Dejaron atrás
el pueblo y entraron en una especie de recientes y extraños arrabales que,
siguiendo el camino, encontraron en los alrededores. Observaron en éstos casas
nuevas cada vez más diseminadas que, a capricho y sin orden, se habían
esparcido por choperas y sotos. Algunas se habían erigido sobre viejas
construcciones, otras sobre cimientos nuevos. Las primeras eran antiguos
molinos rehabilitados y granjas convertidas en viviendas; las otras estaban
edificadas en los lugares más inverosímiles, como si las hubieran levantado
personas con la cabeza tan llena de interés, prisa y oportunismo, como vacía de
prudencia y cautela. Así, muchas se acercaban peligrosamente al cauce del río o
estaban en el camino natural de torrenteras. Pero, sin duda, todas debían haber
sido autorizadas en algún pleno del Ayuntamiento, donde las decisiones eran tan
válidas como las un Consejo de Ministros, aunque el concejo tuviera igual
solvencia intelectual y peritaje que el delegado de alumnos de una guardería.
Los dos caminantes
iban observando al pasar. El Renuncia pensó que el poder y el conocimiento,
aunque fuera conveniente, no necesariamente caminaban juntos y que, por otro
lado, la autonomía y el imperio de los municipios había sido un logro arduo de
conseguir. Así que, para no suscitar controversias con MP, calló y no puso
pegas a los inconvenientes que arrostraba el avance en libertades del pueblo
llano. Tampoco le apetecía mucho hablar.
Antes de
sacudirse para siempre el polvo de aquel refugio, y de aquel cuartel, y de
aquella taberna, y de aquel pueblo, atravesaron un pequeño polígono industrial
y una urbanización. Ambas fundaciones, también en aquel pueblo perdido y para
su sorpresa, habían florecido. Lo contrario, según escucharon en la taberna,
hubiera sido no hacer nada por la villa y volver la cara al progreso, bendición
del mundo.
En el polígono
de San Isidro cruzaron por entre diez o doce naves y más de otros tantos
terrenos acotados para la construcción de otras. Un mastín vigoroso les ladró
desde dentro de las alambradas que rodeaban una. Algunas excavadoras y otras
viejas máquinas, de las que se emplean en la construcción, yacían
desordenadamente, unas oxidadas y otras incluso con las puertas abiertas, tras
las alambradas de las parcelas, dando una imagen de abandono y olvido. En la
calleja principal había cuatro furgonetas aparcadas, una con el motor
desmontado y algunas de las piezas esparcidas bajo ella, otra con todas las
ventanillas rotas a cantazos, quién sabe si a modo de venganza anónima e
incruenta, aunque despiadada, o, tal vez, sólo por puro vandalismo. Un tractor
viejo con las cuatro ruedas desinfladas estaba aparcado, quién sabe desde
cuándo, junto a la última nave. Todos los locales industriales estaban cerrados
y el conjunto parecía un silencioso cementerio de cemento y chatarras.
- Parece que,
incluso en este pueblo tan pequeño, soñaron con una expansión industrial –dijo
el Renuncia.
- Soñar no
está mal porque, si te engañas, te engañas tú solo. Pero quienes alimentan quimeras
imposibles no buscan tu bien, sino sus réditos y, si te va bien, trabajas para
ellos por la cara y, si te arruinas, para ellos son los créditos pagados, las
construcciones embargadas y aún les adeudas cuanto te quedara por pagar. Amigo
Serafín, la Banca nunca pierde –contestó MP.
- Sí, pero si
son muchos los que no pueden pagar los créditos, de nada les sirve quedarse con
locales que nadie quiere y con unas deudas que tampoco ninguno podrá pagar. La
banca también pierde.
- No, Serafín.
Porque el Estado, o sea, todos, nos hacemos cargo de su deuda pues, de lo
contrario, los bancos se hundirían, se arruinarían los inversores, se perderían
los ahorros de muchos ciudadanos y el crédito, motor de la economía,
desaparecería.
- Pues si la
inversión, el ahorro y el crédito ha servido
para esto, mal motor tenemos.
- Ya ves,
Serafín, los engendros que produce el natural interés del hombre cuando se
convierte en codicia desbocada.
Todavía con la
mente desolada por la imagen del polígono desierto, dieron vista a las primeras
construcciones de la urbanización.
Aldea Sotoluengo,
como pomposamente se anunciaba, estaba formada por una sucesión de chalets, los
unos ostentosos y acabados, los otros, imitación de los primeros, en obras unos
y otros abandonados. Pero, en aquel momento, deshabitados todos. Daban la triste
sensación de obras perdidas en un lugar que no era el suyo y de edificaciones
que desentonaban con aquellos parajes. Pero, como también escucharon en la
taberna, quién, en su sano juicio, habría renunciado a revalorizar las propias
tierras, oponiéndose a proyectos que en los pueblos de la comarca eran ya
habituales. Nadie, naturalmente. Y aquellas tierras se calificaron como
urbanizables, porque el amor al progreso es amor a tu pueblo y a los tuyos y,
si me apuras, a uno mismo, objeto inicial y primero de la caridad, como todo el
mundo sabe.
- Fíjate,
Serafín, que pasando por entre estas alocadas construcciones, me he acordado de
mi piso. También de mi barrio. Y me ha parecido cosa humana, si lo comparo con
estos engendros.
A Serafín le sorprendió la voz calmada de MP,
al que no parecían ya importarle los episodios sufridos, y, emergiendo de sus
pensamientos, contestó:
-No cambiaría yo su piso de la calle de la
Madera por el más lujoso de estos palacetes que yacen aquí muertos en mitad de
la nada, junto a este camino ignorado, desierto y polvoriento.
-Veo que tus boquetes, esos del ánimo, se han
recompuesto o, al menos, no te supura ya la desazón por ellos, porque a ver lo
que es racional has vuelto. Y compruebo que no eres insensible a la misma
insensatez que yo contemplo. Amigo Serafín, te estás enderezando y buen camino
llevas de recuperarte, porque has recobrado la capacidad de observar fuera de
ti.
-Es usted quien me lo pone fácil, don
Macario. La estupidez, aunque se disfrace de cosa rentable, suele resultar
evidente, sobre todo, para quien carece de intereses.
-Bien has dicho, Serafín, porque es el
interés el que pierde a las personas.
Y quedó en el olvido de ambos el polígono de
San Isidro, que dicen que fue un humilde labrador sin pretensiones, y la
urbanización Aldea Sotoluengo, con sus edificaciones vacías pagadas por idiotas
jactanciosos o por pobres tontos con afanes de emulación y medro. Y, dejando
aquello atrás, de nuevo caminaron por el camino, en campo abierto, sorteando
los sonruedos de lluvias y tractores, y escuchando el latir de la calandria,
las esquilas de un rebaño lejano y poco más.
“Cuanto más me llamas
menos te oigo,
porque los muchos años
me han regalado
oídos sordos.”
Tarareaba MP, para sorpresa del atolondrado Serafín,
a quien los últimos acontecimientos y las pasadas vistas le seguían dimutando el
balancín del ánimo.
“Mi madre me llamaba calabacín,
calabazas me dieron bastantes mozas,
la vida no me hurtó calabartazos,
y con la caja hueca de mi cabeza
camino por el mundo
sin que ya nadie me compadezca.”
Y luego MP siguió silbando jotas, o coplas, o
seguidillas, o romances, o cosas que a Serafín se le antojaron tan simples y
sencillas como el campo. Y ambos anduvieron y anduvieron la tarde
entera, sin preguntarse siquiera a dónde iban.
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