Nadie supo si fue una coincidencia
o algo premeditado. En junio de 1936, casi diez años después de su marcha del
Protectorado, el ingeniero regresó con su familia a Melilla. Dijo a sus sorprendidas
amistades que deseaba que doña Currita y las niñas conocieran los lugares donde
él, en su dura juventud, hizo fortuna a costa de los muchos desvelos y
sacrificios con que se empleó en aquella aciaga campaña del Rif. Y la sociedad
de aquella noble villa admiró, una vez más, el didáctico empeño del ingeniero
en mostrar a su esposa e hijas, ambas aún muy niñas, el duro yunque donde se
fraguaban las fortunas de los hombres de valía y de pro.
En julio del 36 el apoyo al
levantamiento militar fue casi generalizado en el Protectorado. En realidad, el
ejército de África tenía una potente estructura y organización generada durante
años gracias al presupuesto público de la nación que, ni por asomo, quiso
relajar sus obligaciones en el norte de África. Y el ingeniero, nadie sabía
cómo, estuvo en los momentos cruciales de la rebelión también a su servicio.
Sólo meses después, a finales de
septiembre de aquel mismo año, cuando ya las tropas rebeldes habían tomado, o
liberado según ellos, aquel altivo pueblo serrano en cuyas inmediaciones tenía
el ingeniero su quinta, regresó la familia Zarrúa a su bucólico hogar. Una vez
más Zarrúa había sabido estar junto a los futuros vencedores, adalides de la
unión, libertad y grandeza de España, en el momento y el lugar adecuados.
Al regresar supo que,
desgraciadamente, había habido en la población muertes, asesinatos, luchas e
incendios durante la asonada pero, con la llegada y el asentamiento de las
tropas sublevadas, todo acabó y las listas de ejecuciones, llevadas a cabo con
riguroso orden, sustituyeron a la inicua anarquía inicial de aquella guerra.
Los libertadores quisieron
proponerle como alcalde pero el ingeniero rechazó la idea y regresó a su villa
de recreo con la protección de un pelotón militar. Y en la quinta, pese a las
estrecheces que la guerra impuso a casi todos, siguió recibiendo a la gente
bien de la ciudad y agasajándoles como tenía por costumbre, pues las penurias
parecían no existir para aquella familia afortunada. Y todos se hacían cruces
de la influencia de aquel ingeniero con las nuevas autoridades y se deshacían
en elogios de su talento, su valía y su hombría de bien.
Y acabó la guerra civil y las
cosas, para los vencedores, fueron aún mejor que antes. Al menos en aquella
nobilísima población que hacía cabecera de la serranía.
Cada vez eran más raras las
otrora frecuentes, durante la contienda, ausencias del ingeniero. Y cada vez
más numerosas las veladas con gente poderosa, militar y civil, que el señor
Zarrúa continuaba celebrando en su finca. Y todos habrían jurado que aquel
prohombre, doña Currita y sus dos hijas constituían la familia más feliz,
caritativa y pródiga que jamás hubieran conocido aquellos lares, tan rancios y
altivos, de la sagrada España.
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