Zarrúa, en las semanas siguientes,
entró en competencia con otro como él. Era un representante de la empresa
textil catalana. Se llamaba Borrell y ante los jefes de Intendencia había
entrado en un concurso para servir mantas, uniformes, tiendas, pertrechos para
los blocaos y otros aperos y utillajes. En aquella ocasión Zarrúa temía perder
la partida. Era cierto que él mantenía muy buenas relaciones con los del arma
de Ingenieros pero, con los de Intendencia, aún no tenía relación y temía que
el contrato se lo llevara finalmente el catalán.
Borrell le localizó. Hablaron
amigablemente en la discreción de la suite del hotel del ingeniero.
El asunto, según Borrell, era que
no debían presentarse los dos a la subasta de los lotes demandados. Si lo
hacían, los jefes militares exprimirían a ambos a la baja, de modo que, además
de tener que pagar la habitual comisión, su porcentaje quedaría tan mermado a
favor de los militares, que el negocio no valdría la pena. Ahora bien, si no
entraban en competencia y sólo uno de ellos intervenía, bastaría con darles un
porcentaje sin necesidad de disminuir los grandes beneficios de la venta y por
tanto sus ganancias personales.
Naturalmente había de ser Zarrúa
quien se retirase de la puja a cambio de que fuese Borrell quien le cediera el
negocio, según le prometió, en la siguiente oportunidad.
Abdel les vio salir juntos del
hotel y tomar una copa, antes de despedirse, en una terraza cercana.
Apenas se marchó el catalán, el
morito se acercó a Zarrúa. Éste, al ver al zangolotino, le ofreció asiento. Por
todo saludo, Abdel dijo:
-No fíes Borrell.
Él aquí mucho tiempo antes que tú. Muy amigo de jefes de Intendencia. Tiene
muchos negocios.
El ingeniero Zarrúa se admiró de
que Abdel estuviera al tanto de esas cosas.
-¿Cómo sabes
tú eso?
-Información
vale mucho. Borrell vende todo. También armas a cabilas.
-Pero, eso no
es posible. ¿De dónde las va a sacar?
-Jefes de
Intendencia saben. Todo negocio. Todo dinero. Guerra mucho negocio.
El ingeniero quedó perplejo ante
aquella información que le asustaba hasta el punto de resistirse a creerla.
Pero se dijo que, de ser aquello cierto, Borrell no le cedería tampoco la
siguiente contrata de material, pues la connivencia del catalán con dichos
cargos militares le tendría a él permanentemente vedado el negocio. Era
evidente que, por sus peligrosas actividades, habría entre ellos un pacto de
silencio y colaboración.
Zarrúa dijo al morito:
-Pero, si me
dices qué ruta usa para llevar armas y a qué cabilas, si es que eso es verdad,
yo podría denunciarle, le arrestarían y me quedaría sin competencia. Entonces
el contrato sería mío.
-No. Sería lo
contrario. Él nunca va, lo hacen otros pagados en su nombre. Si tú denuncias
Borrell, los militares volverán contra ti. Borrell y militares negarán todo.
Los negocios acabarán para ti. Denunciar nunca. No bueno para negocios.
-Pero la
subasta de los materiales es dentro de diez días. Creo que sólo me queda
retirarme.
-Abdel sabe
solución.
-¿Cuál es?
-No bueno que
tú sepas. Tú vas a Intendencia en diez días y negocia con militares. Abdel hará
lo que pueda.
El muchacho se marchó sin más. El
ingeniero se quedó pensativo, dudando de que aquel mocito, por espabilado que
fuera, pudiera hacer algo por conseguirle aquel negocio.
Cuando llegó la fecha, Abdel no
había dado señales de vida. Sin embargo, el ingeniero pensó que nada perdería
por comparecer en la puja. Se retiraría de ella y luego hablaría con Borrell
para pedirle alguna comisión por su retirada. Puede que el catalán accediera a
darle alguna parte de su copioso beneficio, sobre todo si le dejaba caer, como
por casualidad, alguna de las cosas que el morito le contó.
Para su sorpresa, llegada la hora
de hacer las pujas, Borrell no aparecía. Los militares empezaron a ponerse
nerviosos y viendo que pasaba más de una hora del momento de la subasta y
Borrell seguía sin comparecer y, pese a las protestas de Zarrúa, adujeron la
indisposición de uno de los jefes principales y la pospusieron para el día
siguiente. Pero al día siguiente Borrell tampoco acudió y no les quedó a los de
Intendencia más remedio que aceptar el pliego de Zarrúa al que, naturalmente, pidieron
bajo cuerda una comisión, pero al que no se atrevieron a intentar rebajar los
beneficios. Zarrúa les dio una cantidad mayor de la que pidieron pues, en los
negocios, había siempre que mostrarse generoso con quienes se pudiera volver a
negociar, sobre todo, ansioso, como estaba, por quitarle a Borrell aquel filón
que tenía en Intendencia.
El ingeniero echó cuentas de lo
ganado en aquella operación. Le quedaron ocho mil pesetas.
Tres días después, cuando el
ingeniero esperaba ver aparecer a Abdel, se presentó en su hotel un sargento de
la policía militar con dos soldados. El señor Borrell había desaparecido y
ninguno de sus conocidos o colegas sabían nada de él. El ingeniero contestó a
todas las preguntas del suboficial con los datos que de Borrell conocía, pero
nada pudo aportar sobre su paradero pues, en verdad, nada sabía.
Pasó una semana antes de que Abdel,
inesperadamente, apareciera. Le llamó desde un café, entre la algarabía del
cercano zoco, y el ingeniero se sentó a su mesa.
-¿Negocio con
los de Intendencia? –preguntó Abdel por saludo.
-Sí, por
suerte. Borrell no se presentó.
-¿Ganancia
mucha?
-Estuvo bien.
-Esta vez
primero trabajo y ahora dinero. Yo también confianza, ya sabes, sin ella no
negocio. Negocio bien. Quiero dos mil pesetas.
-Pero, ¿qué ha
pasado con Borrell? ¿Qué has tenido tú que ver?
-Tú negocio.
Borrell no cosa tuya. No más problema con Borrell.
El ingeniero se quedó mudo. Le
impresionaba la parquedad de Abdel y la seguridad tozuda en cuanto decía, ambas
cosas impropias de un muchacho.
Tras un minuto de silencio, como Abdel
notara la indecisión del ingeniero, dijo en un inesperado tono despectivo:
-Si tú no
conforme, no dinero. Si tú miedo, Abdel marcha y no más negocio.
No llevaba tanto dinero encima.
Fueron al hotel y discretamente le entregó el dinero al muchacho. Éste desapareció
sin más palabras.
Diez días después los periódicos
locales publicaron que se habían encontrado algunos efectos personales, restos
de ropa y documentación de un representante de la industria textil catalana que
inexplicablemente se había adentrado en el Rif y, al parecer, tras despeñarse,
había sido devorado por jabalíes y lobos.
Según aquella noticia el enigma
se había resuelto y a nadie le interesó seguir indagando sobre el caso.
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