Las empresas, radicadas
principalmente en las provincias catalanas y vascas, estaban muy interesadas en
los contratos con el ejército y con el gobierno. La reciente experiencia de
esas empresas en la Primera Guerra Mundial, y su consiguiente prosperidad, impelían
a sus propietarios a no escatimar gastos en gestores que, cerca del frente,
obtuvieran contratos por los medios más adecuados, o sea, por cualquier medio.
Quizás estas últimas palabras
causen hoy extrañeza, pues el férreo e ineludible control que ejercen los
gobiernos sobre los recursos públicos, no permitiría actualmente, ni de lejos,
tales prácticas.
Sin embargo, muchos consideraban
por entonces que la guerra era la marmita donde se cocían los mejores negocios
y todos querían tener cerca del guiso a un cocinero propio.
Fueron años en que todas las
grandes compañías pugnaban por obtener contratos de la Alta Comisaría, máxima
entidad del Protectorado, que funcionaba como un pequeño gobierno con sus
departamentos de Asuntos Indígenas, de Fomento, de Hacienda y de Obras Públicas
y, también, ejercía el mando en el Ejército de África por medio de sus tres
Comandancias: Ceuta, Melilla y Larache.
Algunos estudiosos, aunque dicen
que las cifras de aquella guerra se disfrazaron durante mucho tiempo por
prudencia, estiman que, en la fase final del conflicto, se reunieron medio
millón de hombres entre españoles y franceses y más de cuarenta escuadrillas de
aviones.
Algunos sostienen que los gastos
de defensa del gobierno español se multiplicaron por tres y los servicios
económicos por seis en los últimos años de aquella guerra.
Pero, aparte de todas estas
controversias, los efectivos españoles fueron de decenas de miles de hombres
durante esos años. Las necesidades en material ferroviario, de aviación, de
radio, de telefonía, de armamento, de enseres, de materiales de construcción,
provisiones, textiles… supusieron ingentes cantidades de dinero.
Tras la carnicería de Annual,
Monte Arruit y otras menores, se prolongó la guerra durante años y, con ella,
las grandes contratas, las obras de todo tipo y las compras masivas de
maquinaria. Pero, pese al denuedo con que el Ejército Español combatió su
rebelión, resultó que a comienzos de 1925 Abd-el-Krim se había convertido en un
gran peligro, no ya sólo para los intereses españoles, sino también para los
franceses. El rebelde dominaba el norte de Marruecos a excepción de Ceuta,
Melilla, Tánger y Larache. Ante su hostilidad, los franceses comenzaron a temer
también por sus posiciones y decidieron intervenir en el conflicto al sentirse
cada vez más amenazados por aquel caudillo del Rif. Y todo desembocó,
finalmente, en el desembarco de Alhucemas, por parte española, y la invasión del
Rif por los franceses desde el sur. Fueron las acciones coordinadas entre los
dos ejércitos las que, definitivamente, encerrando a Abd-el-Krim entre dos
frentes, le derrotaron y éste terminó por entregarse a los franceses en mayo de
1926 y ser deportado a la isla de Reunión.
Fue en estos años, de 1921 a 1926, cuando el ingeniero
Zarrúa desempeñó sus funciones en Marruecos, a caballo entre Melilla y Ceuta.
Consiguió grandes contratos para los consorcios a los que representaba y, él
personalmente, se lucró con variados tipos de comisiones que, además de su
salario, se ingenió, haciendo honor a su oficio, para percibir de militares y
civiles, españoles y franceses, cabileños leales o rebeldes y, en general, de
todos aquellos que mantuvieron con él alguna relación.
Hoy, tal vez, se diría que sus
acciones fueron de una ética dudosa pero, técnica y contablemente, todas ellas
fueron impecables y ningún auditor o interventor, civil o militar, fue capaz de
encontrar en ellas la menor anormalidad. Cosas, naturalmente, que en el presente
serían inviables. Tal es la naturaleza y rigor de las leyes actuales.
Así fue como el joven ingeniero
que llegó a Melilla con 26 años, tras un lustro de estancia en el Protectorado,
volvió a Algeciras rico, con una fortuna que jamás imaginó reunir cuando llegó con
su flamante título y los bolsillos vacíos.
El ingeniero Zarrúa había
terminado sus estudios de ingeniería industrial en la Escuela Superior de
Bilbao. Se decía que la ingeniería industrial era la más generalista de las
ingenierías pues se podía adaptar a cualquier sector empresarial. Zarrúa
comprobó, en aquellos años, la veracidad de tal concepto.
Pero, como las épocas de gran
prosperidad para las empresas no lo son, a veces, para el común de las
personas, aquella guerra también tocó a su fin con la rendición del rebelde
Abd-el-Krim. Ni las desgracias ni las dichas son para siempre.
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