MP, paseando
de esquina a esquina, con el ritmo monótono de un péndulo, intentaba imaginar
los motivos de aquella onerosa detención que, por extraordinaria, había
confundido en un primer momento con un portento reservado a ciertas almas
elegidas.
Qué equivocado
está el hombre con todo cuanto le sucede, pensaba don Macario. Y lo peor es que,
a veces, cree firmemente que las cosas son lo que imagina y no tiene, como en
aquel caso, guardia que le desengañe. Así, achacamos los sucesos a lo que
suponemos y, raramente, terminamos conociendo con certeza su meollo, desarrollo
y entretelas. Y MP, incapaz de detenerse, seguía caminando por una de las
diagonales de la celda, mientras se devanaba los sesos con aquellos
pensamientos, hasta que una esquina le devolvía a la opuesta.
Pero, bajo qué
sospecha podían haber caído ellos dos. Y se dio cuenta de que hasta él
comenzaba a creerse culpable de lo que ignoraba, tal era el choque que había
producido en su mente aquella detención tan espectacular como fulminantemente inesperada.
Y es que, tan acostumbrados estamos a dejarnos deslumbrar por los rápidos efectos,
que raramente nos queda racionalidad y tiempo para buscar sus causas. Y eso, se
dijo MP, nos ocurre a los hombres a lo largo de toda la vida que, por esto, solemos
pasarla vertiginosamente deslumbrados, pero sin ninguna calmada certeza.
Luego de dar
un par de vueltas más, en suspense, dedujo que, lo más probable, fuera que se
tratarse de una confusión, pues ni Serafín ni él habían dado motivo, ni tenían
antecedente alguno, que él supiera, para que les aplicasen la legislación
antiterrorista y que, por tanto, incomunicados como a terroristas les tuviesen.
Aunque, bien mirado, los aterrorizados habían sido ellos sin necesidad de haber
aterrorizado previamente a nadie, que supieran. Y es que el terrorismo y el
antiterrorismo deben de andar así así en sus métodos, se dijo MP en plan
dubitativo.
Lo admitía.
Acostumbrado a ver de todo, como funcionario jubilado de Hacienda, hubo un
instante en que llegó a desconfiar de Serafín, diciéndose que bien podría ser
un etarra fugitivo que hubiese decidido camuflarse bajo esa capa inusual de la
renunciación. Pero enseguida su lógica cartesiana, forjada en el citado Ministerio,
desechó la idea pues, si los etarras pensaran así, se habrían hecho
franciscanos en vez de terroristas. Y, además, aquel apocado de Serafín no
servía para esas cosas, se veía de lejos. No obstante, se dijo también que, de los
alucinados, podía esperarse cualquier incongruencia.
MP estaba
ofendido, esa era la palabra. Ni por asomo se le había ocurrido que podía verse
en aquella situación. En su vida había conocido algunos casos en los que
recalcitrantes delincuentes, a fuerza de insistir, habían terminado finalmente
en la cárcel. Pero, los más de ellos, nunca la pisaron. Así que algo muy grave
había de sospecharse de ellos para tenerlos en el trullo, sin contemplaciones,
en una democracia tan asentada, escrupulosa y garantista como la española.
Reflexionaba
MP sobre el delito en general, pues no en vano había ocupado un puesto de
responsabilidad y confianza en la Administración. Y concluía que la sociedad y
su brazo ejecutivo, la justicia, tenían los delitos muy bien clasificados por
su grado de alarma. Y su claro discernimiento le decía que, perdonada sea la abreviada
manera de decirlo, los había de ricos y de pobres, y, a los primeros, siendo de
graves consecuencias para la Hacienda Pública o sirviendo de ruina para muchos
incautos, se les tenía en algo así como sutilezas del pensamiento, fantasías
contables, amigables relaciones socio-económicas o funambulismo financiero, y, naturalmente,
al pasar desapercibidos, carecían de peligrosidad social. Eran, en su conjunto,
actividades tan nebulosas, etéreas, virtuales, intangibles y abstractas, que
escapaban al burdo y alarmante nombre de crimen y estaban más cercanas al
nombre inofensivo, castizo, sofisticado y cuasi mágico del arte de
birlibirloque. Y esto era así hasta el punto de que el vulgo terminaba por
admirar a delincuentes de esa clase, y como el mundo estaba lleno de vulgo,
pues no había mayores problemas, en la resolución de estos delitos, que los que
se derivaban de la impunidad y el olvido, una especie de admirada y consensuada
absolución social.
Y, bien
mirado, cómo iba a rehabilitar la cárcel a algunas de las mentes mejor formadas
del país. En estos casos la cárcel era un contrasentido, y lo de restaurar lo
robado no solía aplicarse pues, al igual que los grandes almacenes cargaban en
los precios los posibles hurtos, se tenía en los Presupuestos Generales del
Estado una partida para prevenir estas inevitables contingencias. Porque, en
estos casos, siempre es mejor prevenir discretamente que curar públicamente. El
mejor escribano echa un borrón. ¿O no?
Eran, por otra
parte, delitos tan finos y sutiles en su ejecución, que muy pocos eran
descubiertos y, si los más de ellos pasaban desapercibidos y los otros pocos
causaban admiración, no podía decirse que la sociedad se alarmara por lo que
desconocía, ni que causara mal ejemplo lo que se admiraba. Así que, en ambos
casos, se imponía la clemencia y el piadoso olvido, pues la calidad humana de
sus ejecutores siempre aportaba otras buenas acciones al país, bien en la
política, la banca o los negocios y, al fin y al cabo, si fuera lo perdido a
sus bolsillos, bienvenido fuera lo ganado en los de todos. Y es que hasta los
genios tienen sus sombras.
Pero bien
sabía MP que otra cosa muy distinta era el delito común, vulgar, sangriento o
callejero, hechos escandalosos, indisimulados y zafios a todas luces,
verdaderas lacras sociales, cuyo rudo e ineducado incivismo era evidente y
saltaba a los ojos de toda persona de bien o simple ciudadano. Para estos
últimos delitos ostentosos el castigo debía ser inmediato y ejemplar, pues todo
estaba desde el primer momento tan meridianamente claro que no se necesitaba ni
la presunción de inocencia ni otras garantías para identificar de inmediato al
culpable y, por pocos que hubieran sido los perjudicados o por leve que hubiera
sido el daño, los jueces sabían que estos desafueros estaban al alcance de
cualquiera y que habían de ser castigados con severa contundencia y celeridad
fulminante, porque, desgraciadamente, donde no hay castigo no hay enmienda y
enseguida, el impune descaro, desata la imitación al mal ejemplo.
Había que
reconocer, por otro lado, que estos delitos tan específicos y públicos, apenas
daban trabajo a nadie. Pues no se necesitaban detectives privados, ni escuchas
telefónicas, ni grandes investigaciones, ni bufetes de abogados, ni recursos a
otros tribunales, ni demoras, ni se usaban los mil artificios legales de
dilatación, condonación, prescripción, anulación, pacto o indulto, por ser
hechos muy simples, que no necesitaban de un cuerpo probatorio muy elaborado ni
requerían años de pesquisas pues, normalmente, eran de una sencillez tal, que
hasta los jueces más bisoños notaban que, aquellos casos tan vulgares, no
suponían para ellos ningún reto a su finura intelectual. Era, ante este tipo de
hechos delictivos, ante los que gustaban de lucir su efectividad, con honroso y
merecido orgullo, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pues los
resolvían en un chisgarabís, deteniendo inmediatamente a los culpables y
dejando los hechos tan claros, que el juez, sin ningún interés en el caso y
casi con desgana, no tenía otra salida que decretar de inmediato un humanitario
ingreso en la cárcel, para propiciar la rehabilitación de los implicados.
MP, repasando
su vida, se dio cuenta de que él nunca tuvo acceso a delitos de fundamento, o
sea, propios de personas de peso. Lo achacó, seguramente, a su débil formación
académica y a su carencia, no sólo de currículum universitario, sino también de,
al menos, media docena de másteres en universidades extranjeras de prestigio o,
en su defecto, a la falta de tres o cuatro premios de las Confederaciones
Empresariales o del Gobierno, por su ingente labor en la economía nacional.
Además, MP, durante
toda su vida, se había alejado de los delitos comunes por sus ineludibles, nefastas
e inmediatas consecuencias, aparte de por su moral intachable. Y, estando
organizado el mundo así, no aspiró nunca a lo vedado a su estatus y tampoco
delinquió en lo que le era asequible, por sus resultados perniciosos. Así que,
en unos casos, por imposibilidad manifiesta y, en otros, por honradez firme
pero sin contrastar, se había visto durante toda su existencia alejado, por
fortuna o infortunio, del crimen lucrativo y también del común.
Pero allí
estaba ahora, a pesar de la continencia que siempre tuvo ante el delito, sin
imaginar siquiera de qué se le acusaba. Y debía de ser muy notorio y grave su
desmán cuando las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se les habían
echado encima de aquella manera, sin pasarles siquiera por la legalidad que a
toda detención otorga, en democracia, la brillante toga, satinada y negra, de un buen juez garantista de sus
derechos.
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