Al día siguiente, cuando Abdel
llamó a la puerta de su lujosa suite, el ingeniero estaba decidido a intentar
extraer de aquel pozo aguas que hasta entonces no había conseguido sacar.
Zarrúa observó al recién llegado.
Pese al nuevo porte y corpulencia, Abdel no había abandonado la forma
tradicional de vestir, conforme a la usanza de la población nativa de Melilla
y, además, sus atuendos seguían siendo humildes y nada llamativos.
Al ingeniero, tras pedirle que
entrara y saludarle, le pareció un buen modo de iniciar aquella conversación el
mentarle su modo de vestir. Así que, una vez sentados y servido el té, le
espetó:
-¿Cómo es que
no vistes aún a la española? Ahora te sobra dinero para vestir mejor.
-Yo no soy
español, sino bereber. No me gusta vuestra ropa y, aunque me gustara,
resultaría extraño entre los míos. No les inspiraría la misma confianza y, para
los negocios, es cosa primordial. Ahora, en nombre de ella, dígame para qué me
ha llamado –dijo Abdel en un tono agrio que rayaba con la impertinencia.
El ingeniero decidió ser también
directo y devolver al joven la pelota:
-Bien, Abdel,
ya que mencionas la confianza, me gustaría saber qué piensas de esta guerra.
-Eso, señor
Zarrúa, son cosas personales. Para el negocio carece de importancia mi opinión.
-Comprendo.
Olvidemos tu opinión personal. Dime, al menos, por qué crees que los españoles
somos incapaces de terminarla.
-Es por un
conjunto de razones, no hay sólo una.
-Dime alguna.
-Los bereberes
y el terreno son las principales, aunque hay alguna otra.
-Háblame del
terreno, para empezar. Yo no salgo de las ciudades, como sabes.
-La orografía
es muy abrupta, no existe casi cartografía, el clima es cambiante y, en muchos
lugares, de alta montaña, la hidrografía es irregular e incluso intermitente,
el agua escasa, la población está dispersa, las vías de comunicación apenas
existen o sólo son senderos de cabras que no están al alcance de los vehículos
y por los que hasta las caballerías se despeñan, el campo es pobre y no ofrece
suministros y su ejército se tiene que abastecer desde las grandes ciudades de
continuo. Los nativos, en fin, dominan las alturas y el terreno. ¿Le parece
suficiente?
El ingeniero sopesó las palabras
de Abdel y se sintió impresionado por el dominio del léxico que el muchacho
había adquirido y también por su concisión. Cuadraban más sus palabras con las
de un militar bien formado que con las de un anodino e inculto bereber. Pero no
dejó traslucir sus sentimientos y continuó preguntando:
-¿Qué me dices
de tus compatriotas?
-Dicen que existen
66 cabilas en el Rif, aunque ni en eso los rifeños se ponen de acuerdo, algunos
sostienen que son 70. La mayor parte son hostiles hacia ustedes y, las que no
lo son, sólo ocasionalmente leales. Luchan contra su ejército por tres razones.
La primera es por mero bandolerismo, son los grupos de harkas que, aún ente
ellas, han realizado desde siempre esa actividad de rapiña como una costumbre
ancestral. Otros son grupos de muyahidines que luchan por motivos religiosos, en
una especie de Yihad defensiva promovida por el odio al infiel que predican
algunos morabitos o santones, como les llaman ustedes despectivamente. Los
terceros, y los más importantes, son los nacionalistas rifeños acaudillados por
Abd-el-Krim y respaldados principalmente, pero no sólo, por la poderosa tribu
de los Beni Urriagel. Este último grupo quiere la independencia del Rif, es el
más organizado y efectivo, tienen algo parecido a su ejército regular. Los tres
grupos pueden actuar por su cuenta o aleatoriamente asociados. Y todos son
gente rural, que conoce el terreno, y su forma de lucha es la guerrilla.
De nuevo el ingeniero sintió
empequeñecer su figura ante las concisas y precisas explicaciones del joven bereber.
Ya no tenía éste nada que ver con aquel mocoso insignificante que rescató del
centinela.
-Pero, aparte
de tus compatriotas y del terreno, me has dicho que hay alguna otra causa.
¿Cuál crees tú que es?
-La rivalidad
colonial que tienen ustedes con Francia. Esto les mantiene desunidos y, además
de todo lo citado, hace que, por unas fronteras tan incontrolables como tienen,
haya un continuo tráfico de contrabandistas y espías de todos los signos. En
cierto modo, de eso nos valemos también usted y yo para ciertos negocios.
-¿Por qué
nunca me habías contado esto?
-Porque
algunas cosas usted no las ha querido saber nunca y porque, para los negocios,
estos conocimientos le son a usted innecesarios. Usted es poderoso en las
ciudades y, sirviéndole, yo soy necesario en el Rif. ¿O podría usted hacer algo
diferente de lo que hace tras lo que ahora sabe?
-Ciertamente,
no. Me sería imposible penetrar en esas redes.
-Pues, si es
así, usted me dirá de qué le ha servido mi información. Pero, al contrario que
a usted, a mí me es fácil desenvolverme en las montañas. Nos complementamos,
usted tiene poder para negociar en los lugares donde se toman las decisiones y
yo le sirvo. Usted es el poderoso, yo sólo soy un instrumento. Nuestra posición
no ha variado desde que me libró usted de aquel soldado.
-Gracias de
todos modos, Abdel. ¿Hay algo más?
-Quizás no
debería decir esto, pero algunos creen que es bueno que la guerra dure.
-Sí, supongo
que los rebeldes tendrán esa pretensión.
-No hablo de
los rebeldes, sino de algunos españoles –dijo con frialdad Abdel.
El ingeniero Zarrúa quedó
sorprendido y, en silencio, rumió las últimas palabras del bereber.
Abdel, aprovechando aquel
intervalo mudo, se levantó y, dando por acabada una conversación a la que se
prestó de modo incómodo, se encaminó a la puerta. Desde ella, a guisa de
despedida, le dijo al ingeniero algo que le sorprendió:
-No me debe
nada por esta conversación. No ha habido negocio. Espero que no vuelva a
llamarme si no es para negocios. He crecido con usted, pero no soy su amigo,
sino su servidor.
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