Tras el desastre de Annual en
julio de 1921 y el subsiguiente de Monte Arruit en el mismo año, se produjo una
gran controversia en España. Aquellos reveses militares que, según los más
optimistas, concluyeron con más de
13.000 muertos entre las tropas, pusieron a la potencia colonial española en
entredicho. Las pérdidas en material bélico se estimaron en alrededor de 20.000
fusiles, 400 ametralladoras y 120 cañones. Los equipamientos e inversiones
nacionales en el norte de Marruecos se perdieron en cuestión de días.
El efecto sobre la nación fue desmoralizador y humillante. Pues, aparte
de la derrota, no dejaron los periódicos de resaltar las acciones más macabras
y generalizadas de los rebeldes cabileños: no respetar rendiciones, no hacer
prisioneros, decapitar, castrar y descuartizar a los soldados y dejar sus
restos momificarse al sol o ser pasto de las alimañas.
Militarmente, el que una nación europea fuera incapaz de mantener en
paz el territorio que se le había encomendado como Protectorado y, lo que era
más, que su ejército regular hubiese sido derrotado por las tribus de los
rifeños insurgentes, suponía un descrédito y una deshonra ante la comunidad
internacional. Un incipiente poder indígena, haciendo recular al ejército de un
país que aún se creía una potencia, no era concebible ni aceptable.
Hubo vehementes diatribas sobre si seguir con aquella guerra o
abandonar la empresa. Pero, quizás por orgullo patrio, quizás por vergüenza,
quizás por cumplir con la misión internacionalmente aceptada y recobrar el
prestigio, se decidió continuar con la labor en el Protectorado.
Pero, en algunos casos, salvaguardar la honra y actuar con pundonor, conlleva
unos grandes dispendios económicos. De modo que, una vez decidida la
continuación de la labor civilizadora de España en el Protectorado, se requirió
un gran esfuerzo económico. En casi todos los ámbitos se produjo una gran
actividad. El flete de barcos para tropas, pertrechos y todo tipo de materiales
incrementó el auge de algunas compañías navieras. Los recursos militares
y, en general, toda la intendencia en el Protectorado hubo de multiplicarse.
Todo tipo de medios para la explotación de los recursos se pusieron en marcha: concesiones
ferroviarias y viales, industria del armamento, empresas eléctricas y de la
construcción y, en general, todo tipo de monopolios tanto industriales como comerciales.
El capitalismo industrial y
financiero del País Vasco, la poderosa industria catalana y los capitales de la
banca madrileña se mostraron los agentes más decididos a involucrarse en
aquella aventura colonial en defensa del prestigio de España y en pro de la
civilización y modernización del Protectorado. A ellos se unieron también una
gran variedad de modestos intermediarios en los puertos andaluces y levantinos
y en otras empresas menores.
Y de este modo el utópico celo
colonialista, que se desplegaba en las salas de banderas de los cuarteles y en
las redacciones de los periódicos, fue alimentado y sostenido por unos
intereses económicos mucho más reales.
Aun así, muchos pensaron que el negocio
más seguro del Protectorado terminó por ser el abastecimiento del ejército
colonial y el del conjunto de población española que subsiguientemente se
asentó en las principales ciudades.
Cierto o no, fue en esta tesitura
cuando el ingeniero Zarrúa fue enviado a Marruecos. Las industrias que estaban
dispuestas a proporcionar todos los medios necesarios para que España cumpliera
su misión colonizadora con éxito, le mandaron como delegado.
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