En los meses que siguieron fue
estrechándose la relación entre el ingeniero y Abdel. Y no porque Zarrúa
intimase más con el muchacho o llegara a saber más detalles de él, sino porque
éste le introdujo en más negocios de los que el ingeniero pensaba que pudieran
existir en aquella parte tan mísera del norte de África.
Enseguida estableció contactos y
redes, cuyas claves sólo Abdel conocía, que le hicieron partícipe en muchos
tratos de armas y caballos, cosas ambas muy apreciadas por los cabileños. Tampoco
desdeñó la trata de mujeres nativas con las que abastecer de prostitutas los
burdeles. No despreció en modo alguno el comercio de hachís hacia cuyo consumo
había una silenciosa y discreta tolerancia incluso entre las tropas. Y tampoco
le hizo ascos al comercio con productos médicos que, para tratar el paludismo,
el tifus y la tuberculosis, podían circular fuera de los servicios médicos
oficiales a precios exagerados. Y todo lo urdía aquel muchacho, que parecía
intuir todos los negocios y cuya mediación hacía que su dinero se multiplicase.
Abdel sólo cobró las doscientas
pesetas aquel, lejano ya, primer mes. A partir del negocio en el que Borrell
desapareció, comenzó a cobrar de Zarrúa las cantidades que él mismo decidía. Y
el ingeniero, viendo prosperar sus negocios y aumentar sus ganancias de un modo
inopinado, nunca regateó en las cantidades que el morito pedía.
Pasó el tiempo y los negocios
seguían multiplicándose para el ingeniero. Y no le extrañaba que el joven
siguiera sirviéndole en sus tratos con los rifeños como un autómata, al fin y
al cabo, jamás le negó provisión alguna ni le hizo más preguntas de las
necesarias. Dedujo el ingeniero que Abdel tenía sus propios enlaces y que, de
cualquier trabajo sucio que el muchacho hiciera, más le valía a él ignorar los
medios que empleara, siempre que se lucrara de los beneficios que obtenía Y así
quería disfrazar, con la inocencia del que prefiere ignorar, la culpabilidad
del que no quiere saber.
Sin embargo, al cabo de tres años,
Abdel había cambiado. Ocurrió como si su cuerpo, al igual que la vegetación del
árido Rif, hubiera esperado el momento adecuado para prosperar. Se estructuró su figura corporal y cobró entidad física. Abdel
creció, casi de golpe, y pasó a tener el cuerpo atlético, ágil y recio de un
joven. Su fragilidad de niño desapareció, quedó borrada de tal modo, que
cualquiera, al verle, le habría considerado un veinteañero bien criado.
La prosperidad económica de Abdel,
propiciada por el ingeniero, se había notado de improviso en su cuerpo. También
había cambiado de expresiones y el español, que hablaba entonces, carecía ya de
aquella torpeza y modos rudimentarios de años antes.
El ingeniero controlaba
habitualmente lo que ocurría en las ciudades, singularmente en Ceuta y en
Melilla, sede de dos Comandancias del Protectorado, pero fuera de ellas, en las
agrestes montañas del Rif y de Gomara, era el joven Abdel el que decidía sobre
cualquier asunto. Y su carácter observador y reservado, lejos de haberse
atenuado, se acentuó y, en su relación con el ingeniero, mantenía la costumbre
de no dar explicaciones, sólo resultados.
El abastecimiento de las
distintas unidades, con más o menos regalos o dádivas de por medio, era
habitual y funcionaba para el ingeniero rutinariamente, casi por inercia. Por
otro lado, sus porcentajes se hicieron regulares y cuantiosos e incluso los
pagos de las empresas que tenían contratados sus servicios se incrementaron,
dada la satisfacción que, por sus gestiones, sentían los pagadores de la
península.
No obstante, la ambición de
Zarrúa, que ya se desenvolvía con toda seguridad en aquel ambiente para él
normalizado, rutinario y aburrido, le hizo cavilar sobre las posibilidades de
ganancias que Abdel no paraba de descubrirle.
Sin embargo, Abdel no había
perdido, al ganar su cuerpo envergadura, talla, peso y prestancia, ninguna de
sus desconfianzas y reservas iniciales. Y, pese a dominar ya el idioma, seguía
siendo parco en palabras, frío en sentimientos y celoso en guardar los
conocimientos que le convertían en un elemento tan útil para el ingeniero. Y
las frecuentes entrevistas entre ambos solían ser, si no tan breves como al
principio, sí distantes, muy medidas en palabras y con ausencia de detalles
superfluos.
Esta actitud del joven enervaba a
veces a Zarrúa que, en determinadas cuestiones, se tenía que entregar, siempre con
las manos abiertas pero también con los ojos cerrados, a las decisiones del
despierto moro. Y no era porque quisiera deshacerse de los servicios de Abdel o
regatearle dinero, sino porque pensaba que, si el muchacho fuese con él más
comunicativo, probablemente se le ocurrirían nuevos y más productivos negocios
para ambos. Tal era la codicia que comenzó a apoderarse del ingeniero sin que
él mismo fuera consciente de ello.
Por eso, contra lo que hasta
entonces había sucedido, fue el ingeniero el que aquel día citó a Abdel, dejándole
una nota en el café que el joven frecuentaba junto al zoco.
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