Estoy contento de vivir en España. No es que sea mejor ni
peor que otros países (al menos de entre los europeos), pero me encanta su
clima y la familiaridad y simpatía que usualmente tienen mis compatriotas. Por
otro lado, el derrotero homogeneizador de la Historia hace que la mayoría de
los países democráticos tendamos a parecernos cada día más. Y, tal vez, también
los que no son democráticos, pues da la impresión que iguala más el capitalismo
que la democracia. Y, además, está más extendido que ésta.
Creo que hemos tenido suerte, al menos durante los últimos 80
años, pues no hemos sufrido guerras. Aunque también es cierto que de estos años
vivimos 35, aproximadamente, en una dictadura y los 45 restantes en una
democracia en constante desarrollo (sino, por otro lado, de toda democracia).
Probablemente la paz que disfrutamos durante la dictadura fue a costa de “no
meternos en política” y vivir en un estado de sumisión y acatamiento para
evitar males mayores. En los años de democracia hemos podido tener partidos,
sindicatos y un conjunto de asociaciones que nos han permitido ser más libres,
dentro de la relativa libertad que permiten los complejos equilibrios de los
Mercados, el Estado propio y los Estados próximos y lejanos.
También nos integramos en la Unión Europea, cosa que ha aumentado
nuestro nivel de vida y ha mejorado nuestras instituciones a la vez que,
necesariamente, ha limitado nuestra autonomía como país soberano pues, a
nuestras propias leyes, hemos añadido la legislación europea y la moneda única.
Y ahora, además de nuestro Estado, tenemos también que estar pendientes de las
decisiones de los otros Estados socios. Pero parece que, para bien o para mal,
el mundo se está globalizando paulatina e inexorablemente, sin que las
reticencias de algunos Estados puedan, al parecer, evitarlo. Puede que la
economía global haya engullido el poder de los Estados y les haya convertido,
de mandatarios, a simples y tímidos reguladores de la relación entre los
Mercados y los ciudadanos.
En España, al llegar la democracia, que hago coincidir
oficialmente con la Constitución del 1978, abandonamos la organización política
centralista que había sido un eje de la Dictadura. Y, los partidos y
personalidades que elaboraron la Constitución en aquel año, decidieron
estructurar España en 17 autonomías y algunas ciudades autónomas. Al parecer, esta
manera de organizarse pretendía evitar los viejos conflictos de partes de la
Nación con el todo y de éstas entre sí. A cambio se establecían unos principios
de solidaridad y de lealtad entre las partes de ese conjunto y hacia el Estado
español, como entidad unificadora y común de las diversas autonomías.
Probablemente, hoy en día, no se necesitarían 17 parlamentos
y el aumento proporcional de personas dedicadas a la política que esto lleva
consigo. Pero, sin embargo, la nación española ha funcionado bien hasta hace
poco y ha podido soportar económicamente esta estructura, tal vez
desproporcionada para un país relativamente pequeño que, con los medios
actuales de comunicación, podría gobernarse con efectividad desde un solo
gobierno. Pero, como actualmente, se considera bueno lo que funciona y España
en su conjunto ha progresado, el Estado de las Autonomías que se configuró en
la Constitución sigue vigente.
Cada autonomía ha desarrollado sus lenguas, su cultura, sus
tradiciones, sus costumbres… y todos parecíamos felices en nuestras pequeñas
patrias que rememoraban, en cierto modo, la estructura de los reinos en el
siglo XV (aunque esto históricamente no sea exacto).
Sin embargo hoy, siendo fiel a mis observaciones de décadas
viajando por España y por Europa, no creo que ninguna de las autonomías
españolas presente características que la diferencien esencialmente de otras. Es
más, la mayoría de las ciudades europeas han cobrado una similitud repentina en
cuanto al comercio, la industria, la estructura social y política y hasta en el
pensar y sentir de las personas.
Pero esta es una observación subjetiva que seguramente a
algunos de mis compatriotas hoy les ofendería gravemente. Porque una cosa es la
realidad y otra el sentir imaginario y colectivo (me refiero a esa especie de
credo nacionalista tan intangible y sagrado como los dogmas de las religiones
en los que muchos creen irrefutable y ciegamente porque constituyen su fe.)
Al parecer actualmente unos dos millones de personas en
Cataluña se sienten tan alejados y distintos de la realidad del conjunto de
España que desean constituir una nación distinta, cosa sorprendente para los
que conocemos el grado de autonomía del Gobierno de Cataluña y los del resto de
comunidades españolas. Y, queriendo pedir independencia, gritan, sin embargo:
¡Libertad! (Como si no tuvieran la misma que tienen el resto de las autonomías
españolas y el autogobierno del que carecen otras muchas regiones de Europa).
Los representantes políticos de estas personas en el año 2017
intentaron saltarse la Constitución y su propio Estatuto de Autonomía y
organizaron un referéndum ilegal, unilateral y sin garantías. Hubo una lógica
intervención policial con violencia un día y en algunos lugares, pero tal vez
mucho menor si se compara, por ejemplo, con la que ejercieron sucesivos
gobiernos británicos en el Ulster durante años (con entrada del ejército), o
simplemente la que ejerce el actual gobierno francés con los chalecos amarillos
o hacia la total oposición a la autonomía de Córcega (que demanda algo muy
inferior al grado de autonomía que poseen las distintas comunidades españolas).
Pero, a raíz de estos hechos, comenzó una guerra de
propaganda en la que el separatismo pretendía
mostrar como intolerante y fascista al gobierno que pretendió
salvaguardar la ley frente a los que la vulneraban. Se calificó a los que
escapaban de la justicia al extranjero como exiliados políticos y a los
detenidos, resultantes de las distintas actividades contrarias a la ley, como
presos políticos. También se criticó, como persona no neutral, al Jefe del
Estado por ponerse al lado de la Constitución, como, por lógica, parecía obvio
que debía hacer.
En descargo de los separatistas hay que decir que, salvo en
contadas y particulares excepciones, no utilizaron la violencia física, aunque
sí provocaron disturbios, cortes de carreteras, intentos de ocupar el
Parlamento catalán, pintadas en sedes de instituciones contrarias a sus
pretensiones y uso de símbolos independentistas en entidades públicas
pertenecientes a todos y también acosos a algunas personas. Es decir, distintos
tipos de coacción, sólo destinados a amedrentar a los demás, pero sin llegar a
herirles físicamente.
Hoy continúan defendiendo que el separatismo no es violento y
que, por lo tanto, la preservación de la unidad de España tampoco debe serlo. O
dicho de otro modo, sostienen que si la legalidad se rompe sin violencia, la
ley no tiene derecho a usar la violencia contra ellos. Y, por tanto, consideran
represivo incluso el juicio que se está haciendo contra los implicados en los
hechos de 2017. Es decir que si alguien, por ejemplo, te roba sin violencia,
amablemente, en plan lúdico, no sólo no tienes derecho a defenderte, sino ni
siquiera a llevarle a los tribunales. Un modo de criminalizar la ley. Si este
criterio triunfa, tal vez la delincuencia alcance innovadores métodos en el
futuro cercano. Puesto que se da por
sentado que todo lo que se hace pacíficamente es lícito.
En las siguientes elecciones generales hubo, por primera vez,
más de 2,5 millones de votantes al partido VOX, que llevaba en su programa algo
inconstitucional: la desaparición de las Autonomías. Probablemente, muchos más
ciudadanos piensan hoy así, pero esos dos millones y medio lo desean
explícitamente. Aunque todos suponemos que, si VOX plantea ese extremo en su
programa electoral, se está planteando hacerlo previa modificación de la
Constitución y no pacífica, lúdica y unilateralmente como los separatistas
reclaman su “derecho a decidir”, no contemplado tampoco en la Carta Magna.
Hasta ahora los hechos dicen que los de VOX, pese a sus
pretensiones, no se han saltado la Constitución y, sin embargo, los
separatistas, sí.
Aunque me temo que a muchos ciudadanos les den tanto miedo
los unos como los otros.
En al proceso global que la Humanidad está experimentando
hacía la unificación progresiva, no le encuentro sentido a todo esto. Pero como
la Historia es imprevisible, el sentimiento tribal produce miedo.