El sargento Sacramento estaba de
mal humor. El guardia Monago le había despertado a las cuatro de la madrugada.
Justo a tiempo para ser testigo del escándalo que habían montado en el pueblo
los del GEO de la GC. El despliegue de
luces y ruidos no se explicaba a qué venía. Y no decía él, un humilde
suboficial, que los GEO de la GC no fueran efectivos, no señor, ni mucho menos,
pero le pareció que con aquel cirio sólo buscaban hacerse notar.
Hasta al alcalde, hombre sensato
y razonable, Don Laureano Gañán de la Chatacapitana y Vistadegalápago, diputado
de la Excma. Diputación, le había llamado, alarmado por semejante alboroto. Que
hasta a los hombres de bien, comprometidos con el orden, les repugnaban
aquellos excesos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, o sea, de
los guardias.
Pero no había nada que hacer. Que
ya se lo había él indicado, diplomáticamente y guardando las distancias
reglamentarias, al teniente Sacristán, jefe táctico del grupo. Pero como si
nada, ellos, con su protocolo.
No obstante, reconocía
Sacramento, el deber y la disciplina no eran cuestionables. Un jefe de puesto
sabía a lo que había que estar. Pero, ¡no me jodas con el numerito de los GEO
de la GC! Ni que fueran el Circo Americano.
Además, aquella extraña pareja de
detenidos, le parecían, aparte de estrambóticos y estrafalarios, un par de
alelados inofensivos. La orden del jefe de los GEO de incomunicarles y
aplicarles la ley antiterrorista, le pareció demasiado drástica. Pero quién era
él, se dijo, para poner en cuestión las directrices del mando. Nunca se sabía.
Y, al considerar la inocencia de aquellos
dos extraños, recordó aquello de que “debajo de una mala capa suele haber un
buen bebedor”. Frase, seguramente, del insigne Calderón o del ingenioso Quevedo
o puede que de Góngora, o, con muchas probabilidades, de aquel cuentista de
Cervantes al que tanto le gustaban los vagabundos sin meta, esos que iban por
ahí haciendo locuras y hechos unos esperpentos. Sí, concluyó el sargento,
seguro que fue Cervantes, por los antecedentes, lleva todas las papeletas.
No era confiar, sino comprobar,
la misión del Benemérito Instituto Armado de la Guardia Civil, militar, por
supuesto, que él comandaba en aquel pequeño pueblo pero que, para la nación,
era el frente primero, y permanentemente abierto, contra la delincuencia tradicional
y el terrorismo, azote de nuestros días.
Y es que, se decía Sacramento, la
delincuencia ya no era lo que fue. Hoy, bajo aspectos nada sospechosos, podían
pasar desapercibidos los delitos más inesperados.
El sargento, tras más de treinta
años de servicio, estaba harto, sobre todo, del terrorismo. Y ahora que éste
parecía superado en España, surgían movimientos islámicos extraños, como si los
conflictos fueran pocos y echáramos de menos las guerras de moros y cristianos.
Además, los escándalos financieros y los delitos contra el dinero público,
proliferaban por doquier. A los grandes partidos, sindicatos y organizaciones
empresariales, por no hablar de la Banca, les brotaban ladrones como hongos en
otoño lluvioso. Y personas, tenidas por intachables, se descubrían podridas de
raíz por la codicia. Por si esto fuera poco, surgían movimientos y plataformas
anticorrupción, anticapitalistas, antidesahucios, etc, que, independientemente
de su legitimidad, llevaban el comportamiento anárquico a las calles. ¡Menudo
sindiós!
Y sintiéndose en mitad de aquel
berenjenal, el sargento Sacramento, que siempre pensó que defendía el orden y
la justicia, se dijo:
- ¡Qué sanos y benditos tiempos
fueron aquéllos de los ladrones normales y corrientes, de los delincuentes
habituales, de los maleantes ocasionales, en definitiva, del lumpen ordinario!
Y, tras suspirar profundamente,
añadió a media voz:
- ¡Al Lute, al Dioni y al
Vaquilla habría que hacerles un monumento en nuestros días!
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