Cuando MP y
Serafín se vieron liberados, al primero le acudió la razón y se dijo que habían
sido afortunados porque la estupidez humana les había soltado casi con la misma
celeridad que les prendió.
A Serafín, sin
embargo, no le pareció que aquel hecho, aparentemente fortuito, lo fuese.
Hechos triviales habían hecho derivar su vida de la tranquilidad a la zozobra
de modo inesperado. Al Renuncia algunas casualidades le llenaban de
desconfianza. Y pensó que, el verse liberados, nada tenía que ver con la
sensación de ser libres que hasta entonces habían sentido.
Pero don
Macario, apenas asimilada la alegría por verse en la calle, sintió ensombrecerse
sus adentros con la vergonzosa e irreparable vejación de la persona que ha sido
violada. Y, creciendo en él ese sentimiento, según caminaba por las calles del
pueblo, entró en un soliloquio desbocado. Y, en su monólogo, se afanaba en
explicar a un mundo indiferente, cómo la justicia se ocupaba de quien no debía,
cómo vigilaba lo intrascendente, cómo derrochaba control para lo nimio y cómo
todo fluía sin tino en los aleatorios caminos de la ley. Y, para justificar
estos extremos, alardeaba sin pudor del conocimiento y experiencia que le
habían dado los años. Y, sin ser consciente de las voces que daba, se convirtió
por unos minutos en un azote de la corrupción nacional, de las tropelías de los
poderosos, del encubrimiento de los políticos, de la connivencia de jueces y
fiscales y no pudo por menos que escandalizarse, con iluminada indignación, de
cómo la Benemérita, ante tantos y tan graves motivos, no caía de inmediato
sobre esas turbas de desaprensivos tan bien conocidos, siendo que podían
hacerlo, con toda contundencia, sobre cualquiera que cagara a destiempo y donde
no debía.
Y por las
calles de Medina de Castroceli iba MP abominando sin parar contra la tal justicia,
y contra sus defectos, y contra toda la sinrazón, desequilibrios y
contradicciones que el vil mundo ocultaba a los seres sencillos.
Mientras, los
vecinos de la villa, ajenos a todas aquellas diatribas, le miraban aviesamente
y mostrando prevención, porque a los locos, diciendo verdades o lo que quiera
que dijeran, nadie tenía por hábito escucharles.
Serafín, en
cambio, le seguía dos pasos atrás muy comedido y silencioso. Recordando que
todos los contratiempos en su vida habían sido para mal y que hubiera dado
cualquier cosa porque aquel altercado con los guardias no hubiese sucedido.
Antes de
soltarles, y ciertamente sin mucho respeto hacia ellos, ni contrición por su
parte, el sargento Sacramento les dijo que no era natural que quien tanto
tenía, refiriéndose a su condición de empresario, y quien tenía para vivir
decentemente, refiriéndose a la del pensionista, anduvieren por ahí haciendo
cosas raras y malmetiendo a los agentes de la ley, que bastante tenían con los
delincuentes, como para andar cuidándose de los locos que daban, a sus años, en
vagar por los caminos.
Pese a las
protestas de MP ante las palabras y los modos que el guardia utilizó de despedida,
éstas hicieron mella en el Renuncia, que no veía la hora de romper el maleficio
con el que aquella situación había trastocado el sereno equilibrio de sus vidas.
El episodio de la detención había removido el pozo oscuro de sus recuerdos y el
tufo que salía de él no le tranquilizaba. El trágala de aquella arbitrariedad
le había sacado de aquella neutralidad anímica que disfrutaba desde que se
dedicaba a la renunciación. Así que caminaba cabizbajo tras el exultante viejo,
que continuaba pregonando al sordo mundo la humillante denigración que dos
inocentes habían padecido.
-¡Ay, Serafín,
Serafín! –voceaba el viejo- Bien se conoce que los que, como tú, renunciáis al
mundo, termináis por olvidar el sentido de la justicia y la raíz sagrada de la
ley. Todo termina por daros igual. Y yo te digo que la renuncia no puede llegar
a tal punto pues, al hacerlo, os roba la condición de seres libres, os priva de
la más profunda esencia humana. Porque los humanos, que lo sepas, Serafín, no somos
una grey a la que se conduzca fácilmente, porque somos esencialmente
inconformistas, críticos y celosos de la igualdad, la ley y la justicia,
nuestros ideales más puros.
Pero Serafín
que, teniendo muy claro de dónde quería huir y poco claro a dónde quería ir, se
dejaba conducir por el viejo. Y, a pesar de sonreír como un tonto, callaba y le
seguía. Y, para quién les mirara, era difícil distinguir cual de los dos
parecía más enajenado.
El Renuncia
prefería olvidar lo sucedido y pensaba que lo mejor que podía hacer la justicia
por él era mantenerse lejos de su persona. Y, al contrario que MP, pugnaba
dentro de sí por ignorarla, por dejarla atrás y no volver a tener noticia de
ella. Y, en cualquier caso, renunciaba también a aquellos desagravios que el
viejo se administraba a sí mismo, a falta de alguna disculpa por parte de los
agentes de la ley. Y era consciente de que tanto el viejo, retador y
escandaloso, como él, con su silencio, eran dos anónimos perros apaleados que
poco más podían hacer que lamerse las llagas. El uno en silencio y el otro
aullando, eso sí.
Cuando MP se metió
en la taberna, Serafín le siguió gustoso, animado por la esperanza de que un
poco de comida y otro tanto de descanso les devolvieran un algo de sosiego.
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