14 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.24 y fin

Doña Currita, como un animalito desamparado que sólo fiaba en su marido, no salía de su crisis nerviosa. Una criada estaba permanentemente con ella, a la cabecera de su cama.
El mayordomo, las doncellas, los cocineros, el jardinero y la institutriz vivían en aquella mansión como si estuvieran presos. Apenas tenían trabajo que hacer. Todos sufrían, desde aquella noche, una especie de parálisis que, pese a sus ansias por salir de aquel lugar, de abandonar aquella casa, les mantenía anclados poderosamente a ella. Y ninguno sabía dilucidar si era la lealtad a sus señores o alguna fuerza poderosa y extraña la razón que les tenía imanados a aquel suelo, como inermes y sin voluntad.
Desde la desaparición de la niña trascurrían los días en una calma extraña en la que todo parecía absurdo. El ingeniero no salía de casa, la señora desvariaba en la cama, la gente del servicio no sabía qué hacer. La Guardia Civil desconcertada, nada resolvía.
Al caer las tardes, el lugar se volvía tenebroso. Una angustia asfixiante se apoderaba de todos y, apenas oscurecía, se precipitaban a cerrar puestas y ventanas, a candar con cerrojos o con trancas y a guardar tal silencio que ni doña Currita que, durante el día, lanzaba extraños gritos como si ululara, se atrevía a emitir el más quedo gemido durante las noches. Y el paraje de los Cantos del Duende, otrora testigo de fiestas interminables, música y torrentes de risas y alegría, devino entonces, cada noche, en una zona fantasmal, silenciosa y tétrica.
El ingeniero cobró un aire ausente y, si en algún momento conseguía conciliar el sueño, no podía descansar, ni éste le liberaba de la angustia pues, ineludiblemente, entraba en un mundo de pesadillas aterradoras en las que Abdel, mitad hombre, mitad espíritu, le atormentaba haciéndole confundir sus alucinaciones con la realidad.
Un día los cocineros observaron que todos los alimentos habían empezado a descomponerse. La harina se llenó de gusanos, los aceites se enranciaron, los vinos comenzaron a picarse, toda semilla aparecía taladrada, la matanza se pudría, el moho proliferaba de inmediato sobre panes y quesos, incluso las latas de las conservas comenzaron a abombarse.
El jardinero empezó a notar que algunos árboles envejecieron por días y parecían querer secarse. El agua de la piscina, recién renovada, se había vuelto pestilente e infinidad de larvas de mosquitos la infestaban.
Una extraña invasión de cucarachas empezó a salir de bajo las tarimas de aquellos pisos de maderas nobles y siempre saneadas.
Las noches se hicieron de una luz extraña, una mezcla difusa y nebulosa de azules y grises. Unos destellos, a los que los aterrorizados moradores no eran capaces de encontrar el origen, inundaban durante las largas amanecidas el paraje.
Para entonces el ingeniero era un ser sin voluntad que, también, había dimitido del entendimiento al no servirle éste para comprender nada. Sólo le quedaba la memoria y con gusto hubiera cesado de usar esa potencia, porque ésta, como si no dependiera de él, se empeñaba en devolverle de continuo al espanto.
La última noche una gran culebra apareció en uno de los comedores. Nadie se atrevió a echarla o a matarla y, aterrorizados, cerraron la puerta. En el exterior el aullido de un lobo no cesó en toda la noche. Amos y criados creyeron enloquecer. Y el ingeniero, ya completamente enajenado, pensó que lo visto y oído era también un sueño.
Ninguno sospechaba que en menos de veinticuatro horas aquella mansión quedaría vacía para siempre, que los señores y el servicio la abandonarían, que todos desaparecerían de allí en distintas direcciones, que jamás volverían a verse, y que la quinta nunca volvería a ser habitada por nadie, que ninguna persona la reclamaría jamás y que, incluso en el pueblo, se negarían a mentarla.
El último sueño del ingeniero le había llevado a la atalaya. Zarrúa quedó en aquel lugar definitivamente exánime. Los criados sacaron su cuerpo paralizado pero su alma quedó allí, aunque nadie lo notara, tras leer un mensaje dirigido exclusivamente a él.
La mañana en que la niña Regina apareció, hubo de ser un criado el que a la carrera avisase en el pueblo. Ya no había caballos y el coche del señor no arrancó, ni, aunque hubiera arrancado, estaba el enloquecido e inane ingeniero para conducirlo.
Cuando llegó la Guardia Civil, únicamente el jardinero tuvo valor para acompañar a los guardias hasta el pie de la antigua atalaya.
-Está en el segundo piso –indicó el operario señalando la entrada.
Un oficial, un sargento y dos números subieron.
Al llegar a la segunda planta, pegados a la pared, había dos barreños. En uno destacaba la cabeza de la niña colocada sobre el resto de su cuerpo descuartizado; en el otro, todas sus vísceras nadaban en su propia sangre. En la pared, sobre los dos barreños, escrito con brochazos de su sangre, se leía: "Reina por Reina".

FIN

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