La conversación con Abdel dejó perplejo
al ingeniero. La solidez del bereber y su carácter pétreo le empezaron a
provocar un conato de inquietud y de inseguridad que no estaba habituado a
sentir y, menos, ante alguien a quien protegió siendo un muchacho. Y le vino a
la memoria aquel lejano día en que lo alzó del barro con sus manos. Ya no se
parecía a aquel pelele endeble. Y, de la indefensión que un día le inspiró,
había pasado a causarle un respeto impreciso, un oscuro temor.
Con respecto a su actitud, por
más que el bereber se dijera su servidor, no tenía ésta nada de servil. Si
alguna vez pensó Zarrúa que el rifeño era su protegido, y le dolió que no fuera
también su confidente, ahora tenía muy claro que no era ni lo uno ni lo otro.
Era como si Abdel se le escapara de las manos. Aunque, a decir verdad, nunca lo
tuvo en ellas.
El ingeniero suponía que el
bereber debería guardarle, al menos, agradecimiento. Pero era evidente que,
pese a sus palabras, no le guardaba ya ni siquiera sumisión alguna. En ese
sentido Zarrúa se sentía nervioso y azorado, como si algo en el extraño
carácter del bereber le provocara una náusea.
Por otro lado, con respecto a la
situación general de la guerra, sobre concisa, le pareció muy clara la idea de
ella que Abdel tenía.
Caviló también sobre la
posibilidad de que, en aquellos últimos dos años, el bereber, por sus
conocimientos sobre aquellas tierras y sus gentes y, al mismo tiempo, su
relación con el entorno español y con él mismo, fuese, además de un negociante
nato, un partidario de los rebeldes. De este modo, seguramente Abdel trabajaba
a dos bandas con respecto a los beneficios pero, desde el punto de vista
militar, se congratulaba de las victorias rifeñas antes que de las españolas.
Pero sólo muy en teoría sopesó el
ingeniero esta última posibilidad. En realidad al ingeniero le daba igual que Abdel
pudiera ser un partidario de los rifeños, porque él no había ido al
Protectorado por motivos patrióticos. Únicamente los intereses de las empresas
le llevaron allí y, ahora, eran los propios los que le impelían a permanecer en
aquel agujero africano. La posición que el bereber tuviera no le interesaba,
mientras él sacara montañas de dinero de aquella mina cuyo filón sólo mermaría,
o se agotaría, si la guerra terminaba.
Pero, contrariamente a lo que Abdel
creyó, sus palabras sí que habían sido de utilidad para Zarrúa. Había, al
menos, dos informaciones que podrían ser fuente de ingresos para determinadas
empresas. La primera de ellas era la falta de cartografía del Rif. La segunda,
la carencia de accesos o viales que pudieran ser recorridos por vehículos
mecánicos. Sin duda, ambas cosas habrían contribuido en muy buena parte a los
desastres más notorios del ejército español. Los militares debían ser muy
conscientes de ello. El asunto era cómo presentar algunas propuestas al
respecto que pudieran ser aceptadas en las Comandancias.
El ingeniero se puso de inmediato
en contacto con el consorcio de empresas al que representaba.
Con respecto a la cartografía,
les sugirió el uso de un avión de observación con dos plazas: la del piloto y
otra para un fotógrafo que fuera también topógrafo. Con ese aparato podría
sobrevolarse la zona del Rif durante un par de meses y obtener fotografías
detalladas, debidamente secuencializadas, de todo el territorio. Sobre ellas,
el topógrafo, escribiría los comentarios de cada una con las observaciones más
necesarias y útiles para el ejército. No sería una cartografía propiamente
dicha, pero sí una información mucho más concreta y fidedigna que aquélla con
la que el ejército contaba hasta entonces. El consorcio de empresas, si veía
interesante la operación, le mandaría un presupuesto para la misma. Si las
Comandancias lo aprobaban, otro negocio más prosperaría.
El otro asunto, el de la
construcción de viales, le pareció al ingeniero más complejo pero, a la vez,
mucho más lucrativo. Aunque del Rif no había cartografía, sí la había de las
zonas más cercanas a Melilla, Larache y Ceuta, por lo tanto podría construirse
en principio una carretera de trazado no muy difícil que facilitara el
acercamiento de las tropas a las zonas más abruptas. La construcción estaría
supervisada y vigilada por el ejército, la empresa enviaría maquinaria,
capataces y técnicos y la mano de obra se obtendría de la población lugareña.
El proyecto, convenientemente presentado, daría satisfacción a todos. En primer
lugar mejoraría las infraestructuras del Protectorado, el control militar no
dejaría fuera de ciertos beneficios al Ejército, las empresas se garantizarían
unas buenas ganancias y los bajos salarios que recibirían los lugareños contribuirían
al bienestar y contento de éstos, acostumbrados a la miseria, y, de paso,
engrosarían aún más los beneficios de las constructoras. Y, si el proyecto salía
bien, podría ser el inicio de otros muchos en una zona tan falta de
infraestructuras. Y, además, contrariamente a otros negocios, éste podría
seguir prosperando incluso si la guerra terminaba.
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