La Guardia Civil se hizo cargo
del caso. A todas luces parecía un rapto, presumiblemente de aquellos pocos
maquis que, aislados, aún se empeñaban en resistirse al nuevo orden.
Seguramente, en breve, pedirían un rescate por la niña y el asunto seguiría su
cauce normal en esos casos. Más pronto que tarde los que hubieran perpetrado
aquella tropelía caerían en manos de la justicia o bajo los fusiles de la
Benemérita.
Pero no conseguían entender cómo
la electricidad volvió y el teléfono comenzó a funcionar normalmente a las
pocas horas, sin que se apreciara avería alguna. Incluso el motor del coche del
señor volvió a ronronear apenas intentaron arrancarlo.
Tampoco se encontraron huellas
pese a que la evidencia de los mastines degollados demostrara la entrada de
personal extraño en la finca.
Los caballos eran los únicos que
no se tranquilizaban y con los ojos desencajados se revolvían con frenética
locura ante cualquier presencia. El veterinario dijo que nunca había visto
animales en tal estado y, tras varios días sin cambios, dictaminó que debían
ser sacrificados en las mismas cuadras, so pena de que, en su ciega agresividad,
matasen a alguien. La Guardia Civil los abatió.
Por tres veces, en sucesivos
días, los miembros del benemérito instituto registraron la finca a fondo sin
encontrar nada extraño.
Zarrúa estaba desequilibrado por
la desaparición de su hija. Llegó a pensar que su enlace no pagó a la partida
por el asesinato del bereber y que, sintiéndose engañados, los miembros de ésta
habían tomado aquella venganza.
A los dos días, por toda la
comarca, se había extendido el bulo de que eran los maquis, con toda seguridad,
los que habían cometido aquel secuestro, persuadidos de la gran riqueza del
ingeniero y la posibilidad de obtener un cuantioso rescate.
Para sorpresa de Zarrúa, el sigiloso
viajante, que hizo de enlace con la partida, cayó un día inopinadamente por la
finca. Parecía un alma errante. Zarrúa, apenas lo tuvo ante él, lo metió de
inmediato en la casa y, de un empellón, a su despacho.
Antes de que el ingeniero abriera
la boca, el hombre, visiblemente acoquinado, imploró:
-Por favor.
Antes de decir o hacer nada, déjeme hablar, señor Zarrúa. Se lo suplico.
-¿Cómo que te
deje hablar, pedazo de cabrón, acaso te guardaste el dinero que te di, qué
habéis hecho con mi hija, hijo de puta?
-No señor, no
ha ocurrido lo que usted se piensa. Pero tampoco lo que usted deseaba.
-Explícate,
antes de que te entregue a los guardias o te estrangule yo mismo –amenazó en
falso Zarrúa, pero agarrando verdaderamente de las solapas al viajante.
-El dinero que
me dio llegó a la partida. Se lo juro. Pero debe usted saber que pagó por nada.
Los de la partida no mataron a su hombre. O bien alguien se les adelantó o bien
se suicidó. Cogieron su dinero porque su propósito se cumplió y pensaron que,
conseguido éste, usted quedaría igualmente conforme. Ahora se acusa a las
partidas de haber secuestrado a su hija. Pero, digan lo que digan, ellos no
tienen nada que ver. Sólo quieren que esto le quede a usted claro. Le juro que
es la verdad.
-Bajo ningún
concepto quiero volver a verte por aquí, ¿está claro?
-Están
dispuestos a devolverle su dinero, señor Zarrúa.
-Ni por asomo
vuelvas, si te veo por aquí, te mato.
El viajante desapareció despavorido,
como si quisiera huir de su propia sombra.
Zarrúa quedó aún más preocupado.
La perspectiva del secuestro le había dado esperanzas. Ahora la incertidumbre
más sombría le atenazaba.
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