Pagó el ingeniero, por el mismo
enlace que buscó, el servicio de aquella gente. Nadie podía vincularle con la
guerrilla de la sierra. Todo fue rápido, eficiente y discreto. Y Zarrúa, al
fin, respiró tranquilo.
Entre los irreductibles
idealistas de la guerra civil quedaban algunas partidas armadas. Unos
permanecieron fieles hasta al final a sus ideas; pero, otros, degeneraron en extorsionadores
y sicarios. Algo en desuso, un espectro del viejo bandolerismo andaluz, otrora
de trabuco y catite, orlado entonces de una aureola antifascista, y que tantos
quebraderos de cabeza había dado, a lo largo de la historia, a todos los
gobiernos en aquellas serranías.
Pasadas tres semanas de la
desaparición definitiva de Abdel, se celebró una corrida benéfica en el pueblo.
Las destacadas figuras del momento actuaban en el famoso coso de la localidad.
La recaudación era, como frecuentemente sucedía en aquel tiempo, a beneficio de
las zonas devastadas. Se daba por sentado que devastadas por la guerra, pero el
origen de la devastación no había ningún interés en recalcarlo.
Ninguna persona de renombre faltó
al festejo y tampoco los vecinos se lo perdieron. Y el ganadero no cobró por
las reses, los toreros no percibieron un duro por su arte y el pueblo entero se
dejó el dinero en las taquillas.
A la salida de la corrida, la
flor y nata de la localidad estaba invitada, como era ya tradicional costumbre,
a una selecta velada en la quinta del ingeniero. Los coches llenaron los
jardines posteriores de la finca. No faltó música y baile, manjares, vinos
finos y espumosos y otros lujos, entonces, al alcance de muy pocos. El boato de
aquel sarao dejó sumamente complacida a toda la buena sociedad de la comarca. Y
todos, a altas horas de la noche, se fueron despidiendo con sus mejores
cumplidos del señor Zarrúa y de doña Currita. Y, durante años, se comentó aquel
acontecimiento social, no sólo por la brillantez que tuvo, sino también por los
sucesos que le siguieron. Y es que, aunque ninguno de los ilustres invitados lo
pudiera imaginar y tampoco sus anfitriones, aquella fue la última fiesta que se
celebró en la Quinta Zarrúa.
Contra todo pronóstico aquella
noche festiva, llena de boato y postín, desembocó en una extraña madrugada. La
luz eléctrica se fue. Los aullidos de los mastines de la finca se prolongaron
rabiosamente hasta cesar de improviso. Extrañas luces fugaces sesgaron los
jardines y la villa por uno y otro lado. El servicio, aterrorizado, creyendo
sentir vibraciones que procedían del subsuelo, se encerró en sus habitaciones
sin hacer un ruido y cohibiéndose hasta de respirar.
Solamente cuando la luz del día
dio de lleno en aquellos parajes, entre un silencio extraño que ni siquiera perturbaba
el trino de algún pájaro, el mayordomo, y todo el personal del servicio tras él,
subieron en silenciosa y acobardada procesión la escalera de caracol que
llevaba a la planta de los dormitorios. Entre la expectación de todos, el
criado mayor llamó a la puerta de la habitación de los señores. Tras insistir,
sin obtener respuesta, se decidieron a abrir y, pese a los temores de todos,
encontraron al señor y a la señora profunda y plácidamente dormidos.
Trabajo les costó despertarles
pues, lejos de ser natural, aquel sueño parecía inducido por algún narcótico.
Cuando el ingeniero y doña
Currita regresaron a la realidad, no se explicaban todo aquel aparato, qué
hacía todo el servicio en su habitación, qué ocurría.
Fue Zarrúa el primero en
reaccionar, saltó de la cama en pijama, corrió a la habitación donde su hija
pequeña, Regina, dormía con su aya. Pero en la estancia sólo descansaba la
institutriz plácidamente. La cama de la niña estaba deshecha y la ventana de la
habitación abierta con los visillos flameando al aire.
Cuando las voces y los zarandeos
de Zarrúa despertaron a la institutriz de su sopor, ésta tardó un buen rato en
ubicarse e, incapaz de entender lo sucedido, le fue imposible hilar palabra. Y,
a las voces furiosas e inquisitivas del señor, sólo era capaz de responder,
totalmente alelada:
-Señor Zarrúa,
no sé nada. No he visto nada. Le juro que no sé lo que ha pasado.
Corrió el ingeniero hacia la
puerta de la casa, llamando a grandes voces a su hija. Sin parar de gritar su
nombre abrió la puerta principal seguido por los hombres del servicio. En la
explanada levantada sobre el suelo y frente a la fachada aún quedaban, sobre
los veladores, los restos de la fiesta de la noche anterior en el normal abandono
que sucede a las jaranas. Pero, un poco más allá, junto a la entrada principal desde
el camino que iba al eremitorio, toparon con los dos fieles mastines casi
juntos, yertos, compartiendo el mismo charcón de sangre, con las gargantas casi
totalmente seccionadas.
Todos buscaron a la niña por cada
uno de los rincones de la finca. Gritaron cien veces su nombre, registraron
todas las dependencias. Nada encontraron. Buscaron por toda la maraña de los
Cantos del Duende, registraron incluso las covachas y el propio eremitorio.
Todo fue en vano.
A doña Currita le dio un síncope
y hubo que encamarla de inmediato y atenderla con sales, agua del carmen y cuantos
otros remedios encontraron a mano las sirvientas.
El teléfono tampoco funcionaba. El
potente coche de Zarrúa no arrancaba. El ingeniero quiso mandar a un propio, a
caballo, para dar parte en el pueblo de lo sucedido y pedir ayuda. Pero los
caballos, bien domados y siempre nobles, parecían haber enloquecido y coceaban
nerviosos en sus cuadras, pateando los tablones, sin permitir que nadie se
acercara a ellos.
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