27 enero 2009

Jubilación


Debiera de ser todo lo contrario. Con miles de horas trabajadas, con participación en experiencias contrastadas, con facilidad para resolver situaciones complejas, con conocimiento de pautas organizativas muy razonables… ¿No sería lo lógico que a la hora de abandonar una profesión tan trabajada y tan vivida se produjera un sentimiento doloroso por tener que dejar lo que, en definitiva, ocupó la mayor parte de tu vida y hacerlo, además, en el momento en el que más sabes de ello?
Como residuos del sistema, a todos nos ocurre lo mismo, deseamos abandonar la profesión cuanto antes. Desentendernos de todo aquello en lo que tanto trabajamos pero de lo que el tiempo y la frustración tanto nos ha alejado ¡Qué coincidencia!
- Bueno, alguno habrá que no quiera.
- Sí, pero justo es el que nunca tuvo ilusión por la profesión. El que nunca trabajó. Mire usted qué cosas. Ese no quiere irse ni tiene prisa alguna por hacerlo. Hay gente a la que se le pasea el alma por el cuerpo.
- Y esos por qué no quieren dejarla, si tan inútiles son.
- Porque en el trabajo jamás hicieron nada y temen que, fuera de él, en su casa, tal vez alguien les fuerce a sacar adelante algunas de las tareas domésticas.
Conocimos años brillantes, incluso fabulosos pero, ineludiblemente, vino el desengaño. No faltó la rebeldía de pretender ejercer lo aprendido, indiferentes al rumbo que marcaran los de arriba. Gran error, porque los de arriba siempre son políticos cuyo problema y programa es perpetuarse y, ¡qué carajo!, ha de hacerse lo que dicen para que lo consigan. Lo demás carece de importancia y, más o menos, cada uno llega a la conclusión que su trabajo merece un respeto y está al servicio de su prójimo, o sea de los ciudadanos, y no radica en servir los intereses de cuatro mangantes. Así que todo decae hacia la indiferencia y la tristeza.
- Y, ¿a nadie interesan los buenos proyectos que como tales funcionaron?
- No, si no lo fueron bajo las siglas de algún partido y de alguno de esos botarates que florecen en tantos despachos tomando su cafetito de por la mañana y su pinchito mojado con la cervecita del medio día. Sí los de los puestos de designación política, los miembros de esas sectitas en las que han derivado localmente los partidos. Esos esclavos del trabajo.
- Y, entonces, ¿qué hacéis los veteranos descreídos?
- Atender bien a la gente individualmente y cumplir con la ley que nos dan hecha y luego vaguear mucho y aburrirnos.
- Si tanto vagueáis para qué queréis jubilaros.
- Para no seguir viendo lo que podría ser y no es, pero ya sin siquiera tener que madrugar ni rellenar papelitos para cubrir las espaldas a los trepas esos de los despachitos.
- ¿Y no seréis unos resentidos?
- No lo niego, pero con el convencimiento de que la cosa tampoco tendría arreglo aunque no lo fuéramos.
Los veteranos, desengañados, estamos solamente concentrados en contar hacia atrás los años o los meses para la jubilación. Insensibles, a nuestro pesar, a cómo los que empiezan se atascan en errores que a nosotros nos llevó años el resolver. Tendrá que ser así, pero algo falla. Aunque dudo que a nadie le importe.

23 enero 2009

A la Mamá Grande


Querida tía Carmen:

Hace 35 años, tal día como hoy y en Sigüenza, mi mujer y yo nos hicimos novios. Han pasado los años y, como sabes, ha muerto mi madre hace pocos días. Así que, mezclando en esta fecha los recuerdos amargos con los dulces, te escribo esta carta porque lo que en ella quiero decirte no sería capaz de decírtelo de palabra sin que las lágrimas me inundaran los ojos y mi voz se tornara trémula y, seguramente, se viera ahogada por el llanto. Así que te ruego que me disculpes por no ser lo suficientemente entero para decirte todo esto cara a cara, como tú mereces tan sobradamente que lo hiciera.
Hoy me he parado a pensar en lo que ha sido mi vida. Supongo que eso es una cosa que todos hacemos de vez en cuando. Pero, en mi caso, la mayoría de los recuerdos son muy gratos. He tenido mucha suerte y lo agradezco. Sé, por mi madre, que vine al mundo deseado, porque ella me dijo que soy un hijo del amor, y no de la casualidad, como sé que del amor fueron nacidas también todas mis hermanas.
Una de las cosas que en mi vida tengo por verdad indudable es el amor ciego que se tuvieron mis padres y que se lo seguirán teniendo si es verdad que las cosas no se acaban aquí, como mi madre pensaba. Eso explica, tal vez, por qué en mi vida siempre me sentí muy querido por los que me precedieron. Y, dejando ya a mi madre y a mi padre, me refiero a mi querido tío Ángel y a ti.
Mi infancia, o al menos mi infancia feliz, no existe sin vosotros. No sé si recuerdas que en las largas temporadas que mi padre y mi madre pasaban en Madrid, de médico en médico por la desgraciada enfermedad de mi padre, yo estaba en casa de la abuela María, tu madre. Muy bien atendido, ciertamente. Sin embargo, sólo había una persona que reparaba en aquel niño tan desamparado al que no le faltaba de nada excepto lo más importante: el cariño y el amor de una madre ausente. Pero llegaba mi tía Carmen por las tardes y, aunque tenías a tus hijos tan ansiosos como yo de tu calor y tu cariño, nunca me faltó tu abrazo, el sentarme en tus rodillas y el achucharme como los niños necesitan que se les achuche para que se vean protegidos, no perdidos y amados. Puede que tú, querida tía, no lo recuerdes porque, quien siempre dio el cariño sin medida, no conoce memorias ni espera agradecimientos, pero ambas cosas de mí las tienes desde siempre porque yo nunca lo he olvidado. Y, si me permites decirlo, por haberme mezclado con tus hijos en el reparto de tu cariño, siempre me sentí uno más de ellos porque para mí fuiste siempre la Mamá Grande. Y con esto quiero decir la mamá de todos nosotros, de los tuyos y de los ajenos porque los corazones generosos desconocen la medida y el número.
Los niños fuimos creciendo. Ángel Luis, en puridad mi primo verdadero aunque tuviera más, y yo íbamos juntos al colegio. Cuántas veces nos dabas de merendar pan con chocolate (a decir verdad mucho más chocolate y mejor del que me daban en mi casa, donde el pan, no sé por qué, era más abundante) sentados en la alfombra mientras veíamos los programas infantiles de los jueves. Recuerdo a aquellos pioneros de la tele Herta Frankel, Franz Johan, Gustavo Re, la perrita Marilín… Querida tía, cómo pasan los años y, sin embargo, cómo recuerdo aquellos jueves de cariño, calor, besos y chocolate…
Recuerdo también tantas tardes en vuestra casa con mi padre y mi madre y con todas mis hermanas, todos allí bien recibidos, y todos con vosotros tan felices. Qué generosos fuisteis siempre. Y no sólo de lo material sino, sobre todo, generosos del cariño. Siempre recuerdo a mi padre y al tío Ángel discutiendo de fútbol, el uno diciendo, por chinchar, que ganara el mejor y el otro que por… narices tenía que ganar España. Luego los tantos fines de semana de Torija… Qué de cosas bonitas.
Recuerdo, y no te imaginas con cuánto agradecimiento y cariño, cómo, cuando murió mi padre, el tío y yo nos hicimos amigos. Cómo me perdonó mis insolencias, cómo estuvo pendiente de mí en mis años más inestables y difíciles, cómo supo ganarse mi confianza con un tacto que mi padre no hubiera sabido emplear (a veces pienso que lo hizo tan bien conmigo porque no era su hijo). No sé qué decirte, querida tía Carmen, de mi tío Ángel. Me contó muchas cosas de la vida, de su vida, de cómo él veía la existencia, supe de su ironía ante mi idealismo de adolescente, me contó sinceramente las horribles vergüenzas de la guerra, me habló de las muchas ratonerías de la vida… tuvo una paciencia conmigo inusitada para su carácter y, aunque de niño me parecía un hombre temeroso, de adulto creo que llegamos a ser si no amigos, porque la edad era dispar, al menos grandes confidentes y, para mí, un extraordinario consejero. Por ahí andan, grabadas en mi mente, las conversaciones de aquellas mañanas de domingo en que bajaba a veros y que, el tío, me recibía en la cama. Aquellas gracias, aquellas ironías, aquellas confidencias, que no pude tener nunca con mi padre, por su pronta muerte, las tuve de mi querido tío Robisco, como en mi casa le llamábamos siempre con un respeto, porque su carácter recio no admitía bromas según de quien vinieran.
Han ido pasando los años, querida tía, y cada uno hemos trazado nuestras vidas con rasgos diferentes. Creo que somos una pequeña comunidad que seguimos conservando un cariño labrado por el roce y la convivencia de aquellos años únicos que, como tantas cosas, ni volverán ni podrán repetirse. Por todo eso, tía Carmen, ahora que me falta mi madre quiero que leas esta carta como un homenaje a ti y a esa seguridad y felicidad que el tío y tú me disteis y que siempre va conmigo.
Sólo quiero añadir que, aunque no nos veamos tanto como en otros tiempos, llevo tu recuerdo permanentemente en mi corazón y que, viéndonos o no, es algo que siempre permanece, porque cariños como éste no son cosa de un día, ni se hicieron en un momento.
Con el cariño de toda la vida,

21 enero 2009

Tránsitos


Lázaro, pese a su continuo aprendizaje, perseveraba en su tozuda independencia y en su individualismo empedernido. Había abandonado, sin embargo, aquellas charlas que de pequeño tenía con su abuelo y rara vez conversaba con el viejo por parecerle que aquella mente nada podía ya enseñarle y que su repertorio de cuentos y enseñanzas infantiles ya lo tenía él por muy sabido y el abuelo, seguramente, ya por agotado. Y así su abuelo se convirtió en una figura más sobre un telón de fondo consuetudinario y Lázaro sólo le saludaba y le contaba alguna cosa pero no acudía jamás a preguntarle. El viejo, ignorado, se hizo a su pesar perito en silencios y, con el tiempo, se acostumbró a ver crecer a su nieto y a verle alejarse de él hacia la vida al tiempo que crecía. Por su parte, el abuelo, recorría también otro camino pero en sentido inverso al de su nieto. Cada día respiraba peor, tosía más y el asma le asfixiaba con más saña. Una mañana de un octubre cualquiera, en un otoño que hoy a Lázaro le resultaba casi imaginario, su abuelo le habló por última vez.
- Recuerdas, Lázaro, lo que te dije del río, del mar y de los hombres.
- Sí, abuelo.
- Pues creo que yo llegaré pronto al mar.
- ¿Es que te vas de viaje?
- Al contrario, hijo mío, lo termino.
Lázaro, con ese desapego que los jóvenes crecidos cobran enseguida hacia los viejos, no hizo mucho caso, tampoco esta vez, a las chocheces últimamente tan frecuentes del abuelo y se marchó como todos los días al instituto pensando que a los viejos les gustaba exagerar.

Hoy todas estas cosas de la muerte se manejan de modo mucho menos personal. Antes la muerte era un acontecimiento que solía, al igual que los nacimientos, suceder en la casa familiar. Era un hecho más familiar y, si cabe, más íntimo. Hoy, por el contrario, se suele morir en los hospitales, en las UVIs, en las UCIs y en otros lugares tecnificados pero mucho más impersonales. En lugar de morir cada cual en su casa, hoy vamos a morir a los moritorios comunes, lo mismo que para nacer son llevados, por lo general, los nuevos seres en los vientres de sus madres a los paritorios, en lugar de ver la luz en casa con la ayuda de la comadrona como solía hacerse antiguamente.
Cuando el enfermo terminal, candidato a la muerte, deja de serlo y se le certifica la mudanza, sólo hay que ponerse en contacto con las funerarias, a las que hoy se llama tanatorios pues se puso de moda este nombre de raíz helena quizás porque la mayoría de la gente no sabe lo que significa y así, la extraña palabra, parece que les aleja de la idea de la muerte, cuando no hacen sino mencionarla aunque de un modo más emparentado con la mitología.
Ellos, los del tanatorio, ya se hacen cargo del cadáver en bruto, lo limpian, lo preparan, lo maquillan, lo acomodan y lo colocan, debidamente dignificado, según sus propias palabras, en un féretro que previamente ha sido elegido por los deudos en un bonito catálogo de papel cuché con hojas satinadas y brillantes o en una sala de exposiciones. Es en dicha sala donde, lo exagerado de los precios del último pijama, les hacen dudar de las palabras que escuchan, del gestor de la muerte, cuando les habla de lo tarifado por la empresa para cuanto rodea al último viaje. Dice la mitología que en tiempos remotos bastaba meterles una moneda en la boca a los difuntos para que Carón o Caronte les cruzara en su barca el río que separaba a los vivos de la morada de Plutón. Con lo que se paga hoy en día se le podría comprar a Caronte una barca nueva, qué digo una barca, una motora fueraborda.
Ha de considerarse, claro, lo recalca el encargado de las pompas para paliar la impresión recibida por los deudos, que algunos de los féretros son ecológicos lo cual, a la muerte, le hace juego, pues ella misma es ecológica desde que el mundo es mundo.
La exposición del cadáver, incluido en las desorbitadas tarifas, se hace en uno de los locales que ofrece el tanatorio, tras la cristalera de una habitación refrigerada que aísla al muerto de los vivos y deja a éste vinculado a éstos últimos sólo por el sentido de la vista.
En la amplia sala amueblada, que ubica en su seno la habitación refrigerada con el cadáver como en un escaparate, pueden los familiares recibir a cuantos quieran acudir a despedir a aquel cuerpo sin vida. Unos lo hacen en calidad de amigos, parientes, vecinos, paisanos… otros simplemente en plan bien queda porque a la gente le gusta mucho quedar bien y, por lo tanto, a los allegados casi siempre les queda la duda de si los que acuden lo hacen por el fallecido, por los presentes, por ambos o principalmente por sí mismos.
Después viene la inhumación o la cremación, que no tenemos por ahora más alternativas en este lado del mundo. Pero no seamos impíos que, antes, está la ceremonia. Si el finado era de alguna religión, se traslada su cadáver a una sede de la misma y allí se celebran los funerales o ritos de rigor. Es ineludible en estos casos un pequeño sermón del oficiante en el que al desaparecido le llega, ineludiblemente, la hora de las alabanzas y a los acompañantes el recuerdo, reiterado en cada ceremonia, de que la muerte también a los demás nos alcanzará aunque, eso sí, con la esperanza en una vida eterna posterior a ésta, a la que estamos apegados, y a la que el común de los mortales tiene tantas prisas por llegar como pruebas coleccionadas de su existencia.
Hay veces que el oficiante, en sus ansias de hacer proselitismo y aprovechando la ocasión que tiene ante los muchos congregados por esta costumbre social, ataca la falta de creencias en el Altísimo, el ateísmo galopante, el relativismo estúpido e indiferente, el agnosticismo aséptico y cuantas prácticas, que por acción u omisión, puedan mermar la práctica y el negocio de la tradicional sepultura y de las ceremonias religiosas con todo cuanto esto conlleva. Es comprensible, cada cual ha de procurar defender su medio de vida. Es muy humano y los que vamos a morir, que somos todos, lo entendemos, aunque algunos estemos empeñados en prescindir de tanta ceremonia el día que nos llegue y en desaparecer discretamente, si posible fuera.
Lázaro, en su actual carencia de fe, también lo comprende y considera que el hecho de que él no crea en la otra vida no le hace cuestionarse el que otros lo hagan y que además utilicen sus creencias para conseguir vivir también en ésta lo mejor posible. Que él no creerá en lo que no ve, pero sí en aquello de lo que cada día recibe pruebas evidentes.
Hay veces que el finado no es persona religiosa. Entonces, lejos de evitar la ceremonia, se le hace una reunión de despedida en la que habla un amigo o varios o, si no hubiera nadie dispuesto, un profesional previamente informado de la vida del difunto. Se pone después música triste de un clásico y finalmente se desliza el féretro hacia el crematorio, atravesando unas cortinas al llegar a éste, dando, con ese cierre un tanto teatral de caída, de telón, fin al espectáculo. Lázaro cree que esto lo inventaron los estadounidenses y que todos los que no lo somos, a fuerza de ver tantas películas, hemos resultado culturalmente afectados y hemos terminado por imitarles en esta práctica, tan romántica y evocadora como las religiosas, pero de signo puramente laico. Puede que lleve razón y terminen siendo estas ceremonias más emotivas que esas que llevan a cabo los religiosos y en las que, a veces, impera la desgana y las palabras repetidas e incluso las amenazas a los descreídos con esa eternidad de fuego y de venganza del Dios único, del que todas las religiones se disputan, alegando legítimos derechos, la representación exclusiva.
¿Y no hay manera humana de librarse de todo ese tinglado? Pues parece que no, excepto si el muerto decidió en vida donar sus restos a la ciencia en cuyo caso, y si los médicos juzgan que hay algo aprovechable, no se perderá el tiempo en tanta zarandaja y se repartirán las vísceras, que tenga en buen uso, a los pacientes receptores y lo que quede se permanecerá bien refrigerado o en una piscina de formol para que los estudiantes aprendan anatomía en vivo, o sea, en muertos. Y como sin muerto no hay ceremonia seria que valga, pues cada uno a su casa que, simplemente, no hay nada que hacer. Lo contrario sería como jugar al fútbol sin balón. Y Lázaro pensó que lo de dejar el cuerpo a la ciencia era la opción que mejor le cuadraba. Y, bien mirado, razones le sobraban. De entrada, la ciencia requiere que los órganos no estén deteriorados por lo cual era seguro que le evitarían una larga agonía en cuanto le ingresaran en algún hospital presentando alguna enfermedad irreversible. Y, visto de esta manera, a él no le importaba que le abrieran las puertas de la muerte antes y con antes, con tal de que le cerraran las del sufrimiento con la misma celeridad.
Bueno y, luego ya, de sepulturas perpetuas, de fosas provisionales, de cementerios, lápidas, marmolistas y grabadores de letras en lápidas y tumbas mejor no hablemos, pues daría para páginas sin número. Y es que, hasta en esta modernidad en que vivimos, qué complejo entramado económico genera la muerte. Yo creo que hay gente que aguanta y no se muere por no gastar, sin necesidad, en flores, en recordatorios, en anuncios en los periódicos locales, en esquelas, en túmulos, en mármol, en letras de plomo, en sepulturas, en féretros, en coches fúnebres, en cintas funerarias, en relicarios, en urnas y hasta en joyas… ¿En joyas? Pues sí, en joyas también, que se ha ideado un procedimiento para convertir en piedras preciosas el carbono del cabello del muerto y dejarlo reducido a una piedrecita que, engarzada en un anillo de oro, alguno de los deudos puede lucir en la mano si tiene tal capricho...
¿Y eso se puede hacer con todo tipo de pelo o sólo con cabello?
No sea usted morboso y, si no es morbo que sólo es interés, pregunte usted en un tanatorio que se precie.
- ¡Uy, usted perdone!
Y pensar que los antiguos lo arreglaban con la monedita en la boca para Caronte… ¡Qué conocimiento!

Pero no eran estos los recuerdos que Lázaro tenía del día de la muerte del abuelo. Las cosas por aquella época eran mucho más artesanales y hogareñas y, al muerto, no le tocaba nadie más que la familia. Rápidamente, antes de que se enfriara, se le desnudaba y se le limpiaban los orines, las heces y, en su caso, el esperma o la sangre que, por sus esfínteres relajados tras el postrer suspiro, se hubieran derramado. Lavado el cuerpo templado, o bien se le vestía, a veces con el traje de boda, o bien se le envolvía en una sábana a guisa de sudario. Luego se le ponía en el ataúd y se despejaba la habitación más grande y allí, en mitad, se colocaba el catafalco con el féretro sobre dos borriquetas y se le ponían cuatro cirios gordos alrededor en otras tantas palmatorias gigantes de latón pulido o madera negra. Las sillas con el respaldo pegado a las paredes de la habitación hacían una u alrededor del cadáver y, enseguida, se llenaba la habitación de gente que hablaba por lo bajo mientras las voces más cantarinas y devotas, o sea las de las mujeres, entonaban los misterios del santo rosario. Y así se organizaba el velatorio. Solía durar dos días y dos noches y, al comienzo del segundo día, el cadáver empezaba a dar hedor y, además del pañuelo que le habían puesto como si le dolieran las muelas para que la boca no se le abriera, le metían algodones en la boca y en la nariz para que los líquidos no fluyeran apestándolo todo. A veces, cuando en el muerto se apreciaba hinchazón, tenían la costumbre de poner a su izquierda unas tijeras abiertas que, según inciertas supersticiones, lo impedía.
Durante la noche se hacía café en gran cantidad y se sacaba la botella del coñá y la del anís para que el acompañamiento se sirviera a discreción. La noche se hacía larga y, aunque se comenzaba hablando de los recuerdos y de la vida compartida con el difunto, a eso de la madrugada, bien llevados a ello por las copas o bien porque la vida es de esa manera, tan ajena a la muerte, se terminaba hablando de anécdotas graciosas, contando chistes y a veces, olvidado el motivo de la reunión, riéndose a mandíbula batiente. Y, aunque a algún allegado esto le entristeciera o le pusiera furioso, lo cierto es que la vida continuaba igual que el río, que seguía fluyendo bajo el puente y dejando atrás las frondosas choperas, ajeno también él a todo.
Era especialmente triste, y aún dramático, el momento en que se sacaba al muerto de la casa. La familia solía romper en llanto desatado, como si quisiera impedir por la fuerza del dolor la postrera salida sin retorno. Afuera esperaba una carroza fúnebre tirada por caballos. La carroza era de madera negra y con mayor o menor lujo de adornos y filigranas dependiendo de la categoría del entierro. Los caballos, también en número variable y siempre oscuros, lucían crespones y penachos negros con gran alarde de plumas y perifollo. El cortejo, que a la puerta de la casa se formaba, iba caminando hacia la iglesia tras la carroza mortuoria y tras la ceremonia funeral, que finalizaba con lo que los castizos llamaban el canto del gori-gori oficiado siempre por uno o más sacerdotes vestidos de negro y amarillo, se encaminaba de nuevo el cortejo al cementerio. Siempre se hacía a pie y, si topaban con algún viandante en el trayecto, éste se descubría y, detenido ante el paso del cadáver, se santiguaba en actitud seria y recogida, que daba gusto ver el respeto que entonces se mostraba. Rezadas las últimas plegarias junto a la sepultura y al tiempo que se oía el golpeteo de la tierra y las piedrecillas contra la caja del difunto, la multitud empezaba a disolverse para despedirse finalmente el duelo a la salida del cementerio, donde los familiares dolientes, en hilera, despedían uno por uno a los asistentes mientras éstos les daban el pésame con actitud condolida.
Y Lázaro pensó entonces y lo pensaba ahora qué sentido tenía la muerte del abuelo. Entonces le dijeron que era esta vida un lugar de prueba para alcanzar la otra, la vida verdadera, la que nace de la muerte. Y Lázaro no cuestionó la explicación porque por entonces la vida no le había proporcionado motivos para ser incrédulo y hoy, sin embargo, no encontraba ninguno que le permitiera seriamente seguir manteniendo tales creencias. Y se preguntó si la gente creía o no creía o, si puestos en el brete, seguía con la tradición por eso tan humano que es también el por si acaso. ¿Y si luego hay algo?

15 enero 2009

La primera, Zita.


Como ya eran sus amigos y no les gustaba lo de Lázaro, cogieron y le cambiaron el nombre. Le llamaron Zaro. Y le dijeron que: o se conformaba con Zaro o que con ellos no se juntara. Que Lázaro no le iban a llamar. Que era una vergüenza llevarle por ahí con ese nombre tan raro que tenía, un nombre de zombi, bueno, de resucitado, que para el caso venía a ser lo mismo.
Sería mejor conformarse, pensó Lázaro, pues peor hubiera sido que se les hubiera antojado llamarle Leisy o Laisy o Lasy o alguna otra monada anglosonante y moderna, y así aceptó el nuevo nombre aunque en su casa no lo dijo nunca por vergüenza. Pensó también que peor suerte había tenido el único chaval marroquí de su clase al que le habían sustituido su nombre, Abdul, por el de Moromi, abreviatura de moro de mierda, y que también se tuvo que aguantar para ser aceptado. Era la primera vez que perdía un poco de su integridad por tener algo de los demás, su compañía. Y Lázaro empezó a darse cuenta de que, en la vida, había que dar parte de tu libertad para que los demás te aceptaran y que, en general, casi todas las cosas que se obtienen son a cambio de dejar de ser quien eres para ser quien los demás quieren que seas, empezando por el mismo nombre.
De todos modos, y ya de mozalbete, Lázaro no terminaba de convencer del todo a los amigos. Mientras ellos miraban a las chicas y procuraban tontear en pandillas con las que podían, Lázaro se mantenía reservado, se marchaba fuera del pueblo, andaba siempre solo por el campo inmerso en largas y solitarias caminatas. En ellas el adolescente se preguntaba por qué tanta belleza, como podía contemplarse, era tan poco visitada y, en lugar de apreciada, era totalmente ignorada. Y de nuevo se dio cuenta de que para apreciar todo lo que está expuesto a nuestros ojos, pero que casi nadie mira, era necesario renunciar a la mucha compañía porque, en general, el mundo circundante está interesado siempre en otros menesteres más concretos, más provechosos, más lucrativos o incluso más placenteros y, a todos ellos, tienden las compañías a arrastrarnos por ser las tales cosas siempre del gusto de la mayoría de los que nos rodean.
Y aquello de los asuntos placenteros lo decía pensando sobre todo en las chicas, a las que Lázaro, nadie sabía por qué, tenía idealizadas y más le parecían ángeles que seres del mundo sujetos a la misma ley terrenal que los demás. El tiempo iría perfilando sus percepciones, pero en aquel momento las mujeres eran para él seres angelicales, delicados y ajenos a la mente sucia de sus compañeros y de él mismo, porque claro al muchacho también le desbordaba, como a todos, aquella ola de sexualidad que trae consigo la primavera de la vida y de la que suponía exentas a las hermosas chicas con las que todos tonteaban.
Cuando sus compañeros se hicieron más sociables y comenzaron sus frecuentes ensayos en el arte de tratar con el otro sexo, Lázaro se despegó mucho más de ellos, abandonando esos cortejos de calle mayor abajo y calle mayor arriba para cruzarse o acompañar a las chicas en esos cuchicheos del me gustas y te gusto, pues por entonces no se tenía aún conocimiento de eso del botellón y el aquí te pillo y aquí te mato, aun existiendo, era bastante infrecuente.
A él le parecía que una mujer había de admirar por fuerza su modo de ver las cosas, su gusto por el campo, por la naturaleza, por los espacios abiertos, por las largas caminatas, por el acecho a la espera de ver los esquivos animales… Total que el pobre no conseguía la amistad de ninguna pues, para colmo, pretendía que le acompañasen en solitario a semejantes labores y parajes. Así que en el arte de la seducción y del cortejo quedó tan atrasado que todos los demás, hasta el más lerdo, sabían más que él de la materia, aunque de sus contemplaciones solitarias y campestres no tuvieran la menor idea ni ganas de tenerla.
Finalmente encontró a Zita, una chica morena un año menor que él. Para su sorpresa Zita accedió a acompañarle al campo y, aunque al principio hubo ella de centrar toda su atención en contemplar las bellezas que el muchacho le enseñaba, no tardó en conseguir que Lázaro poquito a poco se centrara más en ella. Hubo de dejarle, sin embargo, que agotara todo su repertorio de descubrimientos y maravillas naturales a mostrar y así, paulatinamente, fue Zita consiguiendo que Zaro dejara de mirar a todos lados para ir mirándose más y más en sus brillantes ojos negros. Y Zaro descubrió, una noche de verano, que aquellos ojos eran dos azabaches ardiendo y fue entonces cuando, en el silencio tibio de las eras, la besó de improviso. Bueno, más que besarla, se lanzó a besarla, pues la cosa fue sin tacto alguno, con la urgencia del que quisiera robar algo sin saber hacerlo ni tener experiencia, sólo con la fuerza del deseo y el atrevimiento que el instinto presta. Y sí, lo hizo afrontando el seguro desprecio y el desapego y el más que seguro rechazo de ella hacia aquel acto salvaje e instintivo que, Zaro en su ignorancia, daba por consecuencias fijas de su acción. Y, sin embargo, se sorprendió de que ella respondiera con iguales ansias y bastante mejor ciencia y más aún, cuando fundidos en el interminable abrazo que siguió y los demás que siguieron al primero, a ella no le escandalizase su erección y, lo que es más, que frotara su vientre contra ella. Y así Lázaro fue descubriendo que las mujeres eran también parte de la naturaleza y que si ésta, en general, no hacía más que revelar secretos a quienes sabían mirarla no le iban a la zaga las mujeres en cuanto a sorprendentes maravillas y portentos.
- Toma, ya lo creo. Eso lo sabe hasta un tonto.
- Pues lo sabrán los tontos, pero Lázaro, que no era tonto pero sí adolescente, no lo sabía y hubo de aprenderlo. ¿Se entera?
- Vale, vale.
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14 enero 2009

Almuzamunda


- Lázaro, la merienda.
Y era como si llamara su madre a un perrito o a un mendigo y le diera un bocadillo grasiento. Vaya un nombre, vaya una expresión. Sobran los comentarios. ¡Qué vulgaridad!
Sin embargo cuando, en el parque, la rubia, esbelta y ajustada, mamá de Borisín clamaba a todos los vientos de la estrella:
- Boris Iván, rosa del Cáucaso, ven a tomarte el bollicao, el yogur con bífidus activo y el actimel reforzador de tus defensas naturales.
Se llenaba el aire de un mensaje armonioso repleto de contenido y sabiduría, adquirida en la tele, pero de la sabiduría imprescindible en nuestros días al fin y al cabo. Y es que hasta las acacias, chopos y coníferas se inclinaban ante el potente poder evocador de aquella mamá comprometida, que tan sabiamente había sabido diferenciar a su hijo no sólo de la plebe rastrera y adocenada, sino también de aquellos innombrables aún apegados al infame bocadillo de chorizo o al rastrero pan con chocolate. ¡Chusma! ¡Gente sin clase, ni cultura dietética ni bromatológica!
En el colegio las niñas y los niños se reían de Lázaro por causa de su nombre. Y es que los niños de su edad estaban acostumbrados a nombres normales como: Yónathan, Borja, Aitor, Álex, Asier, Boris, Yoshua, Cristian, Eric, Eneko, Héctor, Íker, Hugo, Iván, Kevin, Marcos, Mario, Mikel, Unai, Yerai y hasta Yarón u otros nombres igual de evocadores, exóticos, contundentes y extraños, procedentes de los cuatro puntos cardinales de la memoria, de la imaginación y del mito oral, escrito y televisado. Y no digamos ya las niñas, con nombres tan impactantes, sugerentes y misteriosos como: Ainhoa, Yéssica, Alba, Lorena, Carla, Cintia, Dévora, Desirée, Vanessa, Leyre, Lydia, Melanie, Sonya, Tatiana, Estefanía… procedentes a su vez de la más romántica filmografía rosa y, todos ellos, nombres sofisticados, como secretas semillas perfumadas de deleites ocultos y poderosamente evocadores. Vamos que si una de ellas se hubiera llamado Lázara más le hubiera valido no haber nacido o, al menos y como mínimo, habría de haber hecho algo imaginativo y legal o ilegal para que, en lugar de Lázara, su nombre sonara algo así como Lassaretta o alguna otra cosita similar y distinguida con dobles eses y dobles tés. Porque los niños son muy suyos con esto de los nombres y, en cuanto hay un nombre que no sigue esa norma general que todos conocen y que deja atrás todo aquel santoral decadente de antaño, crucifican al portador del mismo por no parecer ave del mismo corral. ¿De dónde viene esta costumbre de segregar al diferente? No hay certeza de ello. No se sabe si la adoptan hoy en día en el mismo colegio, incorporada ya dentro del diseño curricular, o si es una cosa social de esas tan inevitables y obligadas como poseer y usar un teléfono móvil o una consola o una pleisteision, o es que ya en la sangre los mamíferos llevamos la impronta, desde el seno de la madre, de machacar al distinto.
Así que Lázaro no se sintió muy a gusto en el colegio y pasaba los días retraído, tomando como cosa natural, ya desde un principio, o sea, desde siempre, el sentirse postergado. Cuando intentaba jugar al fútbol, esos grupos de muchachos tan mal avenidos, que batallaban entre ellos por la posesión del balón, se volvían contra él, repentinamente unidos en el empeño de obstruirle y derribarle, como si fuera un gato intentado atravesar un corral de podencos. Ante tal avalancha de patadas, empujones y obstáculos inesperados de los que eran sus iguales, decidió dejar este deporte, que algunos se empeñaban en llamar noble y que tanta gloria había dado a la nación, para pasar los recreos pensando en las cosas que la pacífica libertad de su cerebro le ofrecía sin violencia alguna. Pensaba en el río, por ejemplo, y más aún en viajar como él hasta el mar y ver si era cierto que era tan grande como le había dicho el abuelo. No reparó Lázaro que su falta de interés por el fútbol, lejos de granjearle simpatías entre sus compañeros, aumentaba la inquina que, abierta e iniciada por lo distinto de su nombre, se expandía por su afán de no plegarse a los demás, de empeñarse tontamente en ser como era. Pobre ignorante. No entendía nada de cuanto le rodeaba.
Un sábado se acercó solitario a la orilla del río y, mirando cómo el agua pasaba sin cesar bajo el puente, decidió acompañar un rato al río. Así, comenzó a caminar por su ribera siguiendo la corriente. Al poco descubrió cómo pasaba el río, con dificultad y ruido, entre grandes piedras y cómo después era retenido por una especie de presa que amansaba sus aguas y sólo a duras penas lograba superar, no sin que parte de su caudal fuera desviado por un caz hacia lo que fue un molino. Más tarde observó cómo la vegetación se cerraba tanto que, penetrando en ella, el río se hacía casi invisible y sólo el rumor suave de sus aguas descendentes denotaba discretamente su presencia. Vio, a medida que se alejaba del pueblo, cómo la vegetación en sus orillas crecía de un modo tan salvaje y frondoso que hacía casi imposible seguir su curso de cerca y cómo, desde un alto al que subió para despedirle con la vista, el pobre río daba vueltas y vueltas sinuosa y trabajosamente para poder avanzar, hacia el mar siempre según su abuelo aseguraba, entre aquellos campos de cultivo que se extendían por la llanura hasta el horizonte.
Lázaro bajó del otero y se sentó en un tronco de árbol derribado por alguna crecida y depositado en la ribera, a un par de metros de la orilla. Miró el tronco e imaginó desde dónde habría aquel madero navegado con el río y, desde su asiento, se quedó mirando el paso manso y regular del agua. Pronto cayó en la cuenta, a la vista de tanto obstáculo, de que ni siquiera a los ríos les era fácil seguir su camino y eso que lo tenían trillado de tanto recorrerlo y que sus aguas eran abundantes y bajaban de los montes con empuje. Y allí, sentado junto al río murmurador, sinuoso y constante, comprendió que su existencia se enfrentaba a tantos inesperados avatares como lo hacía el río en su camino pero que, sin embargo, no por ello su vida iba a detenerse y que, como el río, habría de continuar su camino como mejor pudiera. Tal era su destino y entendió que, pararse, no era una posibilidad que el río o él pudieran contemplar.
Al volver, río arriba, hacia su pueblo descubrió las cosas que el río ocultaba y que sólo eran visibles para quienes tuvieran la paciencia de esperar y adquirieran el hábito de observar, desterrada la prisa. Y así, poco a poco, aprendió a mirar y, a medida que lo iba consiguiendo, llegó a ver muchas cosas de cuya existencia nunca antes se había percatado.
- Ya estamos con los misterios de la percepción. A ver, ¿qué cosas eran?
- Y ya estamos interrumpiendo. No hay ningún misterio, eran cosas sencillas que nadie se para a contemplar. Eran cosas como estas: Patos que desde las más intrincadas junqueras salían a comer a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Patas que criaban a sus patitos y los llevaban a todos juntitos tras ellas, enseñándoles a nadar en las orillas calmas para que, poco a poco, cogieran fuerzas y un día fueran capaces de desafiar a la corriente.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Ranas de muchas clases y hasta una casi negra con una línea verde que le recorría todo el dorso y que se confundía especialmente con los fondos de cieno.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Peces que se quedaban dormidos en mitad de la corriente sin moverse nada nada, pero nada que te nada sin moverse.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Culebras que surcaban las aguas del río como una culebra dentro de otra, nadando silenciosas, hasta los nidos de las pollas de agua y les comían los huevos sin romperlos, tragándolos con una abertura desmesurada de sus fauces.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al martín pescador zambullirse como un torpedo azulado y salir catapultado del agua con un pececillo en el pico y luciendo su pecho anaranjado.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A los gazapos que de madrugada salen de los espesos espinos a comer hierba fresca y a jugar como bolitas de algodón gris y blanco.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- A la oropéndola, de brillante pecho amarillo oro, hacer los nidos en los chopos más tupidos.
- ¡Buah! Eso también lo he visto yo.
- Al cirromelón surgir de improviso y rápidamente de lo profundo de las aguas y arrastrar en una décima de segundo a un tranquilo pato al fondo, entre sus fauces hambrientas.
- ¡Ahí va! ¿Qué es un cirromelón? Eso no lo he visto yo.
- Lo ves, porque aún no sabes mirar, porque miras pero no ves, porque no tienes paciencia, porque tienes mucho que aprender y porque además, a lo mejor, no lo vas a ver nunca porque eres un poco tarugo y un mucho abanto. Y lo mismo que no has visto al cirromelón, tampoco has visto a la chotamurra, ni al pantopolín, ni a la murganera, ni a tantos otros seres que te quedan por descubrir y que, seguramente y al paso que llevas, no descubrirás nunca por lo adoquín y lo alcornoquito que eres.
Y así Lázaro se fue haciendo famoso por sus observaciones de seres que nadie más que él tenía paciencia y habilidad para ver y, de ese modo, comenzó a hacerse con un poco de respeto entre los chicos de su clase, aquellos de los sonoros nombres, el balón bajo el brazo y las camisetas de futbolistas de la championlig, y también, claro, entre aquellas chicas de nombres tan misteriosos y exóticos como la escondida e inefable flor de la almuzamunda de zazila.
- ¿Qué flor ha dicho usted?
- No insista, ni se empeñe, que no es flor ésta que se deje observar por cualquiera por el prosaico hecho de hallarse en posesión y uso de un par de ojos.
- ¿Pues qué se necesita para verla?
- Actitud y voluntad. Amén de paciencia.
- ¿Y cómo es?
- ¿No le he dicho que es inefable? ¡Pues entonces!
- ¡Aah! Claro, claro.
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GRACIAS.

13 enero 2009

Lázaro

Lázaro aprendió pronto que se vive solo, del mismo modo que se nace y que se muere. Cosas que, por otro lado, todo el mundo sabe aunque a algunas personas les dé un poco de repelús solamente el pensarlo y, mucho más aún, el reconocerlo. Hay veces, ciertamente, que se encuentra o, mejor dicho, se topa uno con corazones hospitalarios que te acogen, te cobijan, te dan calor y te quieren, sin haber dado motivo alguno para ello, y eso es muy bello y tierno, sobre todo si dura, pero nunca invalida lo primero.
- ¿Cómo que no invalida lo primero? ¿A ver, qué demonios quiere usted entonces?
Bueno, bueno, hay muchas personas que hasta se enfadan y sostienen que esto no es así, que esa soledad no existe, y quizás en su caso sea cierto, porque nadie vive en la piel del otro y hay cosas que no pueden asegurarse aunque uno crea que las sabe con certeza. Pero, como en el mundo de las letras todo tiene cabida, es fabuloso poder decir lo que uno cree porque sólo en el improbable caso de que te lean, y eso con el tiempo, podrán contradecirte e incluso demonizarte o cositas peores. Y, ya que supuestamente estamos solos, podemos habitar en ese mundo interior sin consultar a nadie y gozar de esa libertad ilimitada que, por cierto, en el mundo exterior tampoco existe.
- ¿Cómo que no existe? ¿Me va a negar también la democracia y el pluralismo? ¡Lo que me faltaba por oír!
Bueno, bueno, hay quien dice que sí, pero no se enfade usted ni se ponga así, que nada de lo que digo busca la polémica, sólo es una mera exposición de las creencias de una persona como tantas otras y, por supuesto, referido sólo al mundo de las letras. Pero dejémoslo, para no molestar, en que probablemente la libertad no exista, aunque también hay gente que lleva siglos dando por cierta la existencia de Dios, sin prueba alguna, y nadie les molesta, ¿qué reciprocidad es esa? ¡Qué genio gasta usted, para creer en el pluralismo y todas esas cosas!
- Pero, ¿cómo quiere que escuche lo que dice sin perder la calma?, comparar las idiotas elucubraciones de un ser que se considera a sí mismo como insignificante, con la innegable existencia del Altísimo. No, si terminará usted poniendo en duda que el sol nos ilumina cada día. ¡Qué asco de relativismo, Dios Santo! ¿Cómo se puede tolerar este sindiós?
- Pues, ya que lo dice, con la misma calma que tolero yo ese condiós, sin fundamento razonable, con el que las personas de bien vienen machacando a los incrédulos desde que el mundo es mundo. Y no he dicho que fuera insignificante, sino que soy igual a usted en cuanto al derecho a mis propias creencias, que es distinto. Y, ahora, si es posible y no le sirve de molestia, déjeme seguir con mi historia de Lázaro que, que yo recuerde, no le he interrumpido nunca sus discursos en el caso, claro está, de que alguna vez los hubiera seguido con la vehemencia que usted sigue los míos.
- Pero es que yo no puedo permanecer impasible ante la negación de la evidencia.
- No niego ninguna de sus evidencias, sólo pongo en duda que lo sean. Y, en hacerlo, tengo tanto derecho como usted en creerlas verdades inamovibles. Y, ahora, si no es mucho pedir, ¿Me dejará seguir con las letras de mi historia?

Pues bien, dicen que Lázaro era amigo de Jesús y que fue la única persona a la que éste resucitó. Esto invalidaría, o al menos quitaría bastante fundamento, a esa teoría de la soledad del ser humano que vengo defendiendo. Porque qué mayor prueba de amistad y compañía hay que la de ir a buscarle a uno para volver a traerlo acá desde aquel allá tan lejano de la muerte. Un allá tan lejano, tan lejano que es comúnmente conocido como el Más Allá, nada menos. Bien, tengo que admitirlo, puede que así sea si damos el hecho por cierto y probado, pero sólo en el caso de Lázaro porque, que yo tenga noticias, el acontecimiento nunca ha vuelto a repetirse. Así que al igual que el caso de Lázaro no afianza la teoría de la soledad, ésta que yo propalo por ahí, tampoco vale para rebatirla pues no da, ni mucho menos, para generalizar.
A los niños que nacían muertos o como muertos, si, por el medio que fuera, conseguían traerlos a la vida, existía la costumbre de ponerles de nombre Lázaro. Una romántica costumbre ya perdida, como tantas, en este mundo tan práctico. La fiesta de este santo se celebra el 17 de diciembre, bueno se conmemora porque celebrarla, celebrarla, no la celebra nadie. Y se dice también que, por esta deferencia que el Señor hizo a Lázaro no dejándole solo en esa oscuridad total que se supone que es la muerte, todos los que acompañaban o acompañan a los ciegos, amparándoles en la oscuridad de su vida, tomaron el nombre de lazarillos.
- Y después de decir esto, de hablar de este bello ejemplo de los lazarillos, ¿todavía tiene usted el valor de asegurar la soledad del ser humano?
- Pues sí, lo tengo. Porque, aún acompañados, nacemos, vivimos y morimos solos, porque ninguna de esas cosas puede hacerlas ninguno por nosotros. Que la compañía, cuando se tiene, sirve para mitigar la soledad pero jamás la anula. La compañía es sólo una ilusión. Y déjeme seguir señor acompañado, que parece que se ha puesto por meta no dejarme solo ni en paz.

Así que volviendo a Lázaro, nuestro personaje de letras, vivió éste una infancia feliz, con hermanos y primos de su edad con quien jugar y pelearse, con padres que le quisieron y le reprendieron y con abuelos que, además de quererle, le mimaron, le consintieron y le protegieron para que su encuentro con la vida no fuera brusco sino paulatino y así le diera tiempo de acoplarse, sin choques repentinos, a lo que le esperaba. Los abuelos, no se sabía bien por qué, tenían siempre tiempo para contemplar a los nietos, cosa que no sucedía con los padres. Puede que fuera porque simplemente tenían más tiempo o, tal vez, porque con el ejercicio de la vida habían aprendido a utilizar más sabiamente el tiempo que tenían. El caso es que las cosas eran así.
Lázaro fue conociendo todos aquellos seres que poblaban la tierra o, al menos, cuantos había en el trocito de tierra donde él habitaba y se movía. Y el descubrimiento más grande fue el del río, pues Lázaro era un niño de tierra adentro. Era ésta una corriente de agua que nunca se paraba y donde habitaban los animales más fabulosos y crecían las plantas más vistosas. El río era el ser más grande en movimiento que nunca había visto, por eso le impresionó. Le dijeron que el agua nacía en las montañas y que luego, pasando por su casa y por su pueblo y por otros muchos pueblos, se iba al mar. Mar y río eran palabras de sólo tres letras pero con mucho significado dentro y no como otras de muchas letras, tales como epifenómeno o idiosincrasia, que escondían entre tanto signo escrito mucha oscuridad.
Lázaro le preguntó un día a su abuelo que qué era un río. El abuelo le dijo que un río era un reloj de agua pero que no había que darle cuerda como al suyo, que un río no se paraba nunca. Luego Lázaro le preguntó que qué era el mar. Y el abuelo, ya más apurado porque el niño no había visto el mar, le dijo que el mar era ancho igual que el río era largo y que no se le veían las orillas, del mismo modo que al río, viéndosele las orillas, no se le veía el inicio ni el final. Y le dijo también que al mar iban todos los ríos que había y allí echaban toda el agua que llevaban y ya, llegando, se quedaban tranquilos y no corrían más.
- ¿Y no se llena nunca el mar?
- No, no se llena nunca porque el mar está lleno siempre. En el mar se junta el nunca y el siempre, mientras que los ríos son el ahora.
- ¿Y por qué no se llena? –dijo Lázaro, pasando del lío ese del nunca, del siempre y del ahora.
- Porque es el sitio donde van a beber agua las nubes que llenan los cielos y que, después de hinchadas, descargan en forma de nieve, granizo y lluvia sobre la tierra. Y que luego, de nuevo, los ríos se encargan de devolver estas aguas al mar como si todas ellas hubieran sido un préstamo que la tierra, como buena pagadora, se precipitaba a devolver cuanto antes. Y esto que te digo está ocurriendo siempre.
- Pues hay que ver cuánto trabajo para nada.
- Ya te irás dando cuenta de que a las personas nos sucede igual.
Pero a este último apunte del abuelo no hubo ya preguntas por parte del muchacho porque Lázaro, como todos los niños observadores, sabía que muchas veces las personas mayores, poniéndose serias, decían cosas ininteligibles. Y sabía también que, si seguías preguntando, se ponían más serios aún y la respuesta terminaba siendo siempre la misma: Cuando seas mayor lo entenderás. Bueno, digamos que a Lázaro le tocó una generación de personas mayores que todavía decía esas cosas. Hoy en día ya se ha perdido también, como tantas otras, esa seguridad en entender las cosas de mayor.
El entendimiento, que a Lázaro le pronosticaban parejo al crecimiento, lo consideró siempre una forma de dar por zanjadas las cuestiones y de que a los mayores les dejaras en paz pues, como bien comprendería de adulto, hay mayores que nunca entienden nada por más viejos y reviejos que se hagan. Incluso, llegó Lázaro a imaginar, que hay personas que llegan a edades tan avanzadas en un intento, infructuoso casi siempre, de ver si finalmente consiguen entender algo y que los más listos, los que enseguida entendían las cosas, se morían casi siempre mucho antes porque ya no tenían nada que hacer aquí. Claro que en ambos casos, como en casi todos los casos que versan sobre cosas de la vida, esto no era seguro y había excepciones aleatorias, que las seguridades cada día, en todos los aspectos, las vamos perdiendo las personas más y más con el tiempo.

10 enero 2009

430


Ayer cambiaron a la Guardiana a una habitación individual. La habitación 430 es rectangular con parte del rectángulo ocupado por un servicio cuadrado que coincide con uno de sus vértices. De sus cuatro paredes, dos contiguas son blancas y las otras dos azul claro. El suelo es de grandes baldosas azuladas con pequeñas motitas oscuras. Las dos puertas, la de acceso y la del servicio, son azules pero un punto más oscuro que el suelo y las paredes y tienen, además, un cerco de un azul aún más oscuro. Hay un ventanal muy amplio orientado al sur y pintado de marrón que inunda de luz la habitación con las primeras horas de la tarde. A decir verdad en la paleta de colores sólo desentona el cable del ingenio eléctrico que mueve la cama y que es de color butano y también los teléfonos en negro, más el botón del vacío en amarillo rabioso. El resto es todo gris blanquecino, blanco y azul, incluido el televisor de tarjeta que la Guardiana abomina. Hasta el suero lechoso que le administran como alimentación parenteral hace juego en su tono con la gama de colores de la habitación. Allí, en ese dosel sobre la cabecera de la cama donde se encastran las luces, los enchufes y otros ingenios, encuentro una diminuta estampa de una virgen que reza así: “Nuestra Señora de la Victoria de Lepanto. Patrona de Villarejo de Salvanés”. Pienso que la ha dejado allí algún devoto que, como paciente, pasó por la habitación antes que la Guardiana. Pues en ella, siendo religiosa, no conozco predilección por advocación mariana tan batalladora. También hay un tiesto de hojas rojas y verdes con la base envuelta en un papel naranja que está en lo alto del armario y un florero con unas flores silvestres algo apochadas en el alféizar de la ventana.
La Guardiana de las Fechas yace en una cama metálica de color blanco marfil con unos protectores de barras que impiden que se caiga en un descuido propio o ajeno. Tiene alimentación parenteral y hoy, día 10, está sin oxígeno. En estos momentos duerme ruidosamente. El perfil de su cabeza no recuerda la mujer que fue. Tiene la boca hundida, sin dentadura, y eso hace que la barbilla y la nariz se muestren extrañamente prominentes. Numerosas y extrañas arrugas surcan su cara relajada pero hinchada. Tiene la boca abierta y, de vez en cuando, emite un ronquido bajo e irregular. Su pelo corto y algo desordenado es, curiosamente a sus años, más negro que blanco. En sus orejas se ven unos pendientes de oro. Son un regalo de su marido, de cincuenta años atrás, y que a nadie permite tocar. Su cuerpo está hinchado y más desfigurado de lo que ya lo estaba por la edad. Duerme penosamente trabajándose cada inspiración. Sin embargo, parece tranquila.
En un lado de la habitación, junto a un armario gris y azul a juego con los colores de la misma, está su silla de ruedas desde hace días, sin usuario. Enfrente del armario hay una mesilla móvil, una silla y un sillón abatible y con reposapiés que facilita los días y sobre todo las noches a quienes la acompañamos. Por otro lado están los goteros, las bombas volumétricas azules de los sueros y todo lo demás.
La Guardiana de las Fechas lleva también su anillo de casada y el de su marido, muerto hace muchos años, en el dedo anular de la mano derecha y tampoco ha consentido que nadie se los quite ni siquiera advertida del riesgo que la hinchazón podría suponer. Su rosario de madera con imágenes de vírgenes un tanto naïve, entre misterio y misterio, y un corazón final de la misma madera, está colgado en uno de los barrotes que impiden que se caiga de la cama. Lleva en la muñeca izquierda un viejo reloj cuadrado y ajado que, de vez en cuando, se acerca a los ojos intentando averiguar la hora que no ve.
Abre los ojos y pide agua a una de sus hijas. Al descubrirme dice que cuándo se fue su hija, que está en un estado que no le da ocasión de despedirse de nadie. Después de haber tomado agua me pide agua por segunda vez y, rendida, intenta dormir de nuevo. Bosteza con tiritonas. Dice que no sabe lo que le pasa y me pide cacao para los labios. Luego me pregunta la hora. Después le entra el desasosiego. Se mueve de un lugar a otro y mueve los brazos erráticamente intentado encontrar un bienestar que su cuerpo le niega.
Mientras, afuera, la tarde resplandece con el efecto de la luz del sol amplificado por la blancura de la nevada que cayó ayer y que aún lo cubre todo hasta donde la vista alcanza. Las sirenas de algunas ambulancias y el ruido del tráfico lejano ponen fondo a las toses que acosan una vez más a la Guardiana.
- Estoy muy cansada, me quiero morir ya.
- Pues no puedes, porque el médico ha dicho que estás mejor.
- ¡Huy qué no puedo! – le salió el temperamento a la Guardiana, genio y figura.
No le contesto y ella me mira implorándome, con los ojos, una salida. Como ve que callo me dice:
- ¿Y ahora qué hacemos?
- Dormir un poco.
- Es que me da miedo.
- ¿Qué es lo que te da miedo?
- Morirme y seguir viviendo así.
- Pues tienes que elegir.
- Entonces, morirme.
- Y, ¿por qué te da miedo morirte?
- Porque no sé si he sido buena.
- Ya te digo yo que sí, que soy, entre los vivos, quien mejor te conoce.
- ¿Estás seguro?
- Descontando los azotes que me dabas de pequeño, estoy seguro.
Se sonríe y mirándome a los ojos, como disculpándose dice:
- Es que eras muy malo.
- Pues parece que me enderezaste.
Sonríe y cierra los ojos de nuevo. Mientras ella intenta adormilarse, repaso mentalmente la vida de entonces, de cuando ella me cuidaba a mí y no yo a ella, como ahora y ya desde hace un tiempo largo vengo haciendo. Pero apenas llevo unos minutos recordando, cuando vuelve el desasosiego, el dame agua, el dime la hora, el dame el rosario, el deambular de sus manos rascándose aquí y allá, el dame cacao, los quejidos temblorosos, la tos, la angustia, el no puedo vivir de esta manera… y así pasan las horas de la tarde, como las de la mañana y como las de los últimos días. Y no puedo hacer nada por aliviar los males de quien tantas veces de niño alivió los míos y, también de adulto, disipó mis temores y mis penas. ¿Para qué esta larga espera?, me pregunto.
Pero en los pasillos se oyen las risas de la vida. El personal sanitario es bueno y eficiente pero es gente joven, llena de vida que, paradójicamente, ha de asistir a aquéllos que están avocados a una muerte penosa y cercana pero cuya cercanía, para algunos, se hace eterna.
He logrado tranquilizar a la Guardiana con las caricias de mis manos y con los susurros mansos con que por el oído pretendo que su cerebro se relaje. Y la pongo de nuevo en ese sueño que se va y que se viene. Resopla un rato dormida pero la tos de nuevo la despierta y… otra vez comenzamos. La Guardiana de repente hace una pausa y me dice:
- ¿Sabes que día es hoy?
- 10 de enero.
- Tal día como hoy murió tu abuela María. ¡Qué suerte tuvo!