-
Le haré una sola pregunta: ¿Dónde han colocado
el explosivo?
-
¿Qué? –dijo Serafín, dejando después la boca
abierta, y olvidándose de cerrarla, mientras permanecía fijo, mirando absorto
la cara amenazadora del sargento.
El sargento jefe de puesto dedujo
que el detenido era lelo o era sordo. Para descartar la segunda posibilidad
preguntó de nuevo:
-
¿Qué hace con la boca abierta y sin contestarme,
es que no me ha oído?
-
Ah, sí señor. La he abierto yo.
-
¿Y del explosivo qué tiene que decirme? Confiese
y nos ahorraremos trabajo.
-
¿Qué? –respondió de nuevo Serafín, volviendo a
dejar la boca abierta.
El sargento Sacramento, dudando
ahora de si el detenido era tonto de baba o le estaba vacilando, dijo con gran
solvencia y marcial sequedad:
-
Bien, como usted quiera. Incomunicado en la
celda tres, no perdamos el tiempo, el grupo antiterrorista se encargará de
averiguarlo. Ellos saben cómo hacer cantar a un carro.
El sargento Sacramento, mirando
con desprecio al detenido, dirigió estas últimas palabras al guardia primero
Monago. Y añadió:
-
Ah, y a la vuelta, tráiganme al otro detenido.
Al poco, el guardia primero Monago
y el guardia raso Monje, condujeron al despacho del jefe de puesto a MP que,
poseído por una santa indignación, no había parado de vocear a la ciega Justicia,
desde que le metieran en el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil de
Medina de Castroceli.
El sargento oía las indignadas
quejas de MP según se lo traían sus subordinados pasillo adelante. Y al
instante de entrar en su despacho, sintiéndose finalmente frente a una
autoridad, el viejo estalló a gritos con los ojos rabiosos y la faz indignada:
-
…Pero, ¿de qué se nos acusa? ¿A qué España
estamos llegando, donde se detiene sin más a dos hombre honrados, a dos
personas de orden y provecho? Por lo que se ve, en esta España, ya hay fuero
ciego para detener a un pobre jubilado y a otro pobre en activo, de voluntaria
solemnidad. Y todo esto así, de una manera tan vil, con nocturnidad, por la
fuerza, en mitad del descanso, sin explicaciones, sin hábeas corpus, sin razón,
sin garantías constitucionales y, sobre todo, con esta desproporcionada
desmesura indigna de quien la practica. ¿Y quién hace esto? No lo hacen unos
prepotentes guardias jurados beneficiarios de alguna inmobiliaria, ni una
policía local inexperta, timorata y despistada, ni los familiares guardias municipales,
ángeles custodios de las pequeñas poblaciones, ni una policía autonómica celosa
por demostrar su eficiencia en el sagrado territorio histórico bajo su
jurisdicción, ni siquiera la eficiente y honesta Policía Nacional, no señor. Lo
hace la mismísima Guardia Civil, un cuerpo de un renombre, de una entidad, de
un prestigio contrastado y de una ascendencia nacional e internacional tan merecida,
que muy pocos institutos armados gozan de su prestigio en Europa. ¡Qué digo en
Europa! Ni en Europa, ni bajo la bóveda entera del planeta y ellos,
precisamente ellos, cuya divisa es el honor, vapulean a dos inocentes y
conculcan los derechos fundamentales de dos ciudadanos que…
-
¡Se calle usted! –cortó secamente el sargento
Sacramento.
-
Si me callo será por el respeto que, pese a
estos avatares luctuosos de los que somos víctimas, aún mantengo hacia la
institución y si no fuera porque…
-
¡Se calle, coño!
Y el sargento jefe de puesto, le
repitió la misma pregunta que a Serafín, pero más matizada, visto el carácter
locuaz y porfiador del viejo.
-
¿Dónde han colocado el explosivo? ¿De qué tipo
es? ¿Se trata de una mina? ¿Qué tipo de temporizador han utilizado?
-
Pero, ¿qué explosivo ni qué custodias? Pero, ¿se
puede saber de qué habla? –respondió MP.
Y, como éste comenzara a
despacharse mencionando la palabra explosivos junto a muchas otras, conocidas
vulgarmente como tacos, más cultamente como imprecaciones, maldiciones y
juramentos y hasta, desde el punto de vista pío, como blasfemias, el sargento
Sacramento pensó que no podía permitir en su presencia, ni por más tiempo,
semejante desacato a su autoridad. Y, renunciando a utilizar contra el preso
los vocablos más soeces, que abarca entre sus amplios límites el rico acervo de
la lengua castellana, o a darle dos hostias, que es lo que le pedía el cuerpo, el
sargento sólo dijo con solemne sobriedad castrense:
-
Éste, incomunicado a la cinco. Y que se les
informe a los dos de que están bajo la legislación antiterrorista.
-
¿Cómo que incomunicados? ¿Cómo que terroristas?
Exijo la presencia de un abogado y me rebelo ante el hecho de que mis derechos
se vean conculcados sin prueba alguna, del modo más abusivo, sin respeto a la
protección que la ley me…
-
¡Que se calle, coño! ¡Monje, Monago, quiten a
este individuo de mi vista, joder!
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