeno transitorio de esos con que los sentidos nos sorpenden a veces y rió de modo desenfrenado, sin poderse contener. A los cinco minutos estaba vomitando, se había tumbado en el sofá y con los ojos cerrados intentaba que el vómito cayera al suelo y no sobre la tapicería. El giro de la habitación continuaba de un modo anárquico.
Hubo de venir el médico de urgencia y le mandó al especialista del oído. Por suerte no era un tumor cerebral, sólo algo del oído interno referente al equilibrio y acompañado de acúfenos, ruiditos diversos que le acompañarían unos meses con suerte o de por vida sin ella. No obstante estuvo una semana sin salir a la calle, asustado por la falta de equilibrio que le hacía imposible mantener la línea recta.
Al fin un día decidió salir de casa. Iría a comprar el pan. Sería como una prueba para comprobar su equilibrio. Sólo tenía que ir pegado a la pared, apoyado en ella y en un punto cruzar al otro lado de la calle.
Mientras tuvo el resguardo protector de la pared todo fue bien, aunque a veces daba en ella con el hombro. El paso a la otra acera sería el punto difícil. Al cruzar la calle a la altura de la entrada a la panadería, perdió el equilibrio y, luchando por no ir al suelo, fue a detenerse cayendo sobre el capó de un coche aparcado frente a la puerta. Una señora mayor y enlutada salía con su pan en la bolsa:
- ¡Lo que tiene una que ver, Dios mío! ¿Qué, dándole desde por la mañanita temprano? ¿No? ¡Qué vergüenza! ¡Y será padre de familia, que no es ningún niño!
La hubiera ahogado en el acto, arrastrado por la furia, pero no pudo ni responder porque apenas podía levantarse. Querías una prueba, pues la has tenido, pensó para sí. Y sofocó la ira con la risa que le entró. Ver la escena y luego al hombre de andares vacilantes riéndose solo como un tonto, confirmó a la panadera, que estaba al acecho, la versión de la clienta. Lo dicho, una prueba para el equilibrio.

16 diciembre 2007

Dulce Navidad


Viene la Navidad con la misma carga de plomo que tienen todas las obligaciones. Un año más nos trae un año menos, por si lo habías olvidado. Hay quien pone un belén o quien, más anglosajón o más al modo imperante, pone el abeto en el salón y cuelga el muérdago de la puerta de casa, pero, aunque te libres de todas esas cosas culturales o aculturales, por no tener un sentido de lo tradicional ni irte demasiado el folklore, es muy improbable que puedas eludir las comidas y cenas familiares de estos días y, lo que todavía es peor y verdaderamente odioso, la infinidad de compras y preparativos precisos para el evento. Y no seamos desconsiderados, olvidando los regalos, por favor. La Navidad es como un tsunami anual que llega irremediablemente y que la experiencia te dice que es imparable. Es una apoteosis no por anunciada evitable, no señor. Pasará sobre ti, quieras o no quieras. De grado o por la fuerza, la Navidad es así.
En las calles hay una borrachera de luz y sonido. Los villancicos, con sus ritmos repetitivos de campanillas y voces infantiles, descienden sobre nosotros desde todas las megafonías imaginables, como si fueran la paz del Señor, y las orondas figuras de los papás Noel de cara coloradita y ostentosamente sonrientes nos contemplan desde cada escaparate, como diciéndonos “eso es, así, así, comprad hasta que la palabra pierda su sentido ocasional y se convierta en algo continuo, como el respirar, porque eso, queridos, es la Navidad, es la felicidad que da el dinero y vosotros lo tenéis, dad gracias a Dios…” ¿Cómo que el dinero no da la felicidad? ¿Pero quién ha sido el imbécil que ha dicho eso? ¿Quién es ese retrógrado desclasado, de qué caverna ha salido ese desecho…? Pero, hijo, olvida esas tonterías, síguenos a todos, haz lo que hacemos, no ves que lo hacemos por ti, sí por ti, y si no te gusta, hazlo al menos por los mayores y, si no, por los niños pero, por favor, no muevas nuestros cimientos, no nos des un disgusto de ese calibre, no digas que el dinero no da la felicidad porque imagínate entonces lo que puede dar la miseria… Dices unas cosas que cualquiera diría que tienes ganas de ofender a Dios…y además, ¡vale ya de paños calientes, maldito cabrón!, es que aún no te has enterado de que no hay en el mundo mayor pecado que el de no seguir al abanderado… ¡Disidentes de los cojones!, no os aguanto, ni a vosotros ni a vuestro sindiós… ¡Ateos, rojos de mierda…! ¡No sé qué coño queréis! ¡…Por Dios!

14 diciembre 2007

Caminar


Siempre me ha gustado caminar. Voy andando a mi trabajo desde hace muchos años. Dista éste tres kilómetros y medio de mi casa, lo cual me da para un buen paseo de ida y otro de vuelta. Por las mañanas atravieso un par de barrios grises, un trozo del centro más o menos histórico, un parque con un riachuelo artificial, que hoy estaba helado, y la entrada a un polígono industrial, entre el invariable ruido de frenos y motores y los bocinazos intempestivos de los camiones.
Me entretengo en observar la poquísima gente que se desplaza caminando, la poca que usa los trasportes públicos y la muchísima que utiliza sus coches. Pienso que es un sinsentido mover una masa de más de mil kilos de peso cada vez que deseamos desplazarnos, pero supongo que a muchos no les queda otro remedio y que a otros les gusta. Me siento un bicho raro y solitario, al mismo tiempo, un privilegiado por tener la posibilidad de ir a mi trabajo andando y por, además, ejercerla.
La gente, en general, tiene la opinión de que caminar es sano. Curiosamente he podido constatar al cabo de los años que casi nadie lo hace. Para el común de las personas debe de ser una contradicción pensar que es sano caminar pero no hacerlo ni aún pudiendo. Para mí es otra la contradicción, pues se supone que caminando hago una actividad saludable pero no estoy seguro de que lo sea, porque voy respirando el humo de los cientos de coches que atascan las calles a las horas de entrada y salida de los trabajos. Así que ellos por no caminar y yo por respirar aire contaminado durante hora y media cada día quizás tengamos las mismas esperanzas de vida o, seguramente la mía sea menor por respirar tanta porquería a diario. Me imagino muriéndome un poquito antes que los de los coches o, con mucha suerte al mismo tiempo. Eso sí, yo, por mi hábito de caminar, mucho más cansado.

13 diciembre 2007

Algunos musulmanes...


Hoy me ha pasado una vez más. Me he cruzado con ellas y ni siquiera me han mirado ni han contestado a mi saludo. Como si no me conociesen de nada. Me han ignorado con toda frialdad. ¡Qué corte!, he pensado con vergüenza.
Hace doce años tuve una buena relación, profesional, con gente musulmana. Mantuve un contacto con ellos y con ellas, un contacto asiduo durante más de un año. El contacto conmigo era conveniente para ellos, gratuito, y totalmente voluntario por su parte pues necesitaban la ayuda de la entidad para la que trabajaba. Nada me eché al bolsillo con esta relación pues como digo era puramente laboral y, por mi parte, si algo puse fue cordialidad y buena voluntad.
No es la primera vez que me ignoran a lo largo de estos años. Al principio no lo podía entender, no daba crédito a lo que notaba. A veces he pensado que iban despistados o despistadas, otras que quizás no me habían reconocido, otras que eran unos desagradecidos o unos estúpidos…
Hoy he tenido otra sensación. Una sensación distinta y quizás más certera. Viéndoles con sus pañuelos ceñidos a la frente, con sus gabanes hasta los pies y con su mirada voluntariamente perdida hacia delante al pasar una vez más a mi lado, mientras yo les buscaba la mirada con gesto amable, he pensado que me consideraban indigno de ellas y de ellos. Me he sentido excluido de su círculo, como si les diera vergüenza relacionarse conmigo. Me ha parecido que era yo él que hacía un esfuerzo para que, en cierto modo, me admitieran. Luego he pensado en que, desde luego, “mis musulmanes”, al menos éstos, no tienen ninguna intención de integrarse, es como si temieran contaminarse. Quizás el Islam no sea una religión, sino un proyecto social y político de base religiosa que no está dispuesto a ceder un ápice y que los occidentales no hemos entendido del todo todavía.

La cuadrilla


Moisés el Tanis, Anselmo el Cuquín, José María el Secretario y Lorenzo el Tajadilla, eran una cuadrilla de las de toda la vida, asiduos de muchos años a la caza en mano. En aquel entonces no hacía falta coto para cazar. Había terreno libre en todas partes y la caza, al contrario que hoy, era abundante. Era necesario, eso sí, que alguno tuviera coche y eso, al contrario que hoy, era entonces cosa rara. Coches escasos, caza abundante. Hoy el binomio se ha invertido. El que tenga ojos que vea. Con poquito, si no es ciego.
Con el tiempo Moisés tuvo un seiscientos y Anselmo un dos caballos. Así que, domingo en uno y domingo en otro, la cuadrilla, pagando la gasolina a medias, recorría los términos libres de la provincia disfrutando de su pasión más anhelada, la caza menor. A la caída de la tarde se asaban unos chorizos en cuatro brasas y compartían las tarteras que las mujeres les habían preparado. Los más viejos hacían lotes similares con las piezas cazadas, tantos lotes como cazadores eran, y el más joven, de espaldas al grupo, iba diciendo para quien era el lote que el más viejo señalaba. Un día les tocaba una liebre o un par de perdices o un conejo y una perdiz… y así trascurrían los domingos del otoño y del invierno.
Poco a poco los términos libres fueron escaseando y la cuadrilla apenas tenía donde ir. Paulatinamente uno pudo hacerse socio del coto que se había hecho en su pueblo, libre hasta entonces; otro, del coto del pueblo de la mujer; otro siguió frecuentando sólo lo poco libre que quedaba… En definitiva, no se sabe muy bien cuando fue el último domingo que salieron, pero la cuadrilla se deshizo y jamás volvió a juntarse. Puede que cada uno hubiera conseguido un cazadero en última instancia pero el tiempo de compartirlo con el resto había pasado. Ya no era posible. Había desaparecido un tipo de asociación, una más, muy típica hasta entonces y, yo diría, que hasta una vieja forma de amistad.

11 diciembre 2007

Gilipollas


Una vez iba un niño por la calle llorando desconsoladamente y sin parar de comer pan. Una señora, conmovida por sus lágrimas, le preguntó:
- Hijo, ¿por qué lloras?
- Porque mi mamá me va a regañar.
- ¿Y por qué motivo?
- Porque me ha mandado a por pan y me lo voy comiendo.
La señora miró al niño y dejó de compadecerse de él. Siguió su camino pensando “¡Pues no te lo comas, payaso!”, pero al niño no le dijo nada porque la señora era muy prudente y los prudentes respetan, ante todo, a los tontos.
Esta estúpida anécdota me trae a la imaginación la cantidad de cosas que hacemos sabiendo sus consecuencias pero, al mismo tiempo, sin evitar el hacerlas del mismo modo de siempre, como si no hubiera otro modo imaginable. Así, consumimos a saco la energía contaminando el planeta pero todos nos declaramos ecologistas concienciados y nos echamos las manos a la cabeza por el hecho del cambio climático y demás consecuencias, mientras seguimos comprando aparatos de todo tipo; así, sabemos que cada puente de salidas masivas va a haber 40 ó 50 muertos por accidentes de tráfico, pero seguimos saliendo 6 millones de coches a la vez, como si no hubiera otra forma de hacerlo, casi en plan reto. Sabemos que no está permitido rodar a más de 120 Km/h pero también sabemos que está permitido, y además mola, comprar vehículos que superan con mucho los 200 Km/h, me imagino que la compra no será con la intención de respetar el código de circulación, ¿o son quizás sólo para enseñárselos a los amigos? Sabemos lo peligroso que es viajar en moto pero cada año se venden más y más rápidas y, sin embargo, queremos que quiten los obstáculos peligrosos de las vías porque nos parecen el verdadero problema, o sea que el problema es, generalizando, el árbol y no la moto, podría seguir nombrando incoherencias…
En resumen, queremos seguir comiéndonos el pan aunque sepamos que mamá nos regañará. Más le valdría a mamá rompernos la cara de una vez por gilipollas, si eso sirviera de algo. ¿Es que somos incapaces de buscar alternativas? (No lo creo) ¿O es que no interesa?

10 diciembre 2007

Colores


El Galgo y su hermano Paco eran poco de misas y de iglesia y ni siquiera cedieron y se entregaron del todo en aquellos años en que los curas, en connivencia con la Guardia Civil, echaban multas por no ir a misa o por trabajar los domingos.
- ¡Déjame a mí de misas ni “costodias” que las misas y el azafrán son cosas de poco alimento!- voceaba el Paco en cuanto le tocaban las narices.
El Paco como buen soltero perseveró de por vida en su alergia a las cosas de iglesia. Sin embargo, el Galgo, que era casado con mujer religiosa y de orden, tuvo que tener un ten con ten que él venía a resumir con una sola frase:
- Por tener paz, cederás de tus derechos.
Era habitual en la época que el Galgo, a veces acompañando al veterinario de turno, a veces en solitario, visitase los pueblos de la zona. Cuando iba sólo era frecuente y casi seguro que lo hiciera en domingo, por no perder otros días de la semana comprometidos para labores diversas o para poder atender a los que iban a herrar a su casa los días laborables.
Esos domingos bajaba la mula cargada con hortalizas, además de con los instrumentos del oficio y, conocedor como era de las triquiñuelas de la vida, era fijo que se tuviera de antemano camelado a don Honorato o al cura rural de turno para que hiciese la vista gorda con lo del sagrado precepto de la misa dominical.
¿Qué cómo lo hacía? Pues procurando caer en gracia sin llamar la atención y dejando caer un duro a tiempo cuando hacía falta y una copa siempre, a tiempo y a destiempo. Porque los señores curas también eran seres sensibles y necesitados que, las más de las veces, apreciaban más al buen amigo que al común cristiano, harto abundante por otro lado. Así, sin palabras, quedaban sentados los mejores acuerdos de provecho mutuo y buen amparo que además, por ser tácitos, a nadie comprometían ni mermaban autoridad.
En las mañanas de los domingos era normal que el Galgo vendiese hortalizas, hiciese tratos, herrase las caballerías, trajese encargos y que, entre tantas obligaciones laborales y sociales, perdiese la misa por su entrega afanosa e ilimitada a los demás. Claro que, para compensar, nunca le escatimó tiempo ni esmero a concelebrar en las tabernas con don Honorato y con sus clientes de más confianza una vez terminado el oficio divino de la mañana y aún por las tardes tras la partida si es que se terciaba, que solía. Así que cuando, entrando ya las sombras de la noche, el Galgo se incorporaba para subir a su pueblo de regreso, el don Honorato le decía con pachorra e intención conocida y recalcada y una pizca de guasa, una de estas retahílas según fuera el tiempo del año:
- Galgo, no olvides la liturgia de hoy ni el color blanco de la Pascua…el color de la pureza.
- No olvides, Galgo, la Cuaresma en que estamos ni su color morado…el color de la penitencia.
- Hombre, Galgo, no olvides el color verde ordinario hasta que llegue el Adviento…El color de la esperanza.
- No olvides hoy, Galgo, el Domingo de Ramos que hemos celebrado ni su color rojo para la casulla…El color del martirio y de la gloria que se viene.
- Galgo, negro es el color de la misa de difuntos que se ha dicho, no lo olvides…El color del luto, hijo mío.
- Recuerda, el color rosado de hoy indica la cercanía de la Navidad y la ausencia de penitencia…
- Colores azules, Galgo, para la Virgen, la festividad de hoy…
- No olvides el color dorado, Galgo, que hoy es Domingo de Resurrección…

- Gracias don Honorato, lo tendré en cuenta- contestaba indefectiblemente el Galgo.
Cuando el Galgo llegaba a su pueblo, cerraba la mula en la cuadra y subía a la cocina donde le esperaba su mujer.
- ¿Cómo venimos? ¿Se ha dado bien? ¿Hemos ido a misa? ¿De qué color iba el cura?
Si las ganancias habían sido muchas.
- ¡Ay, Dios mío! ¡No habrás engañado a nadie! ¿Pero como le has podido cobrar al Gabino semejante barbaridad por la burra? ¿Pero no te das cuenta de que eso no es de buenos cristianos ni de amar al prójimo? Ya estás mañana a devolverle por lo menos cuarenta duros y además a confesar… Por cierto, ¿de qué color iba hoy el cura? Porque habrás ido a misa, ¿no?
Si las ganancias habían sido cortas.
- Pero, bueno, es que no me lo explico. ¡Todo el santo día para esto! Tú lo que has hecho ha sido holgazanear en la taberna con los amigotes. ¡Cómo si lo estuviera viendo! Seguro que te has juntado con el Serrano, con el Patitas y con el Luis de Casillas… ¡Se dice pronto, desde que amaneció Dios para venir con esta miseria, pues vaya un desempeño de hombre, Dios Santo!... Por cierto, ¿habrás ido a misa por lo menos, no? ¿De qué color iba el cura?
El Galgo se las arreglaba para salir indemne de todo el examen y aún, a veces, daba detalles sobre el sermón que no había escuchado o sobre lo que, al azar, había oido decir que habían dicho… Sólo un día en que las libaciones con don Honorato y el resto de los parroquianos se habían prolongado en exceso, cometió un error de bulto llevado por la arrogancia despistada que dan las copas y el olvido de las postreras palabras del clérigo. Porque, claro, ese día no estaba en condiciones de poderlas retener. Cuando su mujer, que notó como venía en cuanto entró, terminó de decirle si esas eran maneras de venir a casa y que bonito modo de dar ejemplo a sus hijos y que por lo menos habría ido a misa. Él dijo que sí.
- ¡Ah sí! ¿De qué color iba el cura?
- …
- Lo estás viendo. Ni a misa has ido.
Un poco amoscado por la bronca remató la faena con valentía:
- ¡Cómo que no! ¡Tabaco y oro!

09 diciembre 2007

Condena


Sarvi, el otro verano estuve con la andaluza en su pueblo, a ver a su familia como hacemos algunos veranos cuando andamos bien de perras que es pocas veces. Y ya sabes, porque tú lo sabes bien, que yo en casa no paro, que es que no puedo. O me voy al campo o a la calle. Como no ando ya bien de las piernas para ir donde las ganaderías de lo bravo, que es donde más me gusta ir, pues me dije ¿qué haces, Colás? Así que me fui a dar una vuelta por Bailén y enseguida sentí cantar en una taberna. ¿Colás, dónde vas a ir que más valgas? Al minuto estaba dentro a escuchar con un vino delante y fumándome un pajandini porque en casa ya sabes que las chicas no me dejan y la mujer menos. No veas como cantaban. Eran dos tíos, Sarvi. Tú ya sabes lo que me ha gustao a mí, sí, mucho me ha gustao… sobre todo por Farina y por Antonio Molina, pero ya, después del accidente me he quedao sin voz y ya no valgo, ¡me cago en diole, en la enclavación y hasta en el patíbulo! Me hubiera estao las horas muertas escuchándoles… No los veas más buenos… Al segundo vino me animé y enseguida le dije al más jaque, hombre, ¿me haría usté un favor si no va a ser molestia?, usté dirá, ¿me cantaría usté “Cuando cumplí mi condena”?... Y no veas, Sarvi. Me la cantó… Me emocioné… y… ¡Papo, no había pa mí consuelo!
Cuando cumplí mi condena
Me vi tan solo y perdío
Me vi tan solo y perdío
Ella se murió de pena…
Y El Colás se queda con los ojos entornados un buen rato tarareando por lo bajo la copla que le emociona y que su voz ya no le deja cantar para afuera.

04 diciembre 2007

Igualdad


Leo que el Obispado de Córdoba obliga a una cofradía a readmitir a dos costaleras expulsadas por ser mujeres. El obispado ha vuelto a instar a la cofradía a readmitir a las mujeres alegando que no se puede ir contra la "igualdad cristiana" entre hombres y mujeres.
Sabia y sensata la decisión del obispado sobre todo si se tiene en cuenta la “igualdad cristiana” que practica la propia iglesia en el acceso de hombres y mujeres al sacerdocio y a la participación y toma de decisiones dentro de la Iglesia Católica. No me extraña que no consientan esas discriminaciones dentro de las cofradías. No faltaba más. ¡Pues buena es la iglesia para consentir estas cosas!

01 diciembre 2007

Seguidillas del abuelo


Ha caído por casualidad en mis manos este cuento de una paisana mía que se llama Guadalupe Cuevas Blázquez. Me ha gustado tanto que lo he transcrito por si alguien quiere leerlo. Su texto íntegro es el que sigue:

SEGUIDILLAS DEL ABUELO

A todos aquellos que dejaron su memoria en el corazón de los que querían.

“Seguidillas corridas
van por la calle
como van tan corridas
no las ve nadie”

“Labrador es mi amante
de cinco mulas;
tres y dos son del amo
las demás suyas…”

- Abuelo, ¡ pero por qué andas cantando?
Pero el abuelo no me responde. Hace tiempo que no mantiene una conversación coherente ni conmigo ni con nadie. Sigue balanceando su cuerpo y canturreando con una sonrisa bobalicona que pone de los nervios a mi madre.

“……………………………..
de cinco mulas
tres y dos son del amo
las demás suyas”

- ¡Padre, cállese! Cualquiera que le oiga… No se acuerda ni del día en que vive y ahora le da por los cantares.
Cada día que pasa sus estrofas van quedando mas desgajadas y su sonrisa se va tornando en un rictus de amargura. Se aferra desesperadamente a las pocas palabras que le quedan en la memoria:

“tres… y dos… son del amo
tres y dos…
las… suyas, suyas”

Y mi madre, cada vez más triste, le va diciendo ahora que cante, que siga cantando.
Intenta una y otra vez recordar la letra y a pesar del esfuerzo, sólo consigue que dos lágrimas frías resbalen por su cara surcada de arrugas. Cierra los ojos y deja de balancearse.
- Está mucho peor, ya no recuerda nada, se está yendo…
Pero yo me niego a permitir que el hombre que abrió mis ojos y mi imaginación permanezca muerto en vida. Cuando mi mente estaba tan vacía como ahora está la suya, él me enseñó las mejores aventuras que un niño de ciudad hubiese podido imaginar.
- Por aquí cerca debe de haber un nido de oropéndolas.
- ¿Cómo lo sabes abuelo?
- Mira la madre, es esa que va dando saltos para llevarnos por otro camino. Así es como defiende su nido.
Y dábamos dos o tres vueltas y allí estaba el nido. Me dejaba mirarlo de cerca pero sin tocarlo.
- Que si no los “aborrecen”.
- ¿Por qué sabes abuelo que aquí hay “jabalines”?
- Dilo bien que si no tu madre nos riñe, esto es un “bañaero”. ¿Ves los árboles rozados?, ahí es donde se refriegan para quitarse las garrapatas.
- Abuelo, ¿por qué coges esas hierbas?
- Porque son buenas para el cólico.
Me daban miedo las botargas y los cohetes que anunciaban las fiestas del pueblo. Pero las manazas fuertes y callosas del abuelo siempre conseguían trasmitirme tranquilidad. Cuando llegaba el baile yo era el que mejor lo veía.
- ¡Aúpa mi mozo, a la barrera!
Y con un movimiento ágil y vigoroso pasaba de estar enganchado a sus pantalones al palco de honor de sus anchos hombros. Le gustaban como a un loco las jotas y seguidillas y todavía se le iban los pies mientras veía a los mozos y a las mozas bailar.
- ¡Qué buen rondaor fue tu abuelo, le tenías que haber visto de joven!
- ¡Va por mi nieto!

“Calle de las cuatro esquinas
cuántas veces te he rondado.
Y las que te rondaré
si no me toca soldado”

Y al abuelo se le sonreía el alma mientras cantaba la copla entre la admiración y el aplauso de los que nos rodeaban y a mí me parecía la atracción más importante de todas las fiestas.
Yo fui creciendo y dejaron de gustarme las fiestas del pueblo, se me olvidaron las coplas que había aprendido a canturrear y el abuelo me fue pareciendo cada día menos alto y menos sabio. Aunque le seguía queriendo ya no necesitaba su mano para enfrentarme al mundo que me había tocado vivir, entre otras cosas porque en este mundo yo me creía más sabio que él.
A poco de morir la abuela nos lo trajimos a vivir con nosotros. Durante los primeros meses hubo que enseñarle a desenvolverse en la ciudad y en poco tiempo se volvió más pequeño y más blanco (él decía que por las calefacciones), perdió parte de su arrogancia y le empezaron los achaques.
Un día empezó a olvidarse el grifo abierto, otro se despistaba y no sabía dónde estaba el portal de casa aunque estuviera en la misma calle. Otro, no recordaba para que servía la cuchara o la silla…
- ¡Abuelo, que se te va la olla!
Y el abuelo se fue dejando ir. Mientras, vagaba por la casa cantando coplas y con una sonrisa bobalicona en la boca.

“Buenas noches tenga usté
hermosa flor de romero.
Aquí tiene usté un criado
sin que le cueste dinero”

Hasta que se le fue perdiendo la letra y la sonrisa. Y el silencio se instaló en su voz y en su mirada.

¡Aúpa mi abuelo, que empieza el baile!
Mira las mozas, mira sus trajes.
¡Uy, cuánta gente vino este año!
Escucha la música y los aplausos.
Abre los ojos que viene el Santo,
Lo traen a hombros los “quinto” viejos.
Y la botarga con traje nuevo,
nos va tirando los caramelos.
Tú no te agaches, yo voy por ellos,
yo te los cojo, que te los debo.
Dame tu mano como hace tiempo,
te llevo al cuarto y te doy un beso.

Y el abuelo me entrega una mano fría y huesuda que yo trato de abrazar con todo el calor de las mías.
- Ha sido buena la fiesta de este año, ¿no te parece?
Los ojos del abuelo están de nuevo abiertos. El brillo de su mirada les ha devuelto el color pardo-verdoso que siempre tuvieron. Su sonrisa pícara me hace pensar que se está dando cuenta del follón virtual que le he montado en la sala de estar con la minicadena y el video a todo trapo. Pero sigue sonriendo mientras mi madre y yo le llevamos a la cama. Su mano se ha vuelto más cálida pero se resiste a soltar la mía mientras me mira con toda la alegría del mundo en sus llororos ojos y me susurra entrecortadamente:

“Me… despido de tu puerta
de tu… reja y tu balcón
y de ti no me… despido
Adiós mo… renita, adiós”

A la mañana siguiente amanece rígido en su cama. Sus ojos abiertos aún mantienen el brillo y la sonrisa permanece en sus labios lívidos. Mi madre le cierra los ojos y me dice que los recuerdos están en su alma, pero no permito que los de la funeraria le sellen la sonrisa de su boca.
Y esta va por ti abuelo. Aunque no puedas oírme .

“Labrador es mi abuelo
de cinco mulas;
ya ninguna es del amo,
las cinco suyas”

(Guadalupe Cuevas Blázquez)

30 noviembre 2007

Terapia


La ciudad venía a coincidir en mi mente con la idea de progreso, de movimiento, de técnica, de avance, de modernidad; el pueblo con la de tradición y permanencia. La ciudad está continuamente cambiando, mudando, regenerándose, creciendo… tanto que, de repente, un día la encuentro desconocida y me doy cuenta que no es la misma que me vio crecer. Los cambios se suceden y se han sucedido tan aprisa que no los he notado uno a uno hasta que hay un momento en que los noto todos, todos a la vez y de golpe, y descubro con desazón que esta ciudad ya no es la que creía, ya no es la mía. Me siento un poco huérfano y un algo solo. No soy un anciano, pero tampoco soy joven y ella no es ni vieja ni nueva, es otra simplemente. Es como si la ciudad hubiera desarrollado una cierta hostilidad hacia mí que, al contrario que ella, me he vuelto más estable con el paso del tiempo. Esa hostilidad callada, que solamente intuyo, llega al extremo de hacerme sentir sobrante, percibo como si una voz saliera del subsuelo y me dijera:
- ¿Todavía estás por aquí?, ¿pero qué pintas tú ya? Desaparece y haz lugar a otros como han hecho las viejas casas y los arrabales, no ves que aquí no hay lugar para lo que se vuelve lento y poco productivo.
Con el desasosiego dentro y casi un poco avergonzado por la reprimenda huyo al pueblo y allí, enseguida, me tranquilizo y me vuelve el alma al cuerpo. La fuente romana sigue en su sitio con alguna que otra piedra mellada, la iglesia con el cañonazo en el muro de cuando la francesada, los acróbatas de la ermita de abajo con su sonrisa de siempre, el escudo de la villa presidiendo la fuente, la plaza con los soportales y el balcón esquinado, la calle principal con los blasones de los nobles y los portales oscuros y frescos, la ermita del cruce en su sitio y con cuatro flores silvestres prendidas en la puerta… y todo con el mismo orden que un día ya lejano conocí. Me doy cuenta que voy al pueblo a hacer terapia, buscando la seguridad que lo permanente ofrece, esa seguridad que la mutación de la ciudad hace tiempo que dejó de darme o, para ser más exacto, que me cambió por vértigo, estrés y ruidos de tráfico constante a la voz de ¡Deprisa, deprisa! Allí, en el pueblo, me tranquilizo porque veo que casi todo permanece y que, al simpatizar mi mente con ello, me hace creer que también yo soy el mismo de cuando entonces, que tampoco yo he cambiado. El pueblo es la terapia para mi mal de ciudad. Sí.

28 noviembre 2007

Inicio de una amistad


Tras sus, digamos, diferencias de opinión con el director del colegio menor, ni que decir tiene que le echaron. Por listo, a ver si para otra vez espabilaba. Aquella despedida fue como un epitafio por su idealismo de adolescente. El muchacho se fue muy dignamente, había sabido defender sus ideas con gallardía, pero ya no tenía trabajo ni perspectiva de encontrar otro.
No se arredró, hizo amistad con un chaval que trabajaba los veranos en la Costa Brava para pagarse los estudios en invierno y éste le dijo que si escribía a sus jefes quizás le aceptaran como camarero para la temporada de verano. El muchacho escribió y le aceptaron. Se lo dijo a su madre. Ella puso el grito en el cielo. ¡Irse a trabajar a la Costa Brava! ¡A quién se le ocurre! ¡De ninguna manera! No obstante, su madre, que le conocía bien, sabía que no podría pararle. Asustada, por lo que le pudiera ocurrir, decidió pasarles el asunto a los hombres fuertes, a los duros de la familia que eran como dos patriarcas gitanos sólo que en payo. Los dos por cierto se llamaban Ángel. Sí, como el custodio. Eran dos tíos del muchacho.
El primer Ángel le citó en su despacho, cosa que sonaba bastante seria y solemne. Era una tienda de muebles que junto con un socio, al que todos llamaban Juanito a pesar de ser cincuentón, tenía por la zona comercial de la ciudad. Todo fue entrar en el despacho, cerrarse la puerta a sus espaldas y caerle encima una retahíla de reproches, historias y advertencias que, sin duda, contribuyeron a fomentar su conocimiento de la vida, de las personas en general y de lo crápulas que habían sido su tío Ángel y su socio Juanito en particular.
- Pero, ¿es que tú nos vas a hacer creer que te vas a Lloret de Mar a trabajar?; pero, ¿es que tú te has creído que Juanito y yo somos jilipollas?; pero, ¿no te das cuenta de que ya tendrás tiempo de irte de tías y que lo que tú tienes que hacer es trabajar y ayudar a tu madre?; mira, ¡pregúntale a Juanito que le pasó a él en Cádiz cuando era joven por encelarse con una chica!
Juanito, a desgana, narró:
- Pues mira, hijo, que me pillé unas purgaciones que me duraron dos meses y el día que me iba, como despedida, sus tres hermanos me dieron una mano de hostias por haber abusado de la niña y, ya de paso, me quitaron la cartera.
- ¡Lo estás viendo, es que os creéis que lo sabéis todo y no tenéis ni puta idea de nada, que sois unos jodíos críos que vais por ahí a comeros el mundo!, ¿qué te crees que no nos hemos enterado que te han echado del colegio menor? ¡Qué vergüenza!...
El tío Ángel siguió así durante una hora poco más o menos. Cada vez que tenía que poner un ejemplo de alguna golfería, el protagonista era siempre Juanito. Así el muchacho se fue enterando de las juergas, las borracheras, las noches locas y toda la gama de consecuencias orgánicas colaterales que estos hechos traen consigo pero, eso sí, en la piel de Juanito.
Ya llegó un momento en que el pobre Juanito, algo quemado, cuando Angel le inquirió por enésima vez para que contara al muchacho alguna otra desgracia a la que, ¡cómo no!, una mala mujer le atrajo, Juanito estalló y encarándose con Ángel le dijo:
- ¡Mira, Ángel, me tienes hasta los mismísimos cojones!, y luego, dirigiéndose al muchacho, ¡dile a tu tío que te cuente él su vida, que en todas esas ocasiones estuvo también él conmigo y le pasó como a mí, joder, que ya está bien, coño!
Así se enteró de que aquellos dos seres, hasta ese momento para él próceres ejemplares, habían sido dos crápulas de muchas campanillas. No se daban cuenta que él, a su edad, si no era ya un ser puro, todavía se acercaba mucho a ello. Sin embargo, para ser tan crío, no perdió la calma. El muchacho les agradeció todas sus advertencias y consejos pero les dijo que, o le buscaban un trabajo, además de los consejos, o se iba a Lloret de Mar. Cómo es mucho más fácil predicar que dar trigo, las cosas no pasaron de sus doctos consejos y su propósito continuó firme, por que, de trabajo, nada.
Ahora le quedaba el segundo patriarca. El otro Ángel había sido su terror infantil. Era un hombre que no entendía en absoluto a los niños, gruñón, regañón, machacón y con un genio de mil demonios. Este segundo patriarca, el segundo Ángel, le recibió en la cama. Su tía ya se había levantado. Era una mañana de domingo y al tío le gustaba quedarse en la cama leyendo. Aunque este encuentro le pareció que iba a ser parecido al anterior y, si acaso, más dramático por los antecedentes, no lo fue en absoluto. Fue más parecido a las películas de El Padrino. La verdad es que este otro Ángel era un hueso mucho más duro de roer. Toda la vida había sido un mercader, un tratante, hasta a los gitanos había engañado, se había tirado la guerra entera en las trincheras, tenía un montón de condecoraciones...y físicamente imponía. En efecto, un careto tal que un gángster de Chicago y unas cejas como dos cepillos. Un pipiolo como él no tenía ninguna oportunidad ante este capo. Eso le salvó. El viejo le dejó hablar tranquilamente, sin apremiarle y a los dos minutos, aquel tahúr que había desplumado a los italianos de su compañía jugando al mus bajo fuego de mortero, ya se había dado cuenta de que simplemente tenía delante a un pobre chico que quería trabajar en el verano para luego darle el dinero a su madre y pasar el invierno estudiando. El viejo zorro se percató al instante de que era un infeliz. Cuando el muchacho le hablaba de los derechos, de la justicia, de la bondad... (la conversación se prolongó)... él no le contradecía. A veces se limitaba a sonreír muy suavemente (como diciendo: hijo, hay que joderse lo tonto que eres, lo que te falta por aprender) y otras le hacía preguntas, abundando en el tema que trataban. Por sus respuestas se daba cuenta de que el muchacho era sólo era un pobre chico sin apenas experiencia en casi nada, un inocente, un ignorante. Curiosamente desde aquel día ese gángster, que tantas veces le había hecho temblar comenzó a tenerle afecto. El tío tranquilizó a su madre y le recomendó que le dejara hacer al muchacho sus planes. Fue el inicio de una buena amistad.

27 noviembre 2007

Malacate


Al pasar por el pequeño pueblo de Hiendelaencina, también conocido por Las Minas, puede verse todavía la torre de extracción de la mina Santa Cecilia, su viejo malacate y otros restos de la intensa actividad minera que hubo en la zona en la segunda mitad del siglo XIX. Hoy el pueblo apenas tiene vida y por su hermosa plaza rectangular es raro ver cruzar a alguien en invierno.
Llevado por la curiosidad he encontrado estos datos sobre el pueblo que pueden ser curiosos para añorantes o también para los que les gusta descifrar el significado de tantas ruinas como se encuentran por ahí y que pocos saben de qué son:
Las minas de plata que, al parecer, han sido las más importantes de España en toda su historia, se descubren en 1842 por un agrimensor, D.Pedro Esteban Gorriz natural de Subiza (Navarra).
La población de Hiendelaencina, que era antes de que se hallara plata de 100 habitantes, llegó a ser de 3.200 en 1857 y, en algunos momentos concretos de gran actividad en las minas, se acercó a los 9.000. Como una ironía de la vida hoy tiene censados 103 habitantes, o sea, que todo ha vuelto a la normalidad.
Una de las sociedades que explotó las minas de plata se fundó en Londres en 1845 y se deshizo en 1879. Esta sociedad estableció un poblado fuera de Hiendelaencina. El poblado, para los ingenieros y la gente de cierto peso, se llamó La Constante, y tenía teatro, hospital y casino además de una distribución racional de calles y edificios. Esta sociedad minera en sus años de actividad llegó a enviar a la Casa de la Moneda más de 275.000 kilos de plata.
El jornal de los primeros mineros era de 5 reales diarios por una jornada laboral de 12 horas. Los sueldos de los mineros mejoraron con el tiempo y en 1870 (quizás justo antes de comenzar el declive de las explotaciones) llegaron a ser de 2 pesetas diarias para los hombres, 93 céntimos para los chicos y 83 céntimos para las mujeres que, por lo que se ve, debían reunir pocas aptitudes para la minería. Eso sí, la jornada laboral se mantuvo en 12 horas. No he encontrado datos de siniestralidad laboral, seguramente porque todavía no se había inventado el término en la época, ni puede que importara demasiado.
Hacia 1845 había más de 200 pozos abiertos. Algunas minas llegaron a los 600 metros de profundidad. En los pozos de Hiendelaencina se llegaban a alcanzar temperaturas de 47ºC por lo cual debían tener sistemas de ventilación que hicieran posible el trabajo. Mediante estos sistemas se conseguía bajar unos 10º las temperaturas extremas. Imagino las condiciones de los mineros, 12 horas a gran profundidad, cavando en la semioscuridad a más de 35ºC. De los pozos se obtuvieron siete variedades de plata. Las minas tuvieron dos grandes épocas de explotación: Los periodos 1844-1870 y 1889-1897.
La primera mina se llamó Santa Cecilia. El monolito de piedra que en su día se puso a la entrada de esta mina puede hoy verse en la plaza del pueblo.
También hubo minas de oro en un pueblo relativamente cercano: La Nava de Jadraque, pero eso da para otra historia.
Hoy la zona es un páramo en el que se ven las ruinas de los pozos mineros, las acumulaciones de ganga, las viejas torres semiderruidas y alguna liebre esquiva y curiosa que se acula para ver pasar, de lejos, los pocos coches que por la carretera secundaria se alejan hacia Soria.
Por cierto un malacate es una máquina a manera de cabrestante que se usaba en las minas para sacar minerales y agua. Tiene un tambor en la parte alta y debajo las palancas a las que se enganchaban las caballerías que lo movían.
Cosas, personas y lugares para el recuerdo
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26 noviembre 2007

Publicidad religiosa


La publicidad está hecha para vender. Así que lo que se desea vender ha de ser antes hecho cosa, transformado en algo que se vea y que se vea como bueno, es más, como necesario. Todo ha de ser hecho objeto visible para que la publicidad lidie con ello adecuadamente y se lo pueda encajar al potencial cliente como algo tangible por lo que bien vale la pena que éste suelte el dinero gustosamente.
La publicidad que está haciendo la iglesia no es una excepción. La Iglesia Católica desea que los ciudadanos pongan la cruz, nunca mejor traído el símbolo, en la casilla que le otorga el tanto por ciento del IRPF de éstos. No debería de ser esto necesario si la propia iglesia por medio de una buena labor de apostolado tuviera a sus adeptos convencidos de la bondad de su misión en el mundo. Y eso que la Iglesia Católica se jacta en España de tener un altísimo número de fieles. Pero, bien porque no sea así, bien porque la mayor parte de sus fieles en España lo sea por inercia y con poco compromiso, o bien por una mezcla de éstas y otras razones, la iglesia católica, por medio de la publicidad, pretende mostrarse como una entidad que trabaja para el bien de todos sin distinción de razas, credos, lugares o personas, de modo que ante una entidad tan de provecho para todo el mundo, qué trabajo nos cuesta incluso a los no creyentes en ella el poner la crucecita. Al fin y al cabo, creamos o no en lo que predican, por qué no financiar lo que hacen: escuelas, misiones, atención a mayores, a drogodependientes, a pobres, …
La cuestión es que los que no somos fieles de la iglesia católica no es que no seamos creyentes. Creemos en otras cosas, como en que, sin necesidad de adoctrinar, se debe de atender a pobres, ancianos, drogadictos, países con problemas de hambre y subdesarrollo, etc pero sin etiquetar nuestra ayuda y solidaridad bajo el marchamo de una iglesia que crea feligreses, si puede, con el dinero de todos. Quizás la creencia de muchos que no somos fieles a iglesia alguna se llame Humanidad. Y por humanidad deben de hacerse cosas que a todos, aquí y en cualquier parte del mundo, nos eviten los sufrimientos. Luego cada cual que crea en lo que más le llene, que viva su religión o lo que le parezca.
La sociedad puede hacer las cosas que hacen las iglesias sin adoctrinar a nadie. Por otro lado, la Iglesia Católica tiene también otra cara que no desea, al parecer, que se vea ni se mencione. Me refiero a que no es democrática mientras pretende vivir inserta en las sociedades que lo son; me refiero al papel secundario, por decir algo, que la mujer tiene dentro de ella; me refiero a la postergación que tienen los que, incluso dentro de ella, no coinciden con los postulados de la jerarquía; me refiero al trato que dan a las personas homosexuales; me refiero a su interferencia en lo que debe de ser la educación de todos; me refiero a su veto a los avances científicos en medicina y genética; me refiero a su actitud para con el poder al que, según conviene, adulan o atacan; me refiero a que su reino sí es de este mundo aunque prediquen lo contrario y no desean renunciar a ningún poder, más bien al contrario; me refiero a que no tienen escrúpulos a poner en la Bolsa las dádivas de sus fieles; me refiero a que tampoco les repugna el poseer medios de comunicación que fomentan lo contrario a la convivencia; me refiero a la forma de calificar las críticas que reciben como anticlericalismo y persecuciones a la iglesia, mientras que lo que la iglesia y sus medios dicen contra los demás es el inalienable derecho a la libertad de expresión… Creo que tenemos que estar prevenidos ante quienes desean influir en todos dándoseles una higa las creencias ajenas. Pero aparte de todo esto, que sus fieles les sostengan, me parece lo adecuado.

25 noviembre 2007

Historia sagrada


La historia sagrada. Eso sí que molaba. Cuando eres un niño alucinas con esas historias. Son cuentos fabulosos. Para empezar, nuestros primeros padres. Adán y Eva, viviendo felices en un paraíso que ni Cancún ni la Rivera Maya, donde no existía ni el dolor ni las desgracias ni la muerte y donde todos, que por cierto creo que sólo eran ellos dos, andaban por ahí en bolas. Luego lo de Caín y Abel, uno el hermano bueno, obediente y repelente y otro el hermano envidioso que, harto de tanta virtud fraterna, se quita de en medio a su chache. Vamos que se hace fratricida, pero no lo hace empujándole a un precipicio con disimulo, ni ahogándole mientras duerme como por accidente, ni envenenándole como si algo le hubiese sentado mal… no, le da caña nada menos que con la quijada de un burro. Para que se notase bien la manía que le tenía. Vamos, que se viera bien que no había sido nada accidental, ¡joder!
Después lo de Noé y el arca y el diluvio que, digo yo, si no sería un cambio climático de cuando entonces. Y qué me dicen de la Torre de Babel, vaya guirigay, ni la ONU. Y Abraham, que si el mismísimo dios Yavé no le para la mano degüella a Isaac como a un corderillo y sin pestañear. Bueno y los israelitas, como se les solía llamar en lugar de judíos, teniendo un montón de mujeres y otro de esclavas a cual más guapas y ellas, pariendo a los noventa años si se terciaba, sin fecundación in vitro ni implantaciones de óvulos ni tratamientos de fecundidad, ni nada… Y tantos y tantos episodios, tan interesantes, como: Lo de Sodoma y Gomorra, que bueno ni el Tomate, ni Salsa Rosa, ni la prensa entera del corazón lo superan, y David y Goliat, los líos de José con el faraón, los bastones que se convertían en serpientes, las diez plagas de Egipto, los mares que se abrían, las doce tribus, los filisteos, lo del plato de lentejas, las tablas de Moisés, lo del maná y las codornices, lo del arca de la alianza, Matusalem y toda la peña… bueno, bueno, bueno… si es que era un no parar de emociones. Porque, hay que decirlo bien alto, la historia sagrada para un niño no tenía desperdicio. ¡Qué atención a aquellos relatos! ¡Qué emoción! ¡Cómo soñabas con ser David para darle estopa al gigantón ese del curso superior al tuyo que os quitaba el balón en todos los recreos! La historia sagrada era una divinidad.
Lo malo era cuando crecías y te pasaban a religión. Allí ya se acababan los cuentos emocionantes y empezaban a laminarte con la culpa, el pecado, la muerte, la eternidad y el infierno. Creo que sólo creí la historia sagrada, luego ya, la verdad, no me creí nada, empecé a dudar de todo.

23 noviembre 2007

Fachada


La casa vieja evocaba recuerdos con sólo mirar la fachada. ¿Quién la haría? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Quién dormiría en ella la última vez que estuvo viva? ¿Qué secretos habrán cobijado sus paredes?
Próxima a ella estaba la pala excavadora que la iba a derribar para hacer pisos nuevos. Saqué del bolsillo el ojo automático que, más que las cosas, perpetua los momentos y quise que alguien pudiera ver lo mismo que yo vi y cuyo modelo original ya nadie podrá volver a ver al natural.

22 noviembre 2007

Eternidad


Siempre recuerdo a los profesores de religión que tuve que aguantar de chico y a los predicadores de los ejercicios espirituales. Creo que fue porque, entonces, me asustaron adrede. En el fondo se dedicaban a ello, la iglesia ha basado siempre su poder en la coacción. Sobre todo cuando hacían aquellas comparaciones para explicar la eternidad. Cosas parecidas a estas que, quizás, hayamos oído todos alguna vez, decían, por ejemplo: Imaginaos un pedazo de hierro del tamaño de una montaña, imaginad también que un pajarillo lo roza continuamente con su ala, ¿cuánto tiempo necesitaría para desgastar totalmente la montaña de hierro? Pues bien, cuando lo hubiera hecho la eternidad ni siquiera habría comenzado.
Claro, era la eternidad que querían vendernos, porque no olvidemos que la mercancía que vende la iglesia es la vida eterna. Hoy pienso que cuando yo nací es evidente que me había perdido la parte de eternidad anterior a mi nacimiento. Este hecho lo he vivido con la misma insensibilidad e indiferencia que viviré el perderme la parte de eternidad posterior a mi muerte. Ambas, como alguien diría, sin pena ni gloria.

21 noviembre 2007

Primera


Finalmente habían transcurrido aquellos meses de verano que pasó alejado de todo, trabajando sin parar, empeñado en sus objetivos. Luis regresó a la ciudad donde estuvo un año antes de aquel verano con la ilusión, sobre todo, del reencuentro con Julia. Pasó unos días con ella que, en la intimidad fueron estupendos, pero que, finalmente, desembocaron en un descubrimiento tan sorprendente como amargo.
Aparte de ver a Julia, también se encontró al final de su estancia con algunos amigos que, pensando que lo suyo con ella era circunstancial y que conocía a Julia en profundidad, le pusieron involuntariamente al día en lo mucho que ignoraba de su querida y bella rubia.
Al parecer, mientras Luis estuvo trabajando, su amada había pasado el verano saliendo con otro muchacho de 24 años, seis más que Luis, que era representante y que cada vez que recalaba en la ciudad, y lo hacía muy a menudo, pues eso... que se iba bastante satisfecho. Luis se quedó lívido, no estaba acostumbrado a tragarse sapos como ese, sin embargo evitó que sus amigos se dieran cuenta del ascua que le habían metido en el estómago. Así que se hizo el loco. Continuó riendo con ellos y, sus amigos, creyendo que Luis también estaba al tanto de la vida de la gente de la pequeña ciudad, abundaron en la historia y le ampliaron las andanzas de su tierna y adorada Julia. Al parecer la muchacha andaba también liada, desde un año antes de conocerle, con un profesor de filosofía del instituto, del cual había sido alumna. Luis le conocía. Era Federico, un hombre de treinta y pocos años. Habían hablado algunas veces de filosofía e incluso comido juntos. Era de Galicia y, aunque estaba casado, su mujer pasaba algunas temporadas en su tierra quedándose sólo de vez en cuando a lo largo del año.
Decididamente sus amigos ignoraban su amor por Julia, pensaban que se había ido a dar una vuelta por allí en plan relax y que su relación con ella era uno de los típicos rollos de la chica al que Luis se prestaba gustoso porque a nadie le amarga un dulce y, luego, si te he visto no me acuerdo.
Cuando dejó a sus amigos tenía ganas de vomitar, le dolía la cabeza (¿sería de los cuernos?, pensó con sorna triste), estaba como desorientado... y pensar que se había pasado el verano entero escribiendo a Julia todas las noches, soñando con ella, imaginando sus encuentros, recordando la expresión de su cara que tanto le atraía y que le impedía pensar cuando estaban juntos... Como no podía irse a su pensión en ese estado, se dio una vuelta por la parte nueva de la ciudad, caminando y caminando sin parar como si buscase algo que se le hubiera perdido y no se resignara a no encontrarlo. No podía evitar el continuo flujo de ideas por su cabeza, era incapaz de controlar el discurrir de su pensamiento, era como si tuviera dentro una fuente de amargura que manaba sin descanso, sin orden, sin control. Al cabo de no supo cuanto tiempo se encontró mirando al río desde una de las terrazas naturales de la ciudad, eso sí, con los ojos llenos de lágrimas. Al día siguiente hablaría con Julia.
De regreso a su pensión, casualidades de la vida, al pasar por una calle que daba al barrio dónde Julia vivía, la vio de lejos bajar de un coche. El coche, al marcharse, casi pasó a su lado. Lo conducía Federico. No le vio.
Así que por la mañana había estado con él en la pensión y por la tarde con Federico, aprovechando que él le dijo que se iría con los amigos. Ya sólo faltaba que apareciera el representante para que entre los tres la dejáramos bien satisfecha, pensó Luis. No habló con ella ni al día siguiente, ni nunca. Tomó el primer coche que salía para Madrid. No quiso verla más.
Luis interrumpió aquí el relato. Después de unos minutos de dar caladas a su cigarro y sorber unos tragos de cerveza me dijo:
- Hoy, cuando pienso en esta historia, me recuerdo tan crío, tan iluso... que casi me da risa. Al representante no llegué a conocerle, ni ganas que tenía, claro. Sin embargo cuando me acuerdo de Federico no puedo evitar el esbozar una sonrisa. Ya ves, la madurez le quita hierro a todo. Federico era un hombre gris, aburrido, que en filosofía se definía como Aristotélico-Tomista, de ideas punteras, como ves. Me imagino, independientemente de mis sentimientos heridos de entonces, que la lozana y vital Julia tuvo que ser para él como un chispazo en su negra y aburrida vida cartesiana. Me cuesta mucho imaginarlos como amantes pero, vaya usted a saber, hay gente con dones ocultos e insospechados.
- Y, ¿qué me dices de ella?
- Con respecto a Julia y pasados los años, me hubiera gustado volver a verla. Los años ajustan mucho los sentimientos, aclaran las cosas y despejan muchas de ellas, si eres capaz de mirarlas bajo otro punto de vista más real. Creo que era una mujer apasionada, quizás, y a pesar de mi burla, encontró en el filósofo un hombre con experiencia que le enseñó cosas y que seguramente equilibraría con su calma la hiperactiva vida de Julia. Eso sí, él tampoco perdió el tiempo. Con el representante puede que encontrara al hombre en plenitud, sabiendo hacer; pero, en mí, ¿qué encontró en mí? Pues lo diré con humildad: Una obra de misericordia, la de enseñar al que no sabe. Yo no había tenido relaciones sexuales con ninguna mujer. Era un inexperto integral. Ella me enseñó un montón de cosas. Al final, casi le hubiera debido estar agradecido. Sinceramente creo que mi falta de habilidad y práctica la decepcionó y aburrió un poco o, quizás, un mucho.
- ¿Has vuelto a saber de ella?
- Me escribió e intentó reconciliarse conmigo inmediatamente después de estos hechos, pero yo jamás le contesté. Curiosamente, al cabo de los años, he encontrado referencias a ella en Internet. Sé que está en Cataluña por Tarragona o Granollers..., pero me temo que su vida sigue siendo azarosa pues la localizo por impagos, multas de hacienda, embargos y... en ningún sitio hay correo o teléfono que dé razón de ella. Julia, se ha convertido en una fugitiva contumaz, no se deja ya localizar. No pierdo la esperanza de contactar con ella algún día, ya con el rencor totalmente apagado, y saber qué ha sido de ella. Con las cenizas de lo que me parecía un volcán hoy ya no lleno ni un cenicero y, por otro lado, siempre queda un recuerdo especial de la primera mujer.

20 noviembre 2007

The Athens of the North


Cuando salió del avión en Edimburgo y entró al hall del aeropuerto, buscó inquieto la presencia de sus anfitriones, los Barbour, a quienes no conocía. Al cabo de unos momentos localizó a un hombre de mediana estatura, calvo, con traje oscuro, muy serio y envarado, que aparentaba unos 60 años y mantenía abierto entre las manos un cartel con un Mr Sánchez escrito en él. Miraba a todos los hombres con pinta de ejecutivos excepto a él porque, claro, no la tenía. Enseguida se dio cuenta de que su forma de vestir no concordaba con la idea que Mr Barbour tenía hecha del visitante que esperaba y que iba a pasar un mes en su casa estudiando, conviviendo y practicando el inglés con ellos.
Hubo de ser él el que llamara la atención a Mr Barbour sobre su presencia. Éste, sorprendido por su aspecto, le miró de arriba a abajo y, con cara de póker, le saludó serio y algo distante y enseguida le dijo, con mucha cortesía, que le permitiese presentarle a su esposa. Sentada en un sofá con dejadez estaba Dorothy, con un bonito traje de raso negro hasta los pies y trasparencias del mismo color en hombros y brazos. Ella, delgada, más alta que él, teñida de rubio y muy maquillada, fue mucho más diplomática que su esposo, le recibió con una sonrisa, dejando caer desmayadamente una de sus manos enguantadas en la suya, de modo que Sánchez enseguida rompió intencionadamente el tratamiento distante y le llamó directamente Dorothy. Ella, consciente de la barrera rota, dijo que estaba muy bien y que desde ese momento se llamarían por sus nombres cristianos. Sencillez ante todo, pensó Sánchez. Ian, o sea Mr Barbour, había enarcado una ceja y le seguía observando con distinguido descaro sin tenerlas todas consigo. Sánchez, que no sabía qué hacer para romper el hielo, le preguntó cómo se decía en inglés chubasquero, a la par que señalaba el que llevaba puesto, de un azul chillón con un letrero de Adidas en la espalda. Él le miró de arriba a abajo y soltó un seco “chaqueta de plástico” a la vez que apartaba de él la mirada censora. Luego le llevaron del aeropuerto a la ciudad. Vivían en la zona noble, cerca de The Meadows.
Al cabo de un par de días, todos se habían serenado. Sánchez se había familiarizado con su casa de tres pisos de estilo victoriano y muebles dedicados y ellos con su ruda llaneza y su forma de vestir, radicalmente informal, según el eufemismo que utilizaron. Ante su petición de que se pusiera un traje para ir a ciertos sitios, ocultó vergonzosamente que no tenía ninguno y adujo que los había dejado en España por considerar que eran impropios, ya se estaba contagiando del estilo, para el verano. Desde luego que, de haberlos tenido, no lo hubieran sido para el verano escocés. Ian, dando por imposible vestirle correctamente, sugirió que con una buena camisa discreta, abotonada hasta arriba, y un jersey azul marino, podría presentarle en cualquier sitio, habida cuenta de que a un español se le podían consentir esas excentricidades.
Enseguida le dieron el horario de clases que iban a observar y le informaron del horario general de la casa. Le preguntaron si prefería el desayuno continental o el británico. En este caso la curiosidad pudo más que la cautela y eligió el británico, paraíso del colesterol como, por supuesto, comprobaría.
Cada día le llevaban a comer a un sitio distinto y, mientras los días de diario las cenas eran en la casa, los sábados cenaban en el George Hotel, bajo una gran cúpula de cristal y con gente trajeada ranciamente. Uno de esos días Sánchez se sorprendió al ver a alguien con monóculo, cosa que él, fuera de las películas, veía por primera vez en su vida.
Con el paso de los días Ian le dijo que tenía 70 años, mientras Dorothy, que parecía mayor, confesó 65. El rito de cada día se realizaba en aquella casa con toda puntualidad. Desde el desayuno a las ocho en punto, primer acto protocolario, todo se desarrollaba según el programa. Las clases venían después y durante toda la mañana.
Antes del “lunch time” de cada día acudían al Royal Overseas League, en el número 100 de Princess Street, donde tomaban unas medias pintas de cerveza con los miembros de este distinguido club, al que Ian y Dorothy pertenecían desde tiempo inmemorial, y que estaba compuesto por un conjunto variopinto de gentes, ancianos en su mayoría, que habían servido a la corona en ultramar: oficiales de la marina real, comandantes y otros jefes de regimientos de la India y otras antiguas colonias, dueños de plantaciones de té en Ceilán y otros países asiáticos, comerciantes, administrativos de puertos y aduanas... más o menos los últimos testigos jubilados, pero aún vivos, de la existencia del imperio británico. Luego, ya después de comer, Sánchez solía darse largos paseos por la bonita ciudad, en parte para dejar descansar a sus anfitriones y en parte para quemar el aporte calórico del desayuno británico, las cervezas y el lunch. A las cinco de la tarde era el “tea time” con shortbread, un dulce típico de allí, y a las siete el “sherry time”, con jerez español y algún aperitivo, para, a eso de las siete y media pasar al salón a cenar. El día finalizaba con las noticias de las nueve y a las 10 se retiraban a dormir, a no ser que a alguien le apeteciera un night cup y un poco de conversación.
Sánchez pasó un mes viviendo de un modo muy distinto y sorprendente. Los personajes que conoció, gracias a los Barbour, por pintorescos que le pudieran parecer, eran reales. O sea que existían, aunque a él le parecía que los imaginaba cada día. El clima atroz que tiene Escocia jamás le permitió mentalizarse ni pensar que era el mes de julio. Su calendario interno se rebelaba. Así, una mañana, que acababan de terminar esa comida oficial que era el desayuno británico, con comentario de periódicos incluido, se asomó al mirador del salón. Con la mirada fija, mientras diluviaba, en los hermosos jardines y en los frondosos setos verdes y viendo como los negros nubarrones se desplazaban ligeros por el cielo de Edimburgo no pudo menos que pensar en voz alta y comentar a sus anfitriones:
- ¡Qué bien se tiene que estar aquí cuando llegue el verano!
- Oh, querido, el único problema es… que el verano aquí es justo ahora- dejó caer Dorothy sus palabras tan lánguida y amablemente como siempre y con ese puntito de guasa tan británica.
Ambos, gente y clima, fueron una novedad para él que, como se ve, no terminó de digerir. Edinburgh the Athens of the North rezaban ese año los pasquines publicitarios de las oficinas de turismo británicas. Y viendo aquel estilo de vida a Sánchez le dio por pensar, filosóficamente claro, de dónde podía venir tanto lujo y refinamiento.