Le pareció al ingeniero Zarrúa
que había actuado bien. Hasta entonces había expuesto a ciegas cantidades
pequeñas o, en todo caso, moderadas de dinero. ¿Quién le aseguraba que Abdel no
desaparecía con todo su capital?
Escribió el informe para el
consorcio de compañías a las que representaba. Se aseguró un buen porcentaje de
las ganancias, arguyendo que tendría gastos numerosos pero de muy difícil
justificación. Las empresas, entendiendo el gran negocio que fundamentalmente
representaba la construcción de viales en el futuro, accedieron a sus
pretensiones y dieron luz verde al proyecto.
Cuando regresó Abdel, el
ingeniero tenía preparado el dinero, oculto en un sobado petate militar. Pero
el bereber, apenas llegó, hizo que Zarrúa le acompañara al arrabal de Melilla
donde vivía la mayor parte de la población musulmana. En un taxi se desplazaron
allí con el dinero.
Entraron en una vetusta casa cuya
ajada fachada contrastaba con la pulcritud de su interior. En el centro tenía
un diminuto patio con un pozo rodeado de flores. Pasaron a una habitación de
paredes recién encaladas con bancales de obra adosados a ellas, alfombrada, y
con un tapiz con motivos geométricos colgado de una pared. A la usanza árabe,
carecía de muebles. En un telar pequeño dos mujeres veladas se afanaban. Al entrar
los hombres, ambas dejaron el trabajo y salieron de la estancia en silencio
haciendo una leve inclinación de cabeza.
Cuando los dos se sentaron en uno
de los bancos adosados a la pared, el ingeniero dijo:
-¿No será esta
casa lo que ofreces como garantía, Abdel?
Pero apenas había dicho estas
palabras cuando una de las mujeres entró con una bandeja con todo lo necesario
para tomar el té y la depositó entre los hombres. Salió apenas lo sirvió.
-No. Mi
garantía es la mujer joven.
-¿Estás loco?
¿Para qué quiero una mujer? ¿Qué clase de garantía es esa?
-Es una
garantía de sangre. La única que puedo darle. Algo sagrado para mí.
-Pero, ¿cómo
voy a aceptar eso? –y no sabiendo qué decir, el ingeniero añadió- Ni siquiera
sé si ella está de acuerdo.
-Ella no puede
oponerse, es una decisión que no he tomado yo, ha sido una inspiración de los
Djinns.
-Mira, Abdel,
no entiendo nada y ahora mismo…
Abdel le interrumpió suavemente
tomándole del brazo. Aquel contacto corporal del bereber, por inusual, cortó la
palabra al ingeniero.
-Mire, señor
Zarrúa, yo le hubiera servido fielmente. Sin embargo, pidió una garantía. Yo
viajé a la cabila de la que procedo porque no sabía qué decisión tomar. Los de
mi sangre tenemos la costumbre de pedir consejo a nuestros antepasados más
ilustres y rectos en estos trances. Por raro que a usted le resulte, lo hacemos
durmiendo sobre sus tumbas y siguiendo el consejo que se derive de nuestros
sueños. Nosotros creemos en la presencia constante de determinados espíritus,
esos son los Djinns.
-¿Y esos…
espíritus te dijeron que me trajeras una mujer?
-No. Pero, en
sueños, vi un khaloa conocido. Para su información, se llama así a los lugares
en que habitan los morabitos. Son sitios sagrados, rodeados de pequeños bosques
de árboles centenarios, con algún manantial y, a veces, con una atalaya. Estos
lugares, aún más antiguos que el Islam, son respetados por todas las cabilas y,
estén donde estén, a ninguna pertenecen y, aún en los conflictos, son terreno
neutral. Enseguida me encaminé al khaloa, su cúpula esta habitada por un viejo
chorna, un descendiente del profeta Mohamet, de gran prestigio y autoridad en
la zona. Él me escuchó. Luego invocó a los genios de las aguas. De la maleza,
salió una serpiente por un lado y un lobo por el otro. Ambos animales se
enfrentaron sin llegar a atacarse. Había
oscurecido y el morabito y yo estábamos sentados frente a una hoguera. La
serpiente vino sin dudar y se metió en la hoguera y, en ella, se consumió. El
lobo se marchó. Ya sé que para ustedes la serpiente es un animal maldito, pero,
para nosotros, es un animal entroncado con los genios, un animal espiritual. El
morabito lo consideró una señal. El fuego era el negocio, el lobo el peligro,
la serpiente la ofrenda sagrada para entrar en él. El chorna me dijo que la
única garantía que yo podía darle, como sublime aval, sería una reina. Con esas
palabras me despidió y nada más quiso decirme. Anduve dos días y dos noches
desasosegado. ¿De dónde podía sacar yo una reina? Fue al despertar del tercer
día cuando lo entendí todo. Los morabitos no dicen cosas imposibles, sino cosas
que no entendemos. Yo, al final comprendí. Mi garantía sólo podía ser Malika.
Es la mujer joven que está aquí.
-¿Pero por qué Malika?
-Porque Malika
significa reina. Y ella es la única reina que yo conozco y que tiene valor para
mí.
-¿Es acaso tu
hermana?
-Es la joven
virgen con la que pensaba casarme. La única garantía personal, como usted
pidió, que puedo ofrecerle de mi fidelidad.
-¿Y por qué
dices pensaba, es que no piensas ya casarte con ella?
-Si el negocio
sale mal, Malika será suya. En ello va mi honor.
-Pero, ¿y
ella?
-Ella no
importa. Las mujeres no eligen en el Rif. Yo la he comprado a su padre.
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