Doña Currita, como un animalito
desamparado que sólo fiaba en su marido, no salía de su crisis nerviosa. Una
criada estaba permanentemente con ella, a la cabecera de su cama.
El mayordomo, las doncellas, los
cocineros, el jardinero y la institutriz vivían en aquella mansión como si
estuvieran presos. Apenas tenían trabajo que hacer. Todos sufrían, desde
aquella noche, una especie de parálisis que, pese a sus ansias por salir de
aquel lugar, de abandonar aquella casa, les mantenía anclados poderosamente a
ella. Y ninguno sabía dilucidar si era la lealtad a sus señores o alguna fuerza
poderosa y extraña la razón que les tenía imanados a aquel suelo, como inermes
y sin voluntad.
Desde la desaparición de la niña
trascurrían los días en una calma extraña en la que todo parecía absurdo. El
ingeniero no salía de casa, la señora desvariaba en la cama, la gente del
servicio no sabía qué hacer. La Guardia Civil desconcertada, nada resolvía.
Al caer las tardes, el lugar se
volvía tenebroso. Una angustia asfixiante se apoderaba de todos y, apenas
oscurecía, se precipitaban a cerrar puestas y ventanas, a candar con cerrojos o
con trancas y a guardar tal silencio que ni doña Currita que, durante el día,
lanzaba extraños gritos como si ululara, se atrevía a emitir el más quedo gemido
durante las noches. Y el paraje de los Cantos del Duende, otrora testigo de
fiestas interminables, música y torrentes de risas y alegría, devino entonces,
cada noche, en una zona fantasmal, silenciosa y tétrica.
El ingeniero cobró un aire
ausente y, si en algún momento conseguía conciliar el sueño, no podía descansar,
ni éste le liberaba de la angustia pues, ineludiblemente, entraba en un mundo
de pesadillas aterradoras en las que Abdel, mitad hombre, mitad espíritu, le
atormentaba haciéndole confundir sus alucinaciones con la realidad.
Un día los cocineros observaron
que todos los alimentos habían empezado a descomponerse. La harina se llenó de
gusanos, los aceites se enranciaron, los vinos comenzaron a picarse, toda
semilla aparecía taladrada, la matanza se pudría, el moho proliferaba de
inmediato sobre panes y quesos, incluso las latas de las conservas comenzaron a
abombarse.
El jardinero empezó a notar que
algunos árboles envejecieron por días y parecían querer secarse. El agua de la
piscina, recién renovada, se había vuelto pestilente e infinidad de larvas de
mosquitos la infestaban.
Una extraña invasión de
cucarachas empezó a salir de bajo las tarimas de aquellos pisos de maderas
nobles y siempre saneadas.
Las noches se hicieron de una luz
extraña, una mezcla difusa y nebulosa de azules y grises. Unos destellos, a los
que los aterrorizados moradores no eran capaces de encontrar el origen,
inundaban durante las largas amanecidas el paraje.
Para entonces el ingeniero era un
ser sin voluntad que, también, había dimitido del entendimiento al no servirle éste
para comprender nada. Sólo le quedaba la memoria y con gusto hubiera cesado de
usar esa potencia, porque ésta, como si no dependiera de él, se empeñaba en
devolverle de continuo al espanto.
La última noche una gran culebra
apareció en uno de los comedores. Nadie se atrevió a echarla o a matarla y,
aterrorizados, cerraron la puerta. En el exterior el aullido de un lobo no cesó
en toda la noche. Amos y criados creyeron enloquecer. Y el ingeniero, ya
completamente enajenado, pensó que lo visto y oído era también un sueño.
Ninguno sospechaba que en menos
de veinticuatro horas aquella mansión quedaría vacía para siempre, que los
señores y el servicio la abandonarían, que todos desaparecerían de allí en
distintas direcciones, que jamás volverían a verse, y que la quinta nunca
volvería a ser habitada por nadie, que ninguna persona la reclamaría jamás y
que, incluso en el pueblo, se negarían a mentarla.
El último sueño del ingeniero le
había llevado a la atalaya. Zarrúa quedó en aquel lugar definitivamente exánime.
Los criados sacaron su cuerpo paralizado pero su alma quedó allí, aunque nadie
lo notara, tras leer un mensaje dirigido exclusivamente a él.
La mañana en que la niña Regina
apareció, hubo de ser un criado el que a la carrera avisase en el pueblo. Ya no
había caballos y el coche del señor no arrancó, ni, aunque hubiera arrancado,
estaba el enloquecido e inane ingeniero para conducirlo.
Cuando llegó la Guardia Civil,
únicamente el jardinero tuvo valor para acompañar a los guardias hasta el pie
de la antigua atalaya.
-Está en el
segundo piso –indicó el operario señalando la entrada.
Un oficial, un sargento y dos
números subieron.
Al llegar a la segunda planta,
pegados a la pared, había dos barreños. En uno destacaba la cabeza de la niña
colocada sobre el resto de su cuerpo descuartizado; en el otro, todas sus
vísceras nadaban en su propia sangre. En la pared, sobre los dos barreños, escrito
con brochazos de su sangre, se leía: "Reina por Reina".
FIN
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