Serafín,
sentado sobre la colchoneta que, tendida sobre una especie de escalón alto
adosado a la pared, hacía de catre, miraba las cuatro paredes encaladas que le circundaban.
Pensó entonces, por primera vez, si su renuncia podría alcanzar también a la
libertad. Y, enseguida, se dio cuenta de que así no valía. Sin libertad, se
anulaba la renuncia como la sal se disuelve en el agua o el humo se desvanece
en el aire. Porque era una ilusión pretender renunciar a lo que, por la fuerza,
ya te habían quitado.
Notó El
Renuncia que aquella brusca privación de libertad le impelía a buscar razones
que la justificaran, porque en la esencia del hombre está buscar las causas de
las cosas. Y, por más que pensaba, no encontraba ninguna. Pero, se dijo, que
aún habiendo encontrado alguna causa, eso no cambiaba la sensación que le
inundaba. Y, puesto que con razones o sin ellas, sin libertad estaba, sólo dio
en preocuparse por su estado cierto y, para no sentir el miedo que sentía, quiso
dejar de lado el misterio por el que allí le retenían. Sin embargo, su miedo no
tenía origen en él mismo, no le pertenecía a él, sino que lo manejaban quienes
se lo provocaban y, por tanto, no podía escapar a sus efectos. Así que lo que
por un lado le quitaban se lo daban por otro.
Y notó que,
sin libertad, todos los sentimientos dejan de ser espontáneos y, al
condicionarlos el miedo y su amiga la incertidumbre, quedan desvaídos y borrados,
fuese cual fuere su origen. Y, el prurito por perseverar en esos sentimientos o
el mostrarlos de modo retador a los guardianes, no era ya cosa del común de las
personas, sino cosa muy meritoria propia de héroes, líderes, santos e, incluso,
de mártires prestos a derramar su sangre. Así que El Renuncia, no sintiéndose
en ninguno de esos casos excelsos, pensó que la renuncia no podía ser genuina
sin libertad y, por tanto, no era posible concebirla, de modo natural, en
ausencia de ella. Y así, sintiendo que le acababan de arrebatar la libre
renunciación, pensó que sus guardianes no podían ir más lejos, a menos, claro,
que le quitasen la vida.
Luego, se
sintió mal. Las cuatro paredes desnudas le recordaron el mismo sentimiento de
pérdida, de desorientación y de carencia que experimentó cuando desapareció su
mujer. Recordó que no había imaginado que aquello pudiera ocurrir. Y se dio
cuenta entonces de que hasta aquel día consideró, sin pensarlo, que ella era
una fiel prolongación de sí mismo. Algo con lo que no había que contar, como no
cuenta uno con que le fallen el corazón o los riñones. Y, sin haberla tenido en
consideración en el pasado, comprendió que, sin ella, se sentía incapaz de
afrontar el futuro. Había sido como si, repentinamente, le hubieran dejado sin
aire en los pulmones.
Recordó que
fue entonces cuando eligió la renuncia como escape de toda aquella realidad
inesperada. Lo hizo, tal vez, por ser todo lo contrario a lo que había
practicado hasta entonces. Aquella vieja vida que se había construido con dinero,
que había llenado de caprichos, de mujeres que no le interesaban, de vicios y
de placeres de cualquier clase con tal que le llenaran el tiempo, de codicia
por la mera codicia, de soberbia por la sola soberbia, de vanidad por no
encontrar otra cosa que le hiciera sentirse superior… Aquél era el enemigo del
que huía. Recordaba cómo se había construido aquella forma de pensar, que a
todo le daba derecho, porque todo daba igual, todo estaba a su alcance, nada
importaba. En aquel mundo, artificialmente vano, llegó a moverse sin parar como
una anguila escurridiza, sin responsabilidad, sin afectos, sin metas, sin
conciencia, sin reparos, sin remordimientos, sin, ciertamente, nada, pero
teniéndolo todo. Sobrevolaba entonces la vida normal, la habitual, la de
cualquier trabajador; eludía también las leyes, la justicia y todo lo que le
daba a la sociedad visos de estabilidad pues, cuando no saltaba los preceptos
legales, los eludía, al sumergirse bajo ellos con el auxilio de toda la jurisprudencia
que los ricos se habían hecho, durante generaciones, para sí mismos y con la
ayuda de los abogados y otros expertos en burlar legalmente las leyes que
hiciera falta. Conoció también políticos capaces de regularizar nuevas
situaciones no previstas, de modo que el delito pasara a ser normalizado por la
ley.
Ante Serafín
pasaron los últimos años de su vida anterior. Algo que le dolía y que no quería
recordar. Y hasta creía que había conseguido olvidarlos con el mismo empeño
que, a veces, ponía en negar las propias palabras, como si pudiera volver a
meterlas en el lugar de donde salieron, o enterrar más profundamente en la memoria
aquellos hechos que le avergonzaban. Como si oponerse a recordar hundiera más
profundamente las cosas en su mente y le añadiera carretones de olvido a su
pasado. Pero, ¿quién rige las mareas del recuerdo? ¿Cómo puede lograrse que la
madera deje de flotar sobre el agua o que, un dolor que quisiste desterrar, no
vuelva del exilio cuando se le antoje?
Serafín comprendió,
entre aquellas paredes, que la vida que había iniciado era una alfombra bajo la
que su mente estaba queriendo ocultar la vida vergonzosa que tuvo y ganar día a
día otra con algo de sentido. Y, sobre todo, borrar aquel absurdo desenlace
que, aunque inesperado, él mismo había provocado.
Cuando acabó
lo de su mujer, el psiquiatra le dijo que necesitaba descansar. Como si el
descanso fuese una mercancía más que los ricos pudieran comprar a su antojo. Al
menos, el tiempo de renunciación, le había enseñado que nada importante podía
comprarse, que todo lo importante era gratis o, si no lo era, no podía lograrse
con dinero. Y pensó que, el fin y la causa, se habían juntado y que, tal vez,
por eso tomó entonces aquel incomprensible y, aparentemente, loco camino hacia
la renuncia. Fue su único modo de pretender encontrar todo lo que le faltaba
pues, de lo que se podía tener, lo tuvo
todo. Puede que alguna vez diera con la cordura y, tras ella, viniera todo lo
demás, se decía el contrito Serafín Tirado.
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