25 marzo 2017

24.- El Aprendiz: De vuelta


A medida que el autobús se alejaba de Alfambra, Lázaro quiso rememorar su estancia en la ciudad, pero no pudo. El ambiente tibio del viejo autocar, su suave traqueteo, el trajín inusual de las últimas horas, el cuerpo tullido por los golpes y el frío de la noche pasada al relente, le pusieron a dormir casi en el acto. El agotamiento le venció al sentarse, cerró los ojos y su cabeza se venció, buscando apoyo, contra la ventanilla.

Habían pasado casi cuatro horas cuando se sintió ir hacia adelante por la inercia de un frenazo y dio con la cabeza en el respaldo del asiento que tenía delante. Se despertó aturdido, sin saber dónde estaba.
-¡Marachote, veinte minutos de parada! – voceó rutinariamente el conductor, abriendo la puerta y bajando del autobús.
La mayoría de los ocupantes, con las piernas agarrotadas por el tiempo de quietud, se apearon estirándose y entraron cansinamente en la cantina.
En una esquina había una mesa, cuidadosamente preparada, con su mantel, servilletas, cubiertos, vasos y platos. Enseguida la ocuparon el conductor y su ayudante. Una chica joven con un delantal blanco, que se movía airosamente, les puso delante de inmediato sendos platos humeantes con un par de huevos fritos, un chorizo y un lomo. Antes de que pudieran pedirlo, trajo también una panera repleta de trozos de pan blanco y una botella de vino tinto a granel, espeso, casi negro, tapada con un corcho.

Lázaro, al ver los apetitosos platos, sintió, más cruel que nunca, el retortijón del hambre. Hacía más de veinticuatro horas que no probaba bocado. Tenía necesidad y le dolía la cabeza. Maquinalmente registró sus bolsillos, pero al instante recordó que no tenía dinero. Se dio cuenta de que ni al hambre ni a la falta de dinero estaba acostumbrado. Sin embargo, había entrado en aquella cantina por inercia. No había sido buena idea, no debía haberse movido del autobús. Ahora estaba allí, como un pánfilo, sin poder apartar los ojos de la comida, con las tripas sonándole y la boca aguada.
-¿Qué va a ser? –le dijo un mozo con una chaquetilla blanca que atendía la barra.
-Nada, gracias. No me encuentro muy bien –dijo Lázaro, improvisando una disculpa.
El mozo le miró de mala gana y continuó atendiendo a los que se acercaban a la barra. Lázaro se apoyó en ella de espaldas y vio como la gente se había sentado a las mesas y, mientras unos pedían de beber, otros sacaban tarteras con filetes empanados, tortilla de patatas, embutidos, pedazos de jamón curado, pimientos fritos, empanadillas, torreznos… Y un olor variopinto a comida apetitosa y casera le llegó de todos lados. Y reparó en lo crueles que los olores podían ser algunas veces.

Un matrimonio mayor estaba sentado en la mesa más cercana a Lázaro. El hombre, con traje de pana, boina y camisa blanca sin corbata, le observaba. La mujer sacó una hogaza de pan y un gran taco de jamón de un capacho.
El hombre, frente a él, se apoyó la hogaza de pan en el pecho, poniéndola de canto, y le sacó una cuña hermosa con la navaja. Al terminar de hacerlo sus ojos se cruzaron con los de Lázaro. El hombre, con la cara curtida y arrugada por el sol y los años, le pasó el trozo de pan a la mujer. Partió un segundo pedazo sin dejar de mirar al muchacho y lo dejó sobre la mesa. Luego le dijo a la mujer que le pasara el trozo de jamón y, mientras, cortó una tercera rebanada de pan. Lázaro desvió la mirada al suelo. El hombre sacó unas buenas suelas del trozo de jamón y tomando una gran loncha la puso sobre una de las cuñas de pan. Se levantó y se la ofreció al muchacho.
-Prueba, chaval, que es de mi pueblo. Seguro que en la capital no coméis cosas de éstas, ¡de qué parte!
-Muchas gracias –y lo cogió Lázaro con la cabeza gacha, con una vergüenza que le impidió añadir nada más, mientras sentía como la saliva se le agolpaba en la boca.
El hombre volvió a su sitio, movió de lado la cabeza y sonrió, guardándose el pensamiento en sus adentros. No dijo nada y dejó que Lázaro comiera sin molestarle. La mujer le miraba extrañada y por lo bajo dijo:
-¿De qué le conoces?
-Para algunas cosas no hace falta conocer a la gente –dijo secamente el hombre, mientras, con la navaja cabritera, hacía pequeños trozos de su loncha de jamón sobre el pan.
Y la mujer, acostumbrada a no insistir y menos a destiempo, no dijo nada.

Cuando el chofer y su ayudante terminaron de almorzar se acercaron a la barra a tomar café. Era la señal para que todos pagasen lo consumido y regresaran al autobús.
El hombre que le había convidado hizo una seña a la mujer y ésta recogió todo y lo devolvió ordenadamente al capacho grande de hule oscuro.
-¡Qué vaya bien!
-Muchas gracias –dijo Lázaro, casi más con la sonrisa y el brillo de los ojos que con la tímida palabra y siguió a la pareja hacia el coche.

Sus benefactores se bajaron en el cruce de Angorita, un pueblo pequeño a menos de una hora de Marachote. El viejo y el chico se despidieron con una última mirada. Y entonces a Lázaro le vino a la cabeza la imagen del padre del muchacho que expulsó de la residencia. Con algo quebrado por dentro, le dijo adiós con la mano desde la ventanilla.

El resto del viaje lo pasó recordando su viaje de ida. No hacía tanto tiempo, apenas diez meses. Recordó vagamente su ilusión ante lo desconocido, su agobio por las dudas, la confianza en sus fuerzas, el ansia por estrenar su libertad. Se dio cuenta de que ya no era aquel iluso incauto. Jamás pensó probar tanto fracaso, pero tampoco soñó con haber vivido tantas cosas. La experiencia se atesora pero, como Camelia dijo, no se puede trasmitir. ¿En cuánto tiempo aprenderían otros lo que él aprendió en esos pocos meses? ¿Quién dice que la vida ha de ser justa?
Y le pareció vislumbrar por un momento la idílica imagen de la libertad. Una imagen que él, quizá como muchos, imaginó un día sin trabas, como la de un pájaro que cada día volara a su antojo. Pero ahora sabía que la libertad no era eso, que la libertad también tiene estructura, una estructura oculta que para los más simples pasa desapercibida. Si la libertad nos permite elegir, para hacerlo, hemos también de renunciar a lo que no elegimos. Era un pensamiento falso, vacío y peligroso, el confundir la libertad con el capricho o con la conveniencia. Si elegir obliga a renunciar, la libertad nos obliga a aceptar nuestro propio compromiso, nuestro destino. Algo así como a elegir nuestra propia jaula.

Dos horas después el coche de línea paró donde siempre, frente al palacio. Habían llegado. Lázaro, con la mente aún habituada a Alfambra, abandonó el coche como el que rompiera el cordón umbilical que definitivamente le apartara de aquélla.
Con la maleta y la bolsa subió andando por la Calle Mayor.
En todos lados el río, el puente, el palacio, la Calle Mayor… La existencia revestida de monotonía. Estaba de nuevo en su ciudad y la vida, tras aquellos efímeros destellos de Alfambra, le pareció de nuevo la misma película en blanco y negro de siempre. Sabía más, sí. Pero el sentido de la libertad que ahora tenía no volvió nunca a ser la idílica figuración de antes. 
¡Anda que no ni na!

FIN

23 marzo 2017

23.- El Aprendiz.- La despedida


En casa de Camelia, Lázaro se duchó. Ella, como mejor supo, le curó las heridas que tenía en cuerpo y cara. Destacaban algunos hematomas grandes en el cuerpo pero, seguramente siguiendo las instrucciones del encargado, los macarras casi no le habían pegado en la cara, de modo que estaba reconocible y sólo se dolía de algún chichón en la parte posterior de la cabeza, producto de haber rodado por el apestoso suelo de aquellos servicios.

Camelia le ayudó a limpiar sus ropas y, entre los dos, las dejaron pasables. Luego, desayunaron juntos. Ella había traído de la vieja tahona del pueblo, que abría temprano, una hogaza grande, tostada y crujiente. Comieron huevos fritos con torreznos de esponjosa y crepitante corteza. La mezcla del pringue sabroso y caliente con el pan crujiente estaba tan apetitosa que actuó como un rápido reconstituyente para Lázaro. El café de una segunda cafetera puso un buen final a aquel inesperado y rotundo almuerzo.
-Perdona –dijo Lázaro –por esas confidencias que pensaba guardarme.
-No tiene importancia –dijo Camelia – Ya has visto el honor que Mansoz ha hecho a su palabra.
-Son cosas que te pueden comprometer.
-Calla, Lázaro, si tú supieras las cosas que me cuentan.
-¿Qué quieres decir? ¿Es que no te parece raro lo mío?
-Mira, Lázaro, las prostitutas somos como los vertederos de los sentimientos molestos, de los remordimientos y hasta de algunas acciones inconfesables. Todo lo que los hombres no se atreven a contar, o lo que les avergüenza, o lo que les tortura, o lo que les preocupa, viene a parar a nosotras. Al menos, algunas veces. Si supieras cuanto yo sé, dudarías, como me pasa a mí, de todo. Pero, como la experiencia no se trasmite, de nada sirve que te diga. Contarte historias sería tontería. Ya irás aprendiendo, so pena de que en alguna de éstas te dejes el pellejo. Dios no lo quiera. Aléjate de gentes como a las que has servido.
-Yo no he servido a nadie –protestó Lázaro con vehemencia- Les he dado unas informaciones sin importancia. Diría que me he servido yo de ellos.
-Entre que seas un estúpido o, por joven, un inconsciente,  prefiero quedarme con lo segundo. Lázaro, tú les has estado sirviendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Y más vale que lo tengas claro y no vuelvas a caer en situaciones como éstas. No sé si de ésta saldrás bien, pero yo no probaría más veces. Date por librado si todo ha terminado con la paliza. ¿Informaciones sin importancia, dices? ¿En qué mundo vives? ¿Y el muerto?
Lázaro no se atrevió a replicar. Camelia veía las cosas con una claridad de la que él carecía. A su lado se sintió repentinamente un crío, un iluso, un bobo en manos de aquella gente y, lo peor, es que se había creído capaz de manejar la situación. Un sentido abrumador de ridículo se apoderó de él. Y no dijo más porque la vergüenza le dejó sin argumentos, sin ánimo y sin voz.

Camelia, a media mañana, y una vez que Lázaro estuvo presentable y hubo descansado, le llevó de nuevo a Alfambra. Viajaron en silencio. Cuando ella aparcó su utilitario frente a la entrada de la residencia, le dijo:
-Bueno, Lázaro, hasta aquí hemos llegado. Tengo que volverme y dormir lo que pueda hasta que abran el local. Que te vaya bien. Supongo que no te volveré a ver.
-Nunca se sabe, pero creo que no.
-Pues, adiós entonces.
-¿Puedo besarte? –dijo Lázaro con premura y timidez.
Sorprendida, Camelia miró al muchacho y, con una sonrisa, dijo:
-Pues claro, hombre, es lo menos.
Lázaro, por los nervios, la besó torpemente en los labios y apresuradamente bajó del coche y, desde la puerta del recinto de la residencia, le dijo adiós con la mano y ella pudo leer en su boca, y sobre una sonrisa, la palabra gracias. Camelia arrancó el coche y volvió despacio a su casa del pueblo. Durante el trayecto tomó un pañuelo de papel de la caja que llevaba en el salpicadero y se sonó la nariz.

Al entrar Lázaro en el recibidor de la residencia, enseguida percibió algo extraño en la mirada intranquila y nerviosa del conserje. A todas luces parecía que el viejo le estuviera esperando.
Santiago era un hombre mayor con un pie ya puesto en el retiro que, tan pronto como le vio, frunció el ceño y se acercó a él con su rostro bondadoso, de hombre sosegado, cruzado por una señal de preocupación nadando entre las arrugas de su cara.
-El señor director me ha encargado que le diga que ha de recoger sus cosas y marcharse –le espetó de sopetón, como el que cumplía con una penosa obligación y, sabiendo que no puede eludirla, la suelta sin preámbulos.
-¿Pero, cómo es eso, Santiago? -se alarmó Lázaro.
-No lo sé.
-Pero, algo podrá decirme. No entiendo nada.
El conserje bajó el tono de voz y en tono confidencial dijo:
-Anoche vino a verle el comisario con otro, un periodista, creo.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso? –quiso disimular Lázaro.
-No lo sé, pero esta mañana ha hablado con el comisario desde el vestíbulo. Le he oído mencionar que usted ha abandonado el servicio, que esta noche no ha dormido en la residencia y que, además, esta mañana no había venido a trabajar.
-Pero he tenido mis razones. Me gustaría hablar con él.
-No va a ser posible. Tras la llamada, tomó esa decisión. Luego me dijo que iba a reunirse con el resto del equipo directivo fuera del centro y que estaría ocupado toda la mañana. Que le dijera lo que acaba de oír y que su decisión era irrevocable y de efecto inmediato.
-Pero, Santiago, no puedo marcharme así. Hasta mañana no sale el coche en el que puedo irme y, además, no tengo un céntimo –dijo Lázaro repentinamente inerme.
-Pues ha de irse, Lázaro, el director no le da alternativa. Hágame el favor de recoger sus cosas y, en cuanto acabe, debe entregarme sus llaves y abandonar la residencia.

Lázaro, abrumado, se dejó caer en una de las sillas del recibidor. Se inclinó y, con los codos sobre las rodillas, apoyó la cabeza entre las palmas de las manos. Estaba abatido, se sentía abandonado en una repentina impotencia. Las consecuencias de haberse enfrentado al director y de eludir las pretensiones de Mansoz afloraban inesperadamente. Su conducta altruista con los alumnos y honrada con el comisario no produjeron sino efectos imprevistos: un palizón y quedarse en la calle sin un duro. ¿Cómo era posible?
Más o menos fue esa la conclusión con la que, el confuso muchacho, justificó aquel repentino despido.

Olvida los principios, doblégate y ve a lo tuyo. Ese dogma, que tantos practican en la vida, lo vislumbró Lázaro por primera vez. El decoro, en unas horas, le había conducido al vacío desde aquella posición suntuosa donde la picardía le tenía instalado.
Aquellos momentos fueron el epitafio a su idealismo juvenil, a su caballerosa honradez recuperada. Y, para colmo, Mansoz y el director confabulados.
Como el conserje dijo, era tontería el insistir. Le convenía irse y cuanto antes. Ya sabía lo que podía esperar de aquella gente.

Recogió sus pertenencias y volvió a meterlas en la vieja maleta de cartón piedra. Tenía alguna ropa nueva y algo de calzado que compró en los días de abundancia. Se arregló con la maleta y una bolsa grande.
No pudo despedirse de nadie pues, a aquellas horas, todo el mundo andaba en sus quehaceres. Dadas las circunstancias, lo agradeció.
Fue a entregar sus llaves a Santiago antes de marchar.
-No debió usted enfrentarse al director cuando el asunto de la Fiesta de la Juventud, usted no sabe cómo las gasta esta gente –dijo Santiago, afable, pero en voz tan queda que casi no era audible.
-Ya no tiene remedio. Muchas gracias por todo y que le vaya bien. Creo que el año que viene se jubila usted, Santiago –dijo Lázaro para cambiar de tema y fingir que ya se había sobrepuesto a su desgracia.
-Pues, sí.
-Que sea enhorabuena y que lo disfrute –dijo Lázaro al tiempo que le tendía la mano al viejo.
Santiago se echó mano a un bolsillo y, mirando precavidamente a los lados, le entregó un sobre marrón de los de la correspondencia oficial.
-Tome. He llamado a la estación y me he enterado de lo que vale el autobús. Más no puedo darle, pero para el billete siquiera…
Lázaro estuvo a punto de abrazar al viejo pero, mirándole a los ojos, le dio las gracias con un largo apretón de manos y, con un nudo en la garganta, se despidió.
-Adiós, señor Santiago. Muchas gracias.
-Adiós, muchacho.

Con la maleta y la bolsa estuvo deambulando por la ciudad. Procuró no dejarse ver por los lugares donde pudieran conocerle, le daba vergüenza su estado de necesidad recién estrenado y también el tener que dar explicaciones de su marcha.
Menos mal que había desayunado hasta hartarse en casa de Camelia.
Lo que le dio Santiago alcanzaba para el autobús, pero no podía gastarlo. El coche de línea salía a las ocho del día siguiente. Con la maleta y la bolsa erró por lugares poco concurridos, sin saber dónde meterse, pues no tenía ni para un café.

Le sorprendió el ocaso junto a la casa del abuelo marino de su amigo Miguel. Había un diminuto parque con tres bancos y media docena de árboles delante de ella. Con las últimas luces del día contempló la ciudad a la derecha y la vega del río en la hondonada. Y recordó un instante la chispa verde del traje de Valeria desde el puente de la enorme casa-navío. Y todo le pareció una ilusión, algo que no le había sucedido a él.

Le pareció que podría pasar la noche allí, durmiendo sobre uno de los bancos. El parquecillo era un sitio discreto y no era lugar de paso.
Pensando en cómo había cambiado su fortuna y en cómo, finalmente, sólo una prostituta y un viejo se habían apiadado de él, se quedó dormido sin rencor.

Serían las dos de la mañana cuando un intenso frío, que le estaba haciendo tiritar, le despertó. Con eso no había contado. Se puso alguna ropa encima pero, a pesar de ello, le taladraba el frío. Se levantó y comenzó a caminar en círculo para entrar en calor, abriendo y cerrando los brazos vigorosamente.
Fue entonces cuando vio el periódico metido en una de las papeleras. Enseguida lo desplegó y se metió varias hojas bajo la ropa pegando con el pecho y con la espalda. Enseguida sintió como retenía bajo el papel el agradable calorcillo de su cuerpo y eso le ayudó a pasar la parte mas fría de la noche.

“El director de la residencia de estudiantes expulsa a un educador por sus actividades licenciosas”, pudo leer, con la luz del día, en el titular del periódico local que le acababa de quitar el frío. Miró la cabecera, había salido la mañana anterior y, por ella, comprendió que todo había sido premeditadamente preparado. Su expulsión de la ciudad se convertía así en un triunfo de la decencia y el orden, ni siquiera le habían dejado el regalo del anonimato.
El artículo se explayaba describiendo cómo el citado educador llevaba una vida propia de un indeseable, frecuentando los ambientes menos recomendables de la ciudad y cómo el director, comprometido con la salud moral y ética de los alumnos, se había visto en la desagradable obligación de echar de la residencia de estudiantes a un sujeto disoluto cuya conducta atentaba contra la buena fama de la institución.

Fue el último golpe. En cuanto terminó de clarear recogió la maleta y la bolsa y comenzó a caminar cabizbajo, con el frío relente de la mañana, hacia la parada de autobuses. Sin reloj, no sabía la hora exacta. Más le valía apresurarse.
Cruzó por última vez el viaducto y los recuerdos, de la muerte de Hilario, de su amor por Valeria, de los paseos, de la pasión, del desengaño… vinieron en tropel a pasearse por su cerebro entumecido y somnoliento. Pero, aunque dolorosas, eran ya todas sensaciones amortiguadas que se desvanecían en su mente como los jirones de neblina bajo el ojo del puente.

Llegó a la plaza, cruzó la explanada hacia la izquierda y bajó las escaleras amplias y pronunciadas que llevaban a la parada de autobuses.
Los tres o cuatro bares de la zona estaban concurridos. La clientela, que como él venía a coger su autobús, tomaba cafés o copas de aguardiente o de coñá o encargaban bocadillos o desayunaban, a la espera de que saliese su coche de línea.
Lázaro sacó el billete en la pequeña ventanilla. No se había engañado el conserje, le dio el importe exacto.
Se acercó al pasamanos desde el que se dominaba la escalinata que bajaba a la estación del tren, al río y al instituto donde su rival Hilario trabajó. Se quedó allí, al calorcillo del sol que empezaba a acariciar tibiamente la cresta del muro, y su vista se perdió distraídamente por las frondosas choperas de los paseos felices con Valeria.

La bocina del autobús le sacó de su ensimismamiento. Subió diligente, mostró su billete, acopló maleta y bolsa en unas redes que servían de portaequipajes y el coche salió sin más. Dejaron atrás ciudad y río, y Lázaro se sintió arrastrado de nuevo por la corriente imprevisible de su vida.


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21 marzo 2017

22.- El Aprendiz: El caballeroso acuerdo


Llegó el día. Acabado su trabajo en la residencia, hecho el silencio y entrada ya la noche, Lázaro se encaminó hacia el burdel.
Llevaría a término lo comunicado a Mansoz en su último informe. Sería el fin de su colaboración con la policía. Recibiría el último de sus ingresos a cuenta, según suponía, del erario público. Contaba con aquellos billetes para terminar su estancia en Alfambra y, en cierto modo, los consideraba su finiquito.
Se sentía rehabilitado por la decisión de renunciar a aquella cómoda, aunque denigrante, vida de soplón circunstancial. Orgulloso, pensó que cada uno de los pasos que daba en su paseo nocturno le aproximaba a su regeneración.

Según caminaba hacia el tugurio, atravesando la ciudad, no paró de pensar. Ponderaba lo correcta y desapasionadamente que, por una vez, había razonado. Cómo se estaba apartando tan oportunamente de todo aquello. Cómo, de un modo educado, tranquilo y agradecido, se las estaba arreglando para salir caballerosamente de la red que Mansoz le había tendido.
Tal como las cosas se habían puesto, no debía continuar en su labor de confidente. Estaba claro.
Sin embargo, tenía que reconocer que, inesperadamente, Mansoz le había ofrecido una salida discreta y airosa de todo aquello. Iba pensando que, tal vez, el comisario no fuera tan ruin como pensó al principio. Al fin y al cabo, y pese a las tentaciones pecuniarias, le ofreció la posibilidad de un abandono discreto, digno y anónimo de sus actividades vergonzantes.
Pero, olvidando a Mansoz, iba Lazaro úfano de sí mismo por cómo, después de meses engolosinado por ese bienestar tan muelle, había sido capaz de recobrar el tino y seguir los dictados de su buen criterio.
Y es que Lázaro aún tenía confianza en la palabra de los hombres que, sin probadas razones, tenía por sagrada. E igual pensaba de la caballerosidad, que hasta los más truhanes, pensaba el infeliz, reservaban para los que tenían por iguales, socios o por asimilados.

Al entrar en el bar, apenas traspasado el umbral y en cuanto los camareros le vieron, notó como uno de ellos, precipitadamente, se escabulló escaleras arriba. Sin duda subía a avisar al encargado. No le extrañó, era lo normal cuando se presentaba en el local los días acordados.
Sintió ganas de orinar, por lo que entró, no sin repugnancia, a los chocrosos servicios que descubriera el primer día.
Todo seguía en el mismo estado de asquerosa decrepitud y suciedad. Orinó y, apenas se lavó las manos con mucha prevención en el lavabo menos roto, buscó algo limpio con lo que secárselas. Tuvo que echar mano al bolsillo y secarse con su pañuelo pues, no digamos toalla, ni siquiera papel encontró.

Fue en ese momento cuando se abrió de un golpe la puerta de los lavabos y la luz del bar los iluminó bruscamente. También entró una oleada de música. Alguien había puesto la máquina de discos a todo volumen. Julio Iglesias cantaba “La vida sigue igual” y distinguió por unos segundos su voz melosa, “…unos que ríen, otros llorarán…”, hasta que un portazo la cercenó de golpe.
De los tres hombres que habían entrado, dos le miraban, plantados como estatuas a los lados de la puerta con los brazos en jarras, y el tercero, el encargado, la atrancaba con parsimonia tras haberla cerrado de golpe. Candada la puerta desde dentro, el encargado se volvió hacia él y dijo:
-El comisario Mansoz nos ha contado lo bromista que es usted. También ha tenido la delicadeza de decirnos que hoy nos haría su última visita, así que les he pedido a estos amigos que acudieran para despedirle. Y le vamos a despedir, como usted se merece, de modo que nos conserve siempre en su memoria.
Los tres hombres se abalanzaron sobre Lázaro y éste, sorprendido y asustado, al tiempo que recibía un tremendo puñetazo en el estómago, escuchó:
-No le marquéis la cara. Aún es menor.
Fue lo último que oyó. Después le vino una tanda de golpes, una hacienda de puñetazos y una catarata de patadas por todos lados. Cayó al suelo y perdió toda noción.

Alguien, con no mucha fuerza, le zarandeaba. Tenía la mente perdida y una sensación un tanto dulce, estúpida y vaga pero, simultáneamente, de frío muy intenso.
-Vamos, chico. Levanta. Espabila, ¿cuánto llevas tirado aquí? Arriba, que te vas a helar.
Tras mucha voluntad por parte de quien le zarandeaba, Lázaro abrió los ojos. Tardó unos larguísimos segundos en reconocer a Camelia, la prostituta que le consoló el día del observatorio. Entonces hizo un intento por levantarse pero notó cómo le dolían las costillas y la espalda y, después, el fondo de dolor retardado que le venía del estómago, y de las nalgas, y del bajo vientre… y recordó que le habían dado una paliza en los mugrosos servicios del burdel. Se miró y vio que estaba sucio, maloliente, con manchas en el pantalón y la chaqueta cuyo origen era preferible no indagar.
-¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy aquí?
-Estás tirado en un callejón, cerca del bar donde trabajo, ¿recuerdas? En cuanto a por qué estás aquí, eso tú lo sabrás.
Camelia tenía un coche pequeño, aparcado a unos cien metros de allí. Le ayudó a llegar a él. Lázaro quiso mirar su reloj pero no lo tenía.
-¿Qué hora es?
-Está casi amaneciendo.
-Llévame al otro lado del viaducto, tengo que llegar a la residencia donde trabajo.
-Pero, ¿tú te has visto?, déjate de historias. Vivo cerca de aquí, en un pueblo pequeño. Te llevaré conmigo y en mi casa te asearás un poco para que estés presentable. No creo que tenga importancia que, por un día, llegues tarde al trabajo.
Lázaro no replicó, se sentía agotado. Ella puso el coche en marcha y despacio atravesó las solitarias calles de la ciudad en la penumbra indefinida del amanecer. La calefacción del modesto coche entonó un poco a Lázaro, entumecido por el frío y aturdido aún por los golpes. Ansiosamente se palpó los bolsillos. Tenía la cartera pero, al sacarla, comprobó que sólo le habían dejado la documentación. En los bolsillos tampoco tenía una sola moneda. Le habían dejado sin un céntimo, pues todo cuanto tenía acostumbraba a llevarlo encima. Pese a su preocupación, en los quince minutos del trayecto, no pudo evitar el quedarse adormilado, con las mejillas repentinamente ardientes por el cambio de temperatura y por la febrícula que en su cuerpo se iniciaba.

Ella le espabiló y le ayudó a entrar en una casa baja, pequeña y fría de un pueblo cercano, al que Lázaro, al quedarse dormido, no había podido identificar por los indicadores de la carretera. Le acomodó en un sofá, le echó una manta encima y enseguida encendió una estufa de leña con unos papeles y unas astillas. Ésta, al arder en ella dos grandes tacos de madera que Camelia echó después, templó en pocos minutos la habitación.
-Bueno, me quieres decir qué es lo que te ha pasado.
Lázaro tenía aún la mente confusa. Tampoco sabía si debía contarle a esa mujer aquel enredo pero, sin saber la razón, dijo:
-Haz café, por favor. Ahora te lo cuento todo.

Camelia, sin dilación, encendió un hornillo de butano que estaba en una habitación adjunta que hacía de cocina, tomó de una estantería una cafetera de aluminio, de esas que se dividen en dos partes y se enroscan, y se puso a la tarea. Lázaro, mientras tanto, sopesaba el cumplir o no con lo que había prometido, lo de olvidar para siempre y no mencionar sus pasadas actividades. Pero repentinamente, sintió vergüenza de sí mismo. Camelia le había recogido. Una persona que le conocía de un día, bueno de una noche, le había amparado. Sin pensárselo, le había llevado a su casa. Y todo esto, sabiendo que él conocía su condición de prostituta. Y le dio vergüenza el dudar de quien tan desinteresadamente le ayudaba y así, cuando ella trajo la bandeja con la cafetera humeante y las dos tazas, ya tenía decidido contarle la verdad.
Sin entender los caminos que la confianza elige, se vio desvelando a Camelia todo lo que a Valeria ocultó.
Cuando terminó, ella sacó de un armarito de formica brillante, imitando madera exótica, una botella de coñá, sirvió dos copas y dijo:
-Lázaro, tienes mucha suerte.
-¿Todavía te parece que tengo suerte? –dijo él – ¿Es que no te has fijado en cómo me han puesto?
-Sí, ya te veo. Pero lo tuyo en un par de semanas habrá desaparecido.
-Y qué te parece, entonces, ¿qué tendrían que haberme hecho?
-Más bien se trata de lo que podrían haberte hecho. Podrías haber seguido la suerte de Hilario. Te ha salvado el hecho de que no pareces saber gran cosa y, sobre todo, que lo de Hilario está aún muy reciente y no se han arriesgado a repetir la suerte. Incluso en los días que vivimos, dos muertes por suicidio, en tan poco tiempo y entre gentes relacionadas, habrían dado mucho que hablar. Eso puede haberte salvado –y cambiando de tema, dijo – ¿Sabes?, me alegro de que no seas policía. No me lo pareciste el día que te conocí.
-¿Por eso no me quisiste cobrar?
-No fue por eso. Fue porque fuiste cariñoso –dijo Camelia, ocultando que también le pareció entonces, y aún ahora, un ser ingenuo y desvalido perdido a su suerte.

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20 marzo 2017

21.- El Aprendiz: El líder


De modo paralelo a su vida privada, surgieron algunos contratiempos en el monótono trabajo de Lázaro.
Finalizaba el curso. El comportamiento de los alumnos había sido tan regular como el paso del río bajo el puente. Pero los alumnos mayores, que ya no volverían a La Casa por haber terminado sus estudios, se resistían a soportar un último agravio. Lo habían sufrido en los cursos anteriores. Pero aquella vez, incluso entre los jóvenes más sumisos, se larvaba un conato de rebeldía.
Lázaro notó un ambiente raro en la residencia. Sin embargo, lo atribuyó a que los muchachos estaban revueltos por el influjo solar de la primavera, excitados por el olor mezclado de los cientos de flores brotando y soltando sus pólenes, alterados por el nerviosismo de los exámenes finales y por el latir poderoso de sus adolescencias. Pensó también que aquella especie de rebeldía que se intuía se debía a la ya próxima y anhelada idea de liberación que traía la cercanía de las vacaciones. Todo eso era normal y constituía el ambiente, bien conocido, reinante los fines de curso en todas las instituciones pobladas por gente joven.
No se engañaba, pero había algo más.
Poco a poco la queja llegó a los educadores y singularmente a Lázaro, al que,  por intuición, los alumnos mayores consideraban el más asequible.
El asunto parecía una trivialidad si no fuera porque ese año los alumnos no parecían dispuestos a tolerarla. La dirección, al acabar cada curso, pedía un dinero extra a cada alumno para celebrar una fiesta a la que llamaban pomposamente Fiesta de la Juventud. Durante la semana que duraba, según los alumnos, el dinero sólo se gastaba en agasajar a las autoridades locales con merendolas, copas y buenos vinos, mientras los alumnos vagaban ociosos por los patios, como mucho, con algún balón.
Lázaro lo comentó con los demás educadores sin necesidad, porque también ellos conocían la queja. Pero todos se inhibieron y dijeron que eso eran problemas de los alumnos que a ellos ni les iban ni les venían.

Lázaro, sin embargo, se identificó de inmediato con la razonable queja. Al educador aquello le pareció inconcebible. No podía creerlo. Lázaro les dijo que, si eso era así, no podía admitirse, que hablaría con el director y que le plantearía sus recelos y su postura porque, evidentemente ellos, la juventud, debían de ser el eje de la fiesta que llevaba su nombre. Y Lázaro no albergó ninguna duda de que los estudiantes pedían lo justo. Habló con el director convencido de que éste no consentiría lo que temían los estudiantes.

No le gustó nada al director que Lázaro, uno de los educadores de su residencia, se erigiera en representante de los alumnos. Sin embargo, pensó taimadamente que, si le decía la verdad, los alumnos se negarían a pagar aquel plus. Así que le aseguró a Lázaro que aquel curso todo sería distinto, que se harían actividades para ellos con aquel dinero y que, de los extras en comida, se beneficiarían todos. El director le dio su palabra.
Lázaro, incapaz a sus años de dudar de la palabra de aquel prócer, trasmitió satisfecho la contestación a los alumnos y éstos, un tanto renuentes y menos crédulos que Lázaro, pagaron finalmente sus cuotas a regañadientes.

Fue grande la decepción de todos y más aún la de Lázaro cuando, llegada la semana indicada, sucedió lo que los alumnos pronosticaron y lo que Lázaro menos se esperaba: que el director faltase a su palabra.

Y descubrió el tonto de Lázaro que el que el director faltara a su palabra no mermaba en absoluto el principio de autoridad que aquél tanto invocaba.
Lázaro vinculaba la autoridad con el respeto a la palabra dada, pero no se daba cuenta de que estaba confundiendo autoridad con poder. El poder no necesitaba de excusas y a nada se sentía vinculado.

Como hay edades en las que algunos se atreven a casi todo, por ridículos que terminen siendo sus atrevimientos. Lázaro tuvo el valor, cargado de justa indignación, de enfrentarse nuevamente con el director y, sin amilanarse ante su pagador, decirle que no le parecía honrado ni justo lo que había hecho. Sobre todo, tras haber prometido lo contrario.
El director, aunque era un viejo zorro que en su vida había oído de todo y que tenía más salidas que bocas el Metro, encajó las palabras del muchacho de muy mala gana y, pese a sus espuelas, se le puso la cara de vinagre. Sin embargo, se contuvo y, de momento, nada hizo contra aquel insignificante payasete que se había erigido, por cuenta propia, en defensor y paladín de los estudiantes. Fingió, cínicamente, ser el primero en sentirse disgustado y quiso convencer a Lázaro, sin conseguirlo, de lo ineludibles de aquellos compromisos sociales de La Casa con las autoridades locales. Esos imponderables, dijo, ocurrían de vez en cuando a su pesar y, muy forzado, terminó la entrevista con Lázaro musitando un breve y distraído  “lo siento”. Luego, fingiendo un ánimo triste y abatido, despidió al muchacho.

Lázaro, pensando haber amilanado al director por la gran fuerza que la razón le daba, salió de la entrevista orgulloso como un libertador. Cargado con la satisfacción inmensa de haberle recriminado su actitud al jefe y, además, en su propio despacho. No era entonces capaz, ni lo fue en mucho tiempo, de darse cuenta de que algunos maduros y correosos personajes tenían mucha práctica en tragarse culebras y sapos de todos los tamaños. Sus quejas de muchacho, sin trascendencia alguna, no llegaban ni al tamaño de mosquitos. Y, al director, le alteraron el ánimo las protestas de Lázaro tanto como las de los monaguillos afectan en el pulso a los obispos.
Sin embargo, confiando más en la justicia que en la realidad, el iluso de Lázaro creyó que le había dado un golpe moral demoledor o, al menos, duro como pocos, a aquel inconsecuente y venal personaje. Y así, tras recriminar su conducta al director, quedó contento y orgulloso como un gallo de pelea. Ignorante, el pobre, de que, en cualquier momento, podía verse cacareando y sin plumas. Pero, como su ingenuidad y su simpleza caminaban del brazo, quedó ufano y complacido por el éxito aparente de su queja. Corrido y avergonzado como dejó al director, seguramente en el futuro éste tendría más cuidado con lo que prometía. Seguro que sí. No le cabía a Lázaro la menor duda.

Los desengañados alumnos, por su parte, le dijeron que el director se había valido de él para conseguir mejor sus fines y, Lázaro, tuvo que admitirlo.
Su protesta posterior sirvió para tanto como su charla inicial con el preboste. Aquel viejo rácano fue práctico y astuto y él tonto, pero digno, inoperantemente digno. Y quedó convencido, para su vergüenza, de que los alumnos habían sido más realistas que él. Indirectamente su protesta había resuelto la cuestión, el director mintió a los alumnos justamente por boca del que se aprestó a defenderles, qué mejor modo de mentir. Nuevo todo para Lázaro, pero, sin embargo, una estrategia tan vieja como habitual. 

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18 marzo 2017

20.- El Aprendiz: La estrella perdida


Valeria, a raíz de tanta comidilla, había perdido la alegría propia de sus años y se había vuelto, abrumada por los comentarios, menos callejera y más reservada. Aunque, como todo en la vida, el interés popular por su affaire iba paulatinamente decayendo en Alfambra. El rechazo sentido tuvo en ella un efecto mucho más persistente y doloroso. Fue como una demolición interior. Apenas salía si, previamente, no había quedado con Lázaro o con alguna de las contadas amigas que le quedaron. Fue el primer escarmiento serio que le dio la vida, un aviso de que, por más que se lo propusiera, no se iba a librar, y menos en Alfambra, de su condición de mujer. Condición, ya para los restos, de mujer lanzada, por decirlo con buenas palabras, aunque los más prefirieran calificarla de perdida.

Todo ello, mirado fríamente, no tenía desperdicio, ya que al que hubiera podido reprochársele su conducta era a Hilario, porque al fin y al cabo casado estaba, pero no a ella que era una mujer libre. Pero lo de mujer y libre no casaba bien en las mentalidades de Alfambra. Los viejos prejuicios habían aflorado a la primera oportunidad, como ocurría siempre, y se habían cebado con ella dejándole marcada para los restos.
Sin embargo, bien por el hecho de su muerte o por el de ser hombre, más probablemente, a Hilario todo le quedaba cumplido. El tiempo pasaba y era lo único que contaba a favor de Valeria, porque la gente de todo terminaba cansándose y lo más reciente sepultaba inexorablemente lo antiguo. Y así como el apogeo de la primavera enterró definitivamente al crudo invierno de Alfambra, el paso de las semanas sepultó lentamente el recuerdo del suicidio de Hilario y cuanto le rodeó. El mes de mayo estaba terminando.

Salía de vez en cuando con Lázaro, pero ya raramente caminaban por la ciudad o entraban en los bares o en las cafeterías que frecuentaran unas semanas antes. Casi todas las veces fueron sus paseos por la ya familiar vega del río. Sin embargo, la relación entre ambos había perdido la espontaneidad de las conversaciones, la sonrisa fácil y la alegría sensual y desenfrenada de antes. Era como si algo les hubiese convertido, en pocos días, de amantes en viejos conocidos que caminaban juntos pero dándose la espalda con su silencio.

Lázaro, en uno más de aquellos largos paseos, le dijo a Valeria que, con las vacaciones veraniegas de los muchachos de la residencia, su estancia en Alfambra se terminaría.
Ella continuó caminando, mirando al suelo, como si no le hubiera oído. Caminaron en silencio casi media hora.
Ella, sin mirarle y sin dejar de andar, le preguntó qué haría después.
Lázaro dijo que, de momento, volvería a su ciudad pero que ignoraba lo que sería de su vida. Habría de buscar algún empleo para vivir y seguir estudiando. 
Ella de improviso, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo, le pidió que la llevara con él.
Lázaro siguió caminando sin contestar, sorprendido y asustado por aquella salida.
Sin romper el silencio, caminaron mucho más de lo habitual aquella tarde. También hablaron mucho menos. Por una vez no acabaron en la hierba de cualquier pradera junto al río.

Cuando se dieron cuenta de lo alejados que estaban de la ciudad estaba anocheciendo. Dieron la vuelta y comenzaron el regreso a Alfambra empujados por la premura del ocaso. En la ciudad se distinguían diminutas, desde tan lejos, las primeras luces, encendidas ya, a la caída de la tarde. Más adelante, oscuro el campo definitivamente, la luz de un tren que venía en dirección contraria rasgó la noche a una velocidad uniforme, y su traqueteo se acercó y se alejó de ellos con idéntica monotonía cadenciosa, hasta devolverles nuevamente al silencio.
Llegaron cerca de la ciudad sin perder el mutismo.
Había anochecido y sólo el tenue blanquear del camino de tierra, al que sus ojos se habían acostumbrado, hacía que pudieran seguir su itinerario.
Entraron en la ciudad al cabo de media hora. Llegaban ya al callejón donde debían separarse. Ella en dirección a su casa y Lázaro en dirección, como siempre, al viaducto, para luego llegar a la zona del ensanche donde la residencia estaba.
Lázaro veía llegar el callejón a ellos como si tuviera movimiento propio, como si no estuviera sucediendo.
-¿Ves aquella estrella? –dijo Valeria de improviso señalando uno de aquellos puntos luminosos en la noche– La que brilla tanto y está justo debajo de aquellas cinco que están tan juntas.
-Sí –dijo Lázaro.
-Yo la miro muchas noches. Si quieres, puede ser nuestra estrella. Cuando yo la mire me acordaré de ti y cuando la mires tú te acordarás de mí. Seguro que alguna noche coincidiremos.
-Seguro.

Lázaro no se creía que se hubieran separado así, sólo soltándose la mano y tomando caminos divergentes. Le parecía estar soñando. Sin embargo, así fueron las cosas. Ninguno de los dos tuvo valor para volver la cabeza y mirar irse al otro. Una sensación de irrealidad le invadió todo el resto del camino hasta la residencia. Una idea activa y pasiva de abandono le acompañaba.

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17 marzo 2017

19.- El Aprendiz: La buena tinta


Cuando la noticia del suicidio se extendió por Alfambra, la gente de la calle se quedó sorprendida. Nadie esperaba, del ahora suicida Hilario, una cosa tal. Era un profesor que había pasado algunos años en la ciudad y al que nunca se le habían conocido irregularidades, excentricidades ni extravagancias, como no fueran las inherentes a ser filósofo que, algunos, ya tenían por tales.
Nadie se lo explicaba. Sin embargo, los mayores sabían que siempre hubo suicidas, que éstos no eran fácilmente detectables y que, curiosamente, el viaducto, desde su misma construcción, les había atraído como los insectos a los murciélagos. Se veía que desde aquella altura, y una vez superado el difícil trance de la decisión, era seguro que ya no había marcha atrás y, según decían los expertos, de antes y de ahora, un verdadero suicida busca algo irreversible. El viaducto lo era.

El hecho en sí pasó rápidamente a un segundo plano pues, al no ser Hilario de allí, sus restos se llevaron a su ciudad natal, en Galicia. Afortunadamente, el finado, había sido un forastero.
Por otro lado, su viuda, tras los trámites inherentes al suceso, pidió el traslado y se marchó enseguida y para siempre de Alfambra, y no dio motivo alguno para más comentarios.
Sin embargo la sombra de la duda y, en algunos casos, también el recelo y el temor se extendieron entre la gente del entorno de Hilario. Durante mucho tiempo las cosas no volverían a ser como solían. En las tertulias, que el profesor había frecuentado, el ambiente se enrareció y nadie parecía querer hablar con nadie, ni fiarse de aquellos con los que hasta entonces había departido alegremente.
Algunos no creían que Hilario se hubiese suicidado, pero no se atrevían a decirlo abiertamente. Así que afirmaban que Hilario no podía haber hecho aquello o, al menos, no podía haberlo hecho sin alguna razón poderosísima. Una razón importante que, a un hombre estable como él, aún siendo filósofo, le hubiera desequilibrado por completo.
Como el asunto de la política era tabú, nadie se atrevió a mencionar que la muerte de Hilario pudiera haber tenido algo que ver con ella.
Sin embargo, algunos tenían vagos indicios del enredo del filósofo con Valeria y, ¿cómo no?, el morboso asunto comenzó a propagarse por Alfambra con esa velocidad que convierte en lenta a la que la pólvora dicen que tiene.

Los rumores de todo tipo tomaron cuerpo en los distintos mentideros de la ciudad. Si Valeria había pasado desapercibida para la mayor parte de la población, hasta ese momento, su nombre iba ahora de boca en boca y su figura se puso en el punto de mira de los dedos índices de todos aquellos a los que, de ordinario, no les gustaba señalar.
Comenzaron a oírse comentarios, todos sabidos de buena tinta, de esa, tan clara y volátil, que jamás se utilizó para escribir:

Que si Valeria, tras seducir al profesor, le había dicho que dejara a su mujer por ella.
Que si Valeria, cada vez más crecida por haber atrapado entre su sexo a don Hilario, le había amenazado con que todo lo iba a saber su esposa de una vez y por su boca.
Que si Valeria le había hecho chantaje al profesor pidiéndole dinero, de forma taimada y sibilina, por mantener oculta su relación.
Que si Valeria estaba preñada y dispuesta, además, con el fruto de su vientre a montar un embarazoso escándalo.
Que si Valeria, en su locura posesiva, le había dado achares a Hilario y le había hecho enloquecer dejándose ver con un joven, un tal Lázaro, que llevaba unos meses en Alfambra.
Que si Valeria no sabía de cuál de los dos era el hijo que llevaba en su vientre, y que se lo había querido adjudicar al profesor porque era mejor partido.
Que si Valeria le endilgaría ahora el mochuelo a ese tal Lázaro que, como era un ignorante, habría de cargar con la criatura fuese o no suya…

Y, según pasaban los días, la fértil inventiva popular ideaba nuevos matices y detalles que hacían la historia paulatinamente tan complicada como inverosímil aunque, había que reconocerlo, cada vez más interesante, morbosa y creativa.
Y Lázaro comenzó a experimentar en sus propias carnes los aguijones acerados y anónimos de los bulos, ese pasatiempo social que él practicó, si bien en la intimidad de sus informes policiales, con el difunto profesor. Aunque reconoció que Valeria, por su condición de mujer, era la diana preferida de aquellos dardos. Sin duda, el embrujo femenino ponía un atractivo apasionante a la historia de un suicidio donde un serio profesor, seducido y muerto cornudo, y un joven asimplado, ambos mera comparsa de aquella flor de lujuria, no aportaban interés alguno.

Quedó establecido: La víctima propiciatoria, elegida por la sociedad de Alfambra, para darle una explicación razonable al suicidio de don Hilario Soares, catedrático de filosofía del Instituto de Enseñanza Media, casado, hombre cabal y todo un señor, fue Valeria, una muchacha libre, con los dieciocho cumplidos y todo lo que esto llevaba consigo, fundamentalmente: inconsciencia.

Ella, que al principio quedó tremendamente impresionada por la muerte de su profesor y amante secreto, no se esperaba tal cosa. Se le hizo el vacío en las reuniones donde antes era bien aceptada. De ser considerada una mujer sin prejuicios pasó a ser tenida poco menos que por una ramera. Y, la chica, tuvo que acostumbrarse a que la gente le negara el saludo fingiendo despiste, a oír comentarios a sus espaldas una vez que dejaba atrás los corrillos de la Calle Mayor, y a ver cómo, quienes antes estaban deseando invitarle a su mesa, ahora se deslizaban fuera de la cafetería cuando ella entraba. Sólo le quedó Lázaro.
Y ella, considerándole su único asidero, no se atrevió a contarle la verdad por temor a perderle también a él.

Lázaro, por su parte, sabía que tenía que tomar una decisión con respecto a la propuesta de Mansoz.
Pensó contarle a Valeria todo el asunto pero, finalmente, no lo hizo. Tal vez desanimado porque Valeria no había tenido la confianza que esperaba de ella, tal vez porque pensó que el contar ciertas cosas era comprometer, sin necesidad, a otras personas y también, cómo no, por no tirar por tierra su propia reputación.
El caso es que Valeria, contra lo que Lázaro esperaba, no se sinceró con él y tampoco le confió su historia con Hilario.

Desanimado por el ambiente de la ciudad, por la reacción de ensimismamiento y tristeza de Valeria y, sobre todo, por su silencio sobre Hilario, Lázaro se dio cuenta de que aquello tenía todas las trazas de terminarse, es más, que a todos convenía que así fuera.
Viendo el cariz que tomaban las cosas en Alfambra, tanto desde un punto de vista general, como para él en particular, escribió el informe a Mansoz y decidió, definitivamente, que fuera el último.

Sr. Inspector Mansoz:

Aprovechando su sensato consejo, me he tomado unos cuantos días antes de enviarle esta meditada nota que, por lo que más abajo le explico, será nuestra despedida y el fin de una relación mutuamente provechosa.
Deseo agradecerle, en primer lugar, su ayuda económica a cambio de unas informaciones que, las más de las veces, fueron para mí agradables de reunir y supongo que relativamente fastidiosas de leer para usted.
Ante el fallecimiento de don Hilario Soares, el ambiente socio-cultural que hasta ahora he frecuentado en Alfambra, y al que he permanecido vinculado para enviarle mis informaciones, está totalmente enrarecido y las personas, que antes eran accesibles, han dejado de serlo para convertirse en sujetos retraídos a los que es difícil sacar una palabra. Parece como si todo el mundo estuviese prevenido y, para qué negarlo, asustado por la brusca desaparición del profesor Soares.
Ante esta tesitura, y sintiéndome desorientado por desconocer el ambiente político clandestino al que debería vincularme, le comunico mi decisión de desligarme del proyecto que amablemente me ofreció. Le ruego que no lo considere un desaire personal, ni una falta de agradecimiento, sino una muestra de responsabilidad por sentirme incapaz de desempeñar su encargo eficientemente. En consecuencia declino, agradecido pero realista, su amable y generoso ofrecimiento.
No dude que olvidaré todo cuanto sé de este asunto, tal como usted me pidió, y en mí quedarán y de mí no saldrán todas las confidencias que recibí de usted.
El próximo día treinta de mayo pasaré por el sitio acostumbrado para recibir mi última mensualidad y, cumpliendo con el acuerdo entre caballeros del que hablamos en la última reunión, será mi última visita a dicho local.
Quedando a su disposición le saludo atentamente y le quedo agradecido.
Lázaro

Quedó Lázaro complacido por su honesta decisión y, también como redactor, por la cortesía que derrochaba la carta. Estaba seguro de que Mansoz le agradecería su sinceridad y le permitiría salir de aquella situación de modo honroso.
Pronto entraría el mes de junio y el curso terminaría. Con el dinero, que pensaba recoger en su postrera visita al burdel, pasaría sus últimas semanas en Alfambra y volvería a casa. Después habría de buscarse la vida en otro lugar y seguir estudiando. Ya se vería la manera.

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