Cuando les sacaron
de sus celdas, ambos se miraron como desconocidos. Hasta entonces nunca se
habían mirado así. Aquel sentimiento lo experimentaron a la vez.
MP miró al
vagabundo: Serafín parecía un ser más desdichado que antes. El viejo
pensó que las horas que un hombre pasa a solas, ésas que le enfrentan consigo
mismo, cuentan más, con mucho, que las otras, en ese reloj interno que lleva la
contabilidad de nuestro tiempo.
Serafín tardó
un poco en mirar al viejo. El Renuncia parecía un niño avergonzado. Cuando tuvo
valor para levantar la mirada del suelo: le pareció desaseado, con los pelos
revueltos y la mirada más extraviada de lo que tenía por costumbre o, Serafín,
tenía por normal en él.
Una extraña
timidez les había sobrevenido a los dos tras aquellas pocas horas, y les costó
unos instantes reconocerse abiertamente. Y, simultáneamente, pensaron lo mismo:
¿cómo podían reconocerse dos desconocidos?
MP quiso
pensar que Serafín se había desmoronado sin su compañía. El Renuncia imaginó que
el viejo se había sentido inerme sin tenerle al lado. Ambos mantuvieron la
mirada y, sorprendentemente, se estrecharon las manos, como si acabaran de
presentarles. Y los dos se sintieron de nuevo generosos, dispuestos a regalarse
mutuamente un apoyo que ninguno de los dos creía necesitar. Y así,
interiormente, cada cual se sintió respecto al otro un ser altruista y
desprendido y un bienestar repentino e interno les inundó. Decididamente se
reconocieron como dos seres libres. Cada uno dando al otro lo que suponía que
al otro le faltaba.
Apenas les
sacaron de sus respectivas celdas, fueron esposados entre sí. Los guardias de
las boinas verdes, con los chalecos antibalas, los guantes y aquellas bragas
militares subidas por encima de la nariz, les miraban amenazadores o, cuanto
menos, con los sentimientos cubiertos de la mirada para abajo. A ellos les
parecían seres sin vida real, de los que únicamente habían de entender unos
gestos tan anónimos e impersonales como señales
de tráfico.
Les hicieron
subir en la trasera de un gran coche todo terreno, de aquellos tan llamativos,
y llevaron a los detenidos en dirección a Esterillas de Castroceli y de allí en
dirección a Fenamira de Gorgojos y luego a Lasayona del Garbanzal. De allí les
llevaron a la cabaña donde les detuvieron. Y volvieron a ver el chozo del
pastor tan solitario y abandonado como lo encontraron.
-Esto va a ser
una reconstrucción de los hechos –dijo el teniente, apenas se apearon.
Como los
detenidos no dijeron nada, prosiguió:
-Entre las
2,20 y las 2,31 de la noche, en que fueron detenidos, uno de ustedes estuvo
bajo el túnel que, a cien metros de aquí, hay bajo la vía del AVE.
Luego de
mirarles inquisitiva y alternativamente al uno y al otro, dijo:
-¿Quién de
ustedes lo hizo?
-Fui yo –dijo
mansamente Serafín.
-¡Coño, pues
ni te sentí! ¡Ni que fueras una sombra! ¿Cómo no me lo dijiste? –saltó MP.
-¡Silencio!
Hable cuando se le pregunte –cortó secamente el teniente.
-Pero si es
verdad, si es que no me enteré y, mire usted, que a mí el zumbido de un mosquito
me despierta, porque mire, si a mí… -no pudo contener la lengua MP.
-¡Que se
calle, coño! ¿O es que no entiende usted el castellano? –cortó de nuevo el
teniente con el más despectivo y amenazador estilo cuartelero.
-No sólo lo
entiendo, sino que además lo hablo y lo escribo, y no sé si usted tendrá con el
idioma tantas habilidades, aparte de ladrarlo -se picó el viejo.
-¡A callar,
joder! –y ya había vuelto en el aire la mano el teniente para sofocar aquella
insumisión impenitente, cuando se dio cuenta de que le iba a cruzar la cara a
un viejo. Suspendió la intención y se quedó inopinadamente avergonzado.
-Me pegue si
tié clase –se creció MP, con un tono chulesco y arrabalero que el Renuncia no
le conocía, ante el ademán frustrado del teniente.
-Con que se
calle, me vale –se reportó secamente el oficial.
-Eso es otra
cosa –respondió MP, revistiéndose de una triunfante dignidad y esponjándose tan
exagerada y amenazadoramente como un palomo ladrón.
-No hace falta
que se incomode. Si se trata de mi paseo nocturno hasta el túnel que hay bajo
la vía, se lo describiré con detalle –dijo Serafín.
-Para eso
estamos aquí –dijo el teniente, mirando de reojo a MP.
Serafín comenzó a caminar desde el refugio
hacia la vía. Al tiempo que lo hacía, iba narrando como, entre sueños, se
sintió indispuesto. Y apuntó que, ante el temor a que sus tripas se desataran
en desahogos gaseosos, decidió salir del refugio, puesto que, apostilló de
nuevo, las ventosidades eran de mala educación, incluso entre compañeros, y no
decían nada bueno de aquél que se las permitía en lugares compartidos y
cerrados. Y, concluyó, que esa fue la razón por la que salió del templado
refugio en la noche cerrada.
-Abrevie, nos hacemos cargo –dijo el
teniente.
Serafín siguió caminando seguido mansamente
por MP, esposado a su muñeca, y por los guardias, que no les quitaban ojo por
encima de las prendas militares que daban anonimato a sus rostros.
-Pues bien –prosiguió Serafín- una vez fuera,
estiré el cuerpo y las extremidades y, ante el frío reinante y seguramente
debido al brusco cambio de temperatura, percibí un nuevo aviso del cuerpo,
concretamente un retortijón, que me hizo evidente que mis urgencias no se
solventarían con el inmediato y ronco alivio gaseoso. Lógicamente, no me
pareció bien evacuar en las proximidades del refugio común. Y, como lo único
que vi blanquear en la negrura de la noche fue el camino, lo seguí. Vislumbré
el túnel y me sentí llamado por su cálido conducto, a cubierto del frío y del
viento nocturno. Fue el instinto el que me indicó que la suerte me deparaba un
cobijo placentero donde aliviarme. Porque sepan ustedes, señor teniente y la
compaña, que ni para los hombres ni para los animales superiores dan igual las
ubicaciones para ciertos menesteres y, un servidor, encontró el túnel de lo más
adecuado y acogedor.
-No me diga que bajó hasta el túnel para eso
–gruñó el teniente algo desconcertado.
-Pues, sí. Y si éstas eran las indagaciones
que usted perseguía, podría haberlo dicho antes. Pero si usted no queda
convencido y piensa, como nos ha dado a entender, que coloqué, con aviesas
intenciones, algún explosivo, verá que no lo hay ni se encontrará. Y, en todo
caso, podrá averiguarse que la mina que planté es sólo mía por las irrefutables
pruebas del ADN que, a menos que se hayan llevado la matería probatoria pegada
a las suelas de las botas, podrá practicarse in situ, ya que la medicina legal
está hoy, por fortuna, suficientemente preparada para no dejarme por embustero.
Fue entonces cuando MP comenzó a contener la
risa de un modo que cada vez se hacía más evidente. Y, para cuando llegaron
bajo el túnel y Serafín, sin titubeos, se paró junto ante la prueba, sus risas
eran tan ostentosas como sonoras.
-Mire usted, señor teniente, he ahí la
prueba. Aún parece reciente y, entre nosotros, no sabe usted lo a gusto que me
quedé –remató Serafín con llaneza.
-Recoja usted la prueba –dijo MP a grandes
voces, conteniendo vanamente la risa y poniendo una expresión entre iracunda y
sublime, propia de un profeta del Antiguo Testamento- Es lo único que puede
salvar a dos inocentes de la implacable justicia.
-¿Usted bajó aquí sólo para eso? –preguntó,
entre incrédulo y abochornado, el teniente.
- ¿Le parece poco, mi teniente? Pues le
aseguro que, pese a su volumen, es toda mía y apecho con ella –dijo Serafín con
la misma dignidad que MP, poniendo al oficial en el brete de decidir si le
estaba tomando el pelo o era tonto de capirote.
-Ahí tiene usted una confesión sin
paliativos, la confesión de un valiente, sin abogados de por medio, sin
acogerse a la presunción de inocencia, sin hacer uso del derecho a guardar
silencio, sin habeas corpus, sin…-continuaba voceando el viejo.
-Vale, vale –cortó el teniente bastante
corrido- que recojan sus cosas del cuartel y que se vayan.
-¿Cómo? ¿Sin evaluar la prueba? ¿Sin
contrastar la evidencia? ¿Sin analizar si se trata de un explosivo de última
generación? ¿Sin verificar su procedencia? –proseguía MP como un orate.
- Llévenselos al cuartel de una vez –zanjó el
oficial.
El teniente vio alejarse hacia el coche a
aquellos dos seres estrafalarios entre los guardias que les devolverían al
cuartel, pero el eco de las risas del viejo quedaron en su mente como una burla
imperecedera y, también, las sonrisillas socarronas que adivinó bajo las bragas
militares de sus subordinados.
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