El ingeniero Zarrúa, durante
aquellos años, fue comprendiendo que, al igual que sucede en la sociedad, las
guerras tienen una estructura piramidal o, dicho de otro modo, se asemejan a la
cuenca de un gran río: el caudal se reparte por toda ella pero casi todo él
termina llegando a la desembocadura. Y
fue en ese plácido delta donde se colocó el ingeniero, distante de los
inconvenientes de un conflicto pero próximo a sus ventajas y acicates.
En la sociedad actual
difícilmente podrían encontrarse anormalidades o engaños contables o fiscales
pero, desgraciadamente, por entonces ciertas irregularidades tenían la inercia
del agua siguiendo su caída y su avance era tan natural que nadie, aunque
quisiera, podía oponerse a ellas. Y es que, para juzgar la Historia, hemos de
retrotraernos a cada tiempo y situación, y de nada sirve enjuiciar las acciones
ocurridas en tiempos pasados con la rectitud y honradez de los criterios presentes.
Pronto captó el ingeniero recién
llegado que, en aquella situación bélica, cada cual en su desempeño solía usar
cuanto estuviera a su alcance para enriquecerse. Y que esto, si bien no era extraño en tiempos de paz, en los
de guerra se tenía casi por obligatorio. Y muchos estaban conformes con ello y,
por lo cotidiano y habitual de aquellos usos, no se sentían manchados, pues el
sentido de la decencia se había desvanecido incluso en aquéllos que alguna vez
lo tuvieron. La guerra era la guerra, un genial axioma que, en su simpleza,
servía para que algunos justificasen casi todo.
Pero, profundizando más, el
ingeniero intuyó de inmediato que todo aquel que intentara oponerse a aquella
ola de venalidad, inmersa en el maremágnum bélico, habría sido arrastrado por
su fuerza incontenible y, o bien habría sido tomado por necio, o bien, en su
caso, habría sido eliminado por sus iguales como el que se deshace de un
estorbo.
La guerra, en la opinión que
terminó formándose de ella el ingeniero, afinaba el sentido de los negocios y
daba argumentos a la mayoría de los hombres, de por sí ambiciosos, para
tornarse abiertamente en codiciosos y eludir sin embarazo cualquier traba
moral. Y eran tales los dispendios públicos, usados en aquellas campañas, que
algunos responsables, dependiendo de su posición, se sentían legitimados, con
el derecho que les daba la supuesta o real cercanía de la muerte, para
utilizarlos en beneficio propio. Pero, curiosamente, eran los que se mantenían
más alejados del frente los que recibían los más ingentes porcentajes de aquel
negocio generalizado. Por raro e injusto que este fenómeno pueda parecer.
Era cierto que la base de la
pirámide sobre la que todo se sustentaba era el grueso de la tropa. Pero los
soldados que la integraban eran, por lo general, incultos y pobres y, además,
se les reclutaba por levas forzosas, con lo que ni los más desgraciados podían
rebelarse ante su sino. Y nadie se opuso a que muchos de ellos, orgullosamente,
acapararan la innegable gloria de servir honradamente a la Patria, luchando con
honor y derramando su sangre o dejándose la vida. Pero tampoco nadie puso
objeción alguna a que unos pocos obtuviesen, discretamente, pingües beneficios
sin demandar más gloria que la riqueza, ni más honor que el dinero.
Cuando el poder es la única razón
que impera, cosa que sucede en la guerra y a veces hasta en la paz, estas cosas
suceden. “Historia magistra vitae est”,
Cicerón no se cansaba de decirlo. Y, no todos, pero muchos, llegaron a pensar
como el ingeniero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario